Entre el ginkgo y el nogal

Por Sonia Novello


Mi papá nunca faltaba a los velorios. Se ponía su traje gris oscuro, corbata y los zapatos en punta que solo usaba en las grandes ocasiones y partía con el gesto serio y cumplidor. Para él un velorio era un evento muy importante, a la par de un casamiento o un bautismo. Jamás faltaba a esos actos protocolares en donde, impecable y cortés, demostraba total respeto por la ceremonia.

En el caso de los velorios, buscaba hacerse ver por los parientes cercanos de la persona fallecida.  Si no conocía a alguno de los presentes, se presentaba detallando enfáticamente su vínculo con el difunto.  Un vecino querido del barrio o un pariente, mi papá no hacía diferencias. Si él se enteraba de que lo velaban, allá iba con su “sentido pésame” más solemne.

En la casa de mi infancia, una pequeña construcción en el centro de un vasto terreno con un parque adelante y otro atrás, poblado de vistosos árboles añosos, frutales u ornamentales, siempre tuvimos perros.

Todo perro que vagabundeaba por la vereda de la casa era atraído con galletitas o algún hueso, y ya se quedaba en casa para siempre.  Digo para siempre porque una vez muertos por el motivo que fuera –una enfermedad, simple vejez, un accidente–, eran enterrados en el fondo del parque de atrás. Entre el ginkgo y el nogal, más o menos; allí están todos. Bueno, tal vez hoy lo que apenas quede sean sus nombres flotando sobre los pastos salvajes que crecen rabiosos y brillantes en ese área, entre los dos árboles.

Cuando un perro se enfermaba casi siempre sucedía que se le empezaba a secar el hocico, se lo notaba llamativamente tranquilo y triste, menos demandante, entre otros síntomas de una partida cercana; y tres o cuatro días antes del inevitable final, desaparecía. Entonces, sabíamos que era casi seguro encontrarlo escondido, acurrucado debajo de un arbusto, al pie de un árbol, o entre la ligustrina esperando su muerte. Parecería que es así en el caso de ciertos animales que presienten  el fin -o como sea que en su misterioso mundo se llame- y antes de morir se aíslan, se alejan de las personas. Acaso una forma de pudor...

Hubo muertes más abruptas que dejaron a la familia sin consuelo durante semanas, como la de Rudy, atacado por varios perros. Nosotras no estábamos y mi papá lo encontró destrozado al borde de la pileta. O como la de Rony, que cruzó raudo la calle generalmente silenciosa y tranquila, justo cuando venía un auto a alta velocidad y murió en el momento mismo en que fue atropellado.

Más allá de los distintos finales que hubieran tenido, todos sin excepción fueron enterrados en el fondo.

Mi papá cavaba un pozo más o menos profundo, ahí en el espacio entre el ginkgo y el nogal y luego iba a buscar el cuerpo del animal. Sus brazos como bandeja llevando el cadáver del perro, que muerto daba la impresión de pesar el doble. Las rodillas de mi padre apenas flexionadas, la fuerza en los muslos, los labios apretados hacia adentro para concentrar mejor la energía, los pasos cortitos y ligeros para llegar lo más rápido posible a destino y así liberarse de ese triste peso. Llegaba y lo arrojaba al pozo sin poder acompañarlo durante los segundos que duraba la caída: así, de golpe, un último gran esfuerzo. Luego con un fuerte soplido se aflojaba, apoyaba la pala en el suelo y descansaba unos segundos con el codo sobre el mango, la mano en la frente. Mirar al animal por última vez era toda la ceremonia, quizás tocarle una parte del cuerpo todavía tibio antes de dejarlo caer, soltar un sollozo, decir su nombre por última vez  en las distintas formas que usábamos para llamarlo cariñosamente.  

Luego, de a una, las paladas de tierra hasta llegar a cubrirlo, y más, hasta llegar al nivel de la superficie. Nos gustaba pensar que ya formaba parte de esa tierra que tantos árboles hermosos hoy alberga y alimenta. Y donde encontraron su última morada Toni, Rudy, Papo, Caetano, Paco, Nacho, Wendy, Daisy, La Negra, Tila, Lía, Tribilín, Volvo, Capitán, Rony, León, Roberto.

Las cenizas de mi papá también quedaron en ese parque.

Cuando llegó el día, caminamos lento hacia el fondo, mi mamá llevando la caja. Y ahí, entre el ginkgo y el nogal, esparcimos las cenizas con suma delicadeza, como quien dispersa semillas de flores en la tierra preparada. Fue una ceremonia afectuosa y breve, aunque no exenta de solemnidad. El ginkgo, que ardía de amarillo, y el nogal con su frondosa copa y el tronco ceniciento, escoltaron con elegancia y hermosura esa zona al fondo del terreno, para nosotras una parte del cielo.