Miradas desde el cine sobre la experiencia migratoria en la Argentina

Por Verónica Abrego

En las últimas décadas y debido a la globalización, aun siendo su afincamiento restrictivo, la movilidad de personas coloca incluso a sociedades como la argentina, que se autodefine como de inmigrantes, frente a interesantes encrucijadas discursivas: ¿Qué elementos mueve la vulnerabilidad de los actuales inmigrantes en la autopercepción de las autobiografías migratorias de lxs argentinxs? El artículo 25 de la Constitución fomenta explícitamente “la inmigración europea”, pero ¿qué sucede con la “nueva migración”? Por ejemplo, con la de personas originarias de China, que se establecieron en los 80s y ya cuentan con una “segunda generación”; o con otras llegadas aún más recientemente del continente asiático, que apenas llevan pocos años en el país. ¿Qué imágenes de anfitrión/a registra quien es acogidx y proviene de un núcleo cultural distinto?

A partir de una conceptualización de interseccionalidad que no se restringe a los tradicionales ejes de “género, ‘raza’/etnicidad y clase”, se analizarán las maneras de articularse las voces y contravoces inmigrantes en distintas manifestaciones fílmicas. Pues la pregunta es también: ¿Qué espacio les brinda el cine y a qué medios recurre el lenguaje fílmico para proyectar a estos nuevos actores sociales en la gran pantalla?

Tres películas argentinas que tematizan la migración asiática –Un cuento chino (2011), de Sebastián Borensztein, La Salada (2015), de Juan Martín Hsu, y Mi último fracaso (2017), de Cecilia Kang– ponen en la mira la relación entre lxs argentinxs y lxs inmigrantes asiáticxs (en La Salada, también de lxs bolivianxs) e invitan a debatir sobre los imaginarios de la migración y los presupuestos de la hospitalidad cotejándolos con sus obstáculos y, en particular, con los arraigados aguafuertes del “Otro” y las prácticas discriminatorias que se articulan en la intersección del origen, la nación y la cultura. A continuación, la última película…

Afiche del film 
Mi último fracaso, de Cecilia Kang

Mi último
 fracaso (Kang, Argentina, 2017)

Este documental de Cecilia Kang plantea desde el título un enigma que se devela literalmente en el último minuto, cuando frente a las imágenes de una ciudad coreana suena el conocido bolero del Trío Los Panchos: “Me siento perdido en este mundo / y mi último fracaso / será tu amor”. Esa escena final remite al principio e impulsa en el kiss-off a reflexionar sobre la intención detrás de este collage de biografías femeninas a contraluz de las culturas coreana y argentina. Compuesto con hermosas e íntimas imágenes del ámbito personal, familiar y de entre amigos, la directora capta las reflexiones, dudas y certezas de tres mujeres situadas entre las culturas, más allá de los consabidos estereotipos y prejuicios.

En una entrevista, Cecilia Kang indica que su idea inicial era justamente retratar los prejuicios de la comunidad coreana, una intención que fracasó, pues al intentar filmarlos se revelaron como sus propias proyecciones; de ahí el título del documental. El primer ataque a la estereotipación –esta vez del lado de la posible audiencia mayoritaria de argentinxs– surge inmediatamente en la primera escena, cuando vemos jóvenes rostros de origen oriental hablando en el más usual acento porteño. Kang brinda impresiones de una comunidad que muchas veces se percibe como cerrada e invita a conocerla. Los movimientos bruscos de la cámara, la intervención de la directora como protagonista del documental, saliendo de detrás de la cámara y entrando súbitamente a la acción, contribuyen a crear una ficción de naturalidad y falta de impostura acerca de cómo es la “verdadera” vida de las mujeres de origen coreano en la Argentina actual. Así, el auditorio presencia como certeza un microcosmos incorporado perfectamente a la Buenos Aires conocida por la mayoría. Son hogares decorados con sobriedad asiática, ambientados en la plena luz y vegetación subtropical, donde se hace arte, se sueña o se preparan y comparten comidas tradicionales –y argentinas– en el ámbito familiar y de amigos. Están también la escuela de arte, un elegante restaurante coreano, un club privado visitado por lxs jóvenes con el infalible karaoke, las fotos de bodas arregladas, la clínica de belleza atendida y visitada por clientas de la comunidad. Una visita a Corea muestra cuatro mujeres mayores que no se casaron –y se evadieron así del mandato de la comunidad– hablando en su idioma materno; se escucha en sus palabras el eco de las metáforas de otra lengua:

– A esta edad los años saltan.

– Sí, saltan.

– Corren.

– Sí, corren, corren, exactamente.

… y la audiencia se imagina cuánto más duro es rebelarse a las expectativas de lxs mayores, cuanto más inmerso se está en una cultura que parece reclamarlas desde siempre. En otra reflexión personal, una madre joven expresa abiertamente, en rioplatense, su disconformidad con el patriarcado aún vigente en partes de la comunidad: “si vos sos independiente y tu profesión interviene en la vida cotidiana de la familia, no, porque si el hombre llega a casa y la comida no está hecha, no importa la carrera que siga la mujer”. Reflexionando sobre su lugar, una joven dirá “soy argentina, pero en el fondo también soy mucho más coreana que argentina; en el fondo llega un punto, donde siempre va a haber un límite”; y otra, subrayando sus ojos rasgados, “soy argentina, pero con esto, qué argentina”. Al contestar sobre qué quiere para sí misma, otra joven del grupo resume: “Yo quiero que me banquen como soy”.

Mi último fracaso

La película transita de manera sensible qué complejo es para estas mujeres negociar un nuevo espacio cuando el eje de género está atravesado por el eje de la tradición y el origen, haciendo del mandato de casarse un camino preestablecido, tal como lo inculca la madre a sus hijas. Cabe preguntarse entonces en qué medida esos límites constatados por las jóvenes están determinados desde el interior de la comunidad y si son realmente culturales o, más bien, si una sociedad homogenizada como blanca, que racifica las diferencias, no contribuye en gran medida a que las jóvenes reafirmen su procedencia familiar.

El documental, filmado en agradecimiento a quienes compartieran con la directora un trayecto de su camino es un ejercicio de reconocimiento de las identidades complejas. Abre entre-espacios de coincidencia y traducción cultural en los paseos nocturnos por la ciudad de Buenos Aires al son de algún hit de hallyu, al mostrar cómo las telenovelas coreanas conviven en el interior del hogar a la par de la otra tele argentina en otra habitación familiar, al festejar en común, con amigxs argentinxs y coreanxs, lógicamente con asado. Al embelesamiento de los padres inmersos en los melodramas de su país de origen, donde a quienes actúan les brotan brillantes lágrimas de cocodrilo, se contraponen otras verdaderas, derramadas por dos chicas argentinas cuando recuerdan la seria enfermedad de su amiga argentina-coreana superada diez años atrás. Entonces se puede ver qué próximas están ellas emocionalmente a su amiga “con guion” y con ello, tal vez también sentir, de qué material puede estar hecho el arraigo.

Mi último fracaso

Reflexiones finales

Más de 150 años después de haber sido formulada, la invitación que la Argentina hizo a extranjerxs a buscar su futuro en sus tierras sigue en pie. Es una promesa de bienestar que hoy la escuchan sobre todo lxs habitantes de los países fronterizos e incluso de las antípodas. Poco reflejan las películas aquí analizadas acerca de la influencia de la China o de Corea en la región, poco hay en las relaciones interpersonales que los filmes articulan de esas grandes mayúsculas con las que se escribe la Historia. Más bien puede verse que cuando se cuelga el teléfono, cuando la radio, la tele o internet se apagan, entonces, el espacio transnacional queda en suspenso y el/a forastero/a sigue allí, en soledad, en ese espacio que es siempre diferente al de los sueños. El más espacial de todos los medios, el cine, “con sus sets, sus localidades, el emplazamiento físico de sus sujetos en el espacio y su habilidad para producir espacios virtuales e imaginarios a través de los cuales el cinéfilo viaja” (Kantaris, con traducción de la firmante) propone hoy formas de representación de las migraciones, reformulando su función de haber “acompañado y contribuido a formar e interpelar al sujeto nacional-popular moderno” (ibíd.). El cine pone en escena, afirma, pone en duda o hasta hace un paréntesis a llenar de sentido frente a la discriminación de la que son objeto lxs inmigrantes. Hoy la accesibilidad de la cinematografía la democratiza, pluralizando los lugares de enunciación y permitiendo que lxs sujetos migrantes expresen en el cine su agencialidad de múltiples maneras.

 

Extractos del artículo Inmigrantes “Chinxs” en la Buenos Aires globalizada: Miradas desde afuera y desde adentro de la experiencia migratoria, en Un cuento chino (2011), de Sebastián Borensztein, Mi último fracaso (2017), de Cecilia Kang, y La Salada (2015), de Juan Martín Hsu, escrito por Verónica Abrego, argentina-alemana, doctora en filosofía, actualmente docente en la Universidad Mainz de Germersheim, Alemania. 


Mi último fracaso, de Cecilia Kang, puede verse en la plataforma Películas Nobles.