Por Florencia Bendersky
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Isabella, de William Holman Hunt |
Sí, ya les veo
frotarse las manos mientras piensan: “Ahora te queremos ver cómo hacés para
escribir una columna graciosa sobre la muerte”. Bueno, aquí marcha.
“Elefante mata a una
mujer en la India y luego va a su funeral a pisotearla de nuevo”. Esto, que parecería
un intento ridículo de oxímoron, no es un invento mío sino el título de una
noticia levantada por los medios. Pueden copiar y pegar la frase en un buscador
para enterarse de la historia completa que quizá no les resulte tan graciosa.
Yo no me voy a poner a contarles el nombre de esta señora o demás detalles del
elefante reincidente porque la muerte, cuando tiene nombre o cercanía, nos
pincha en nuestra propia finitud y, en general, no nos causa precisamente tanta
hilaridad.
Que la muerte se
convierta en asunto de risa requiere de una condición: que no sea el hecho lo
jocoso, sino lo que lo rodea. ¿Toda muerte sigue esta regla? No, hay algunas
que son irremontables, inclusive para mí que hago del sentido del humor una
suerte de religión laica.
Mi historia con la
muerte empezó cuando tuvo lugar el encubrimiento de un cobayo/chanchito de la
India (ya no se les dice chanchito de la India, quizá por temor a que se tomen
represalias los elefantes) que teníamos en comodato con mis hermanos. El bicho
hacía alarde de un maníaco instinto suicida metiéndose una y otra vez en un
hueco que tenía la estufa. El procedimiento siguiente consistía en que mi
hermano Gustavo introdujera su mano en el susodicho hueco y lo rescatara. El
final de la historia era previsible: no se si murió carbonizado o por comer
alguna porquería, pero cuando sucedió el hecho fatal, a mí me dijeron que se
había escapado. Ese fue el presunto destino de otros animales que “huían” de mi
hogar, hasta que la noticia de que la tortuga había escapado, despertó en mí la
inevitable sospecha: o mi madre tenía un nivel de descuido peligroso para mi
supervivencia, o algo inenarrable estaba sucediendo cíclicamente.
En ese tiempo murió mi
abuelo David; yo tenía 4 años y no recuerdo qué me contaron. Teniendo en cuenta
lo de las mascotas, debió haber sido una imaginativa red de mentiras.
La memoria del primer
muerto que vi corresponde a mis 12 años, cuando murió el hermano de una de
mis tías abuelas. No sé cómo ni por qué, mi madre y mi abuela me llevaron
al velorio. Era en el caserón familiar dónde se hacían algunos cumpleaños. La
capilla ardiente estaba en el señorial living y el cajón se apoyaba sobre unos
lustrosos soportes dorados. Recuerdo haberlo visto de lejos, de refilón. Apenas
asomaba una nariz, pormenor que me bastó para saber que nunca más
querría ver a un muerto.
Pero, como la muerte
no para (esa es su condición laboral), con los años comenzaron a acumularse
despedidas, y necrológicas. Mi familia recibía todos los días el diario La
Nación y en ese entonces existía la costumbre de leer los obituarios de manera
rigurosa. Por lo tanto, a menudo se podía escuchar un: “¿Sabés quién se murió?”,
durante el desayuno. Ese cotilleo necrológico, lejos de parecerme un ritual
macabro, siempre me causaba una gracia particular. No solo era un
acontecimiento social, sino una forma de corroborar, con mi naciente humor
negro, que aún estabas con vida.
Sin embargo, cuando
tenía 14 años, yo aparecí de entre los muertos. Parece que había más Florencias
Benderskys aparte de mí en el mundo, y a una de ellas se le ocurrió morirse
para contarlo en el aviso fúnebre del diario que no comprábamos. Me enteré
cuando volví del colegio y mis padres (ya separados hacía mucho tiempo) estaban
juntos, esperándome para darme la noticia. Había una muerta con mi nombre.
Bueno, dije yo, ¿tengo que hacer algo? Me dijeron que no y me relajé (por un
instante temí que debiera suplantarla, o peor aún, rendir algún examen en su nombre).
Al rato sonó el teléfono en casa y atendí con el hola tradicional: hubo un silencio
largo y luego la tímida voz de una de las amigas de mi madre preguntando quién hablaba.
En ese momento me di cuenta que esa mujer me daba por muerta y me apiadé.
Rápidamente le dije que no era yo la finada, que era otra con mi nombre. “Pasame
con tu madre”, reaccionó molesta, acaso decepcionada porque la había pescado en
falta.
Luego, vinieron otras
muertes, pero ninguna me complicó tanto como la del Papa (¡qué sorpresa!,
¿no?). Juan Pablo II fue Papa por casi 30 años y vino después de una seguidilla
de otros Papas muertos en circunstancias sospechosas (para más datos,
miran El Padrino 3). Lo vi una vez en Avenida Rivadavia paseando en
el Papamóvil (sic), pero salvo ese cruce fugaz, nunca llegamos a tener mucho
trato.
En el 2005, yo
estaba haciendo mis primeros pasos como regisseuse de ópera (es decir, la
persona que dirige lo que se ve, no lo que se escucha) y junto a dos
grandes amigos cantantes, habíamos fundado la OCI (Ópera de Cámara Itinerante)
para montar, al piano, Così fan tutte de Mozart. Uno de mis
socios, consiguió que la municipalidad de Chascomús nos cediera su teatro para
estrenarla y que además nos solventara pasajes, estadía y morfi. Así que
sumamos voluntades y trabajamos en el montaje hasta que llegó la fecha y toda
la compañía (escenografía, utilería mayor y menor, vestuarios, 6 cantantes, 1
pianista, 3 figurantes, 2 maestros internos, diseñador de luces, novia del
diseñador de luces, asistente y yo) partimos rumbo a los pagos alfonsinistas.
Viajamos sabiendo que el Papa no andaba bien. Al llegar, dejamos todo en el
hotel de de media estrella que nos habían contratado y partimos a hacer puesta
de luces para después comenzar el ensayo general. Era el 2 de abril. Yo estaba
sentada en la platea del hermoso teatro municipal de Chascomús en medio del
despliegue general cuando veo aproximarse, agachada entre las butacas, a
la secretaria de cultura del municipio, que me dice al oído: “Se murió el Papa”.
Pensé: “Bueno, a este no lo mataron, eso ya es un progreso”. Pero la cosa no
terminó ahí; en breve entendería el porqué de la cara compungida de esta
buena señora: Muerto el Papa, no se podía hacer la función. Comencé a
indignarme en voz muy baja para que los de arriba del escenario no interrumpieran
la pasada. Como una especie de Marcel Marceau de gesticulaciones mínimas
preguntaba qué demonios tenía que ver el Papa con la ópera (en este siglo). La
buena señora me explicó que era imposible hacerla porque, aparte de los feligreses, el teatro (como
todo teatro fundacional de una ciudad) estaba en la plaza central, junto a la
municipalidad, la casa de Alfonsín, el banco, el club de pelota y, desde luego,
la iglesia. No había caso, pues. Dejé entonces que terminara el ensayo general
y luego del aplauso de rigor, les comuniqué a todos que, como dice Leo Maslíah:
“Orquesta, velorio, a cambiar de repertorio". Nos fuimos esa noche a cenar
y -muy especialmente- a beber. Tomé todo el whisky que pude empinar y terminé con mis socios mirando la
luna, reflejada por ocho, en la clásica laguna sin cisnes. Al otro día, tuve
una de las peores resacas de mi vida y ninguna bula papal pudo evitar que me
desmoronara por un buen rato. Afortunadamente, volvimos al fin de semana siguiente y logramos realizar el estreno. Con bastante éxito, modestamente.
Luego vendría la
muerte de mi abuela querida, que de risa no tuvo mucho y abrió el mundo de los
muertos de mi adultez. Al año siguiente, la siguió mi papá pero dejándonos una
sátira completa que será relatada en la parte 2 de esta antología. Ya
pueden deducir de quién heredé -y un poquito, robé- el sentido humorístico, esa
tabla de salvación.
En estos años han
comenzado a partir algunos amigos y amigas queridas. La semana pasada nos dejó mi
adorado papastro, que estaba en mi vida desde que yo tenía 15 años y que fue
quién me enseñó sobre la fe. Acá es cuando la regla se aplica y no puedo
ponerme chistosa porque la tristeza es aún la regente de la historia.
Creo, de todas formas,
que es bueno y sano poder reírse de la muerte por lo menos a modo de venganza
previa, sabiendo que nos es inevitable, pero que la carcajada la aleja un
poco, como diciéndole: “Ojo, ojito, que vamos a ir, pero no pensamos
perder el humor hasta último momento...”.
PD: Esta nota va
dedicada al papá del querido Marcos Montes que nos inspiró durante muchos años
mucha risa, con los relatos de sus entrañables velorachos.