Petite histoire del bañador, la prenda que libera y somete

Por Guadalupe Treibel

Life Magazine, 1950

Una escena inusual tuvo lugar días atrás en una audiencia a sala llena en pleno verano francés: el ecologista Éric Piolle, actual alcalde de Grenoble, exhibió alternativamente distintos modelos de bañadores, algunos con faldita, en una presentación oficial. No es que el hombre tenga un segundo laburo vendiendo mallas: estaba defendiendo una disposición que le habían pausado frente al Consejo de Estado de Francia, y que dividía las aguas a lo largo y ancho del país. Piolle autorizó el uso de burkinis en piscinas municipales, en una normativa que además daba el visto bueno para zambullirse en topless. A los fines, casi una obviedad aclararlo, de que cualquier mujer pudiera remojarse como le diera la gana en natatorios que, así, devendrían una suerte de oasis multicultural. Pero, claro, el burkini siempre ha sido un ambivalente campo minado, y voces críticas se alzaron prontamente denunciado que la medida socavaba el principio de laicidad de la nación. Al final, el Consejo se expidió: vetó este cacho de tela, traje de baño que cubre prácticamente todo el cuerpo de la mujer (salvo la cara, las manos, los pies) y sirve para que las musulmanas naden en público sin faltar al extremo recato que les ordena el Islam, esgrimiendo que afectaba “gravemente el principio de neutralidad del servicio público”.

Audrey Millet

Un ejemplo nomás de cuánta carga política puede tener un simple bañador que, incluso en sus formatos típicamente occidentales -malla enteriza, bikini y aledaños- trae consigo sorprendente dualidad. Desde sus orígenes, esta prenda fue símbolo de emancipación femenina, encarnando la liberación del cuerpo de las mujeres tras siglos de “modestia” forzada. Pero, a la vez, la letra chica es implacable, porque el traje de baño ha representado los mandatos de una belleza estandarizada cada vez más exigente, soporte de una hipersexualizacion y erotización con intereses patriarcales. Por fortuna, para comprender mejor esta contradicción, habemus hoy Les Dessous du maillot de bain (Editorial Les Pérégrines), de la historiadora Audrey Millet, un libro que acaba de publicarse en -oh, casualidad- Francia y que ha sido bañado... en elogios (hacemos votos para que se edite prontamente en español).

La respetada especialista en historia y moda, que actualmente se desempeña como investigadora de la Universidad de Oslo, cuenta que la malla nació hacia finales del siglo XIX en un formato muy distinto al que se conoce ahora: “como camisa de manga larga y largos pantalones de lana, que obviamente dificultaban el movimiento en el agua”. El contexto de ese entonces, por supuesto, es clave: “Hay un boom industrial. Las ciudades huelen pésimo y la gente de la aristocracia quiere tomar el aire fresco en la playa. Contrario a lo que suele creerse, no hay que esperar a que haya vacaciones pagas o líneas de ferrocarril para que algunas personas orillen las costas”.

Escena de playa, fines del siglo XIX

Otro factor, no menos importante, es el feminismo: “Evidentemente conocemos la historia de las sufragistas inglesas, pero mucho menos la de las mujeres de otros países que también pedían más libertad, poder salir de sus casas, tener educación para las niñas. Era un movimiento planetario que, a comienzos del siglo XX, además coincide con las mujeres quitándose el corsé para salir a trabajar”.

El progreso de las ciencias médicas, destaca Millet, también juega un rol central porque “se abandona la creencia de que el agua es mala para salud”. Por esas fechas, “prolifera la talasoterapia al observar los docs que cuando personas enfermas son enviadas a la playa, mejoran. Se comprende que el agua lava, que no entra por los poros para contaminar el cuerpo humano”. Porque, tal cual advierte esta formidable autora, antes de llegar al bañador hubo que domar las ideas en torno al H2O… “Tras preguntarme por qué antes de esta época no existía el traje de baño, me remonté a la Edad Media, repasé los monoteísmos, luego me acordé de los mitos, donde, desde Narciso hasta las Sirenas, el agua no está muy bien connotada… Leyendo Las Metamorfosis de Ovidio, noté la existencia de toda una literatura de la humedad vista como amenazante. Esto es lo que se le reprocha a la mujer en la medicina antigua: tener un cuerpo húmedo en comparación con el del varón, y asusta a los hombres no poder controlarlo”.

Un antes y un después en la historia del bañador (tan importante como la minifalda de Mary Quant, según nuestra escritora) tiene que ver con Annette Kellerman, estrella australiana de vodevil, que debe su fama a sus saltos acrobáticos en traje de baño entallado, combinación que deja ver brazos y piernas. “En 1907 fue arrestada en Boston por ‘indecencia’ y su juicio, que sentaría precedente, popularizaría este traje de baño”, marca Audrey. Annette fue reivindicada por la mismísima Esther Williams, sirena estelar de Hollywood, en la película Million Dollar Mermaid (1952, con dirección de Mervyn LeRoy).

Inspección de trajes de baño, EEUU, 1920s

Explica además la historiadora que se da el advenimiento de la sociedad del ocio, cuando las familias marchan a la arena y la moda del bronceado se impone, entre la década del 10 y del 20. “Así, la costa se convierte en algo más que un laboratorio fashion: promueve las libertades individuales. El cuerpo femenino emerge de su invisibilización. Encerrado, oculto, tapado, silenciado durante siglos, ahora se manifiesta en su verdadera silueta”.

Y sin embargo, “hacia 1900 aparece la cinta métrica y el sistema métrico internacionalizado -salvo en los países anglosajones- que sirve para tomar medidas de pechos, caderas, etcétera. La industria de los cosméticos se sigue desarrollando, animando a las mujeres a estar siempre más bellas con infinidad de cremas y curas adelgazantes. Se inventa el rodillo de masaje para -presuntamente- eliminar la celulitis e incluso se puede comprar una maleta con jeringas ¡para pinchar las varices!”. Es en estos momentos cuando la culpabilizadora balanza arriba a los hogares.

O sea, tras desaparecer el corsé del armario, el cuerpo liberado y más dinámico enfrenta nuevos imperativos: tiene que despojarse de sus “imperfecciones”, presentar su mejor versión. Más adelante, los glúteos deben ser tonificados, la cintura delgada, los senos en su lugar y la piel bronceada. No, no hay respiro para las mujeres: se les permite andar fresquitas a cambio de que estén impecables en todo momento.

Años 30s

“Los trajes de baño desarrollan juegos de costuras, pinzas y elásticos para resaltar mejor la cintura, achatar el vientre y levantar el pecho. Luego hay que mencionar la llegada de nuevos materiales, en particular el Lástex, en 1931, elástico que enfundaba sin estorbar. Le seguirá el famoso lycra…”, comparte en interviús Millet, explicando que la evolución del traje de baño se da a la velocidad del rayo. “En los 20s, ya tenemos modelos de dos piezas, con bombachas que cubren el ombligo. A partir de ese momento, algunas audaces se tumban boca abajo en la arena y se desabrochan esos bañadores para tostarse la espalda. Así es como nace también el vestido muy escotado en la espalda para la noche”.

Para el bikini, por cierto, hay que esperar hasta finales de la Segunda Guerra Mundial, “período festivo donde queremos celebrar la vida, olvidar los horrores bélicos”. Hasta ese momento, el ombligo sí o sí tenía que estar cubierto porque “recordaba al cordón umbilical, y la maternidad no podía salir de la cocina”.  Así las cosas, es realmente a partir de los años 60 cuando la reveladora prenda se democratiza, “en concordancia con la liberación sexual, la llegada de la píldora, la legalización del aborto en varios países, la posibilidad de que las mujeres ¡dispongan de su dinero y tengan una cuenta bancaria!”. El temita es que, mientras los modelos se encogen y encogen, se demanda que los cuerpos de las mujeres se vuelvan pura fibra, en especial a partir de los 80s, con el auge del fitness y los deportes intramuros. “Entonces, con su apariencia frívola, el traje de baño se convierte en un objeto decisivo: controla el cuerpo femenino”, concluye Audrey. 


Cabe mencionar que Millet es una escritora con varios títulos publicados. Su trabajo anterior fue Le Livre noir de la mode (2021), sobre el consumo excesivo de ropa y sus consecuencias sociales y medioambientales. “Si a los impactos de la producción le sumamos los del transporte, la industria textil emite cada año 1.200 millones de toneladas de gases de efecto invernadero”, recordaba sobre el segundo sector más contaminante del planeta. Iba hacia atrás en el tiempo porque -a su decir- “aunque la moda rápida es una consecuencia del prêt-à-porter, hay que buscar sus orígenes en el siglo XVII y las conquistas inglesas y francesas. Para invadir países y crear nuevas colonias, fue necesario vestir a soldados y marineros, entonces la ropa dejó de hacerse solamente en casa”. Revolucionar hoy la moda, a su entender, necesita de una revolución del comportamiento: resistir la compulsión de comprar, dar sentido a lo que se adquiere, saber de dónde vienen los objetos o prendas, etcétera. Conductas que, a su vez, transformarían las reglas de un sistema que flaco favor le hace al maltrecho planeta.

En lo que a mallas refiere, de hecho, Millet subraya que la vasta mayoría está hecha a partir de fibras derivadas del petróleo que liberan miles de microfibras plásticas con cada lavado a máquina (amén de resultar más dañinas para la piel que las fibras naturales). Se trata de una industria que mueve montañas de guita: “En 2020, a pesar de la pandemia, casi 17 mil millones de euros en todo el mundo”.

Volviendo al tema central, al ser consultada sobre por qué el bañador despierta tantas pasiones, Audrey hace una salvedad: “A nadie le importa el traje de baño, es el cuerpo de las mujeres el que obsesiona y el que siempre es observado, escrutado, regulado, constantemente puesto en la mira”. Su enjundioso estudio sobre la prenda, de hecho, le ha permitido “mostrar cómo, durante milenios, sus propios cuerpos no pertenecían a las mujeres, y hasta qué punto se las responsabilizaba de todos los males imaginables. Hoy el bañador se adapta a las más diversas morfologías, cosa que no siempre sucedió, y se ha convertido en un estandarte femenino que revela un cuerpo con una historia de viva. Esto no quiere decir que no tengamos complejos, todo el mundo los tiene. Pero no hay que dudar en lucirse. Vestir orgullosa el traje de baño es llevar los derechos ganados a la práctica en la arena y en el agua y contribuir así a cambiar la mirada masculina sobre los cuerpos de las mujeres”.

Elizabeth Taylor en
De repente en el verano, 1959