Por Cecilia Sorrentino
Ayuntamiento de Cuevas |
No había viajado a España para conocer el pueblo de mis abuelos andaluces. No tenía un nombre por el que preguntar. Ellos no se ponían de acuerdo ni siquiera con el sitio de Almería donde habían nacido. Mi abuela decía Cuevas y mi abuelo, Vera. Por eso me sorprendí aquella tarde de marzo de 2006.
Paseábamos en auto con mi hija, cerca
de Mojácar y, sin pensarlo, salí de la ruta hacia un camino lateral. El cartel decía: Cuevas del Almanzora 20 km.
Al llegar al centro histórico, un
policía me indicó dónde estacionar. Le
dije que buscaba información sobre personas nacidas allí. En el ayuntamiento,
respondió. Dos viejitos que tomaban sol en la vereda nos señalaron el edificio.
Pero
los archivos no estaban en el ayuntamiento.
Hasta el juzgado de paz nos acompañó
-del brazo y abandonando su puesto de trabajo- la empleada de la mesa de
informes.
A esa altura el policía, los
viejitos y la empleada se mostraban fervientemente a favor de que mis abuelos hubieran
nacido allí.
En el juzgado, un muchacho
aguardaba al otro lado del mostrador de madera. Como
si hubiera estado esperándonos. Sonrió sobre el fondo de estanterías repletas
de libros de gran tamaño y edad incalculable. Intenté explicar lo que buscaba,
pero comencé diciendo que no necesitaba nada, bueno, en realidad sí, pero no estaba
allí por un documento para hacer otro trámite, en fin, que solo quería saber si
mis abuelos habían nacido en Cuevas del Almanzora.
-¿Tienes la fecha de nacimiento?
Dije la fecha y el nombre de mi abuela.
Aunque él seguía sonriendo después
de escuchar mi pedido, me dio pena. ¿Cómo
iba a encontrar a mis abuelos entre tantos libros? Podría evadirse, claro: que
faltaba un dato, un papel sellado, que estaban a punto de cerrar, que volviera
al día siguiente. Y entonces mi hija y yo seguiríamos paseando. Ella aguardaba
dos o tres pasos detrás de mí. Me di vuelta y llegué a decirle: ¡pobre…!, cuando
el impacto de algo pesado hizo temblar el mostrador en el que estaba acodada.
Volví la cabeza y enfrenté uno de aquellos viejos libros, abierto hacia mí. Y más
sonrisas en la cara del empleado.
- María Guevara –dijo triunfante-.
Aquí está tu abuela.
Quise
leer, pero se me nubló la vista. Mis manos tocaron la página amarillenta y un
llanto incontenible sacudió mi pecho, como si hubiera estado allí agazapado. No
podía entender qué me pasaba. Si era solo un papel.
Estaba
avergonzada, confundida. Intentaba recomponerme y era peor. Acariciaba el libro
extrañada. ¿Qué creía haber recuperado? ¿Qué pretendía conservar en las
manos pidiéndole al empleado que no cerrara el libro, que lo dejara un rato más
conmigo?
- Si es que te voy a hacer una
copia y te la llevas, mujer.
Hizo la copia, la selló, la firmó.
Y
tuve por unos minutos más el original. El comienzo de la existencia de mi
abuela certificado con un manojo de letras de caligrafía ondulante, y firmado
por su padre. Como si me hiciera falta aquel papel para saber que María Guevara
había nacido. Que había sido hija de unos padres. Como si ella, que nunca aprendió ni
a leer ni a escribir, regresara en esa sucesión de palabras hermosamente
manuscritas, en las que ahora me parecía leer los pliegues de su rostro, el
signo que con apenas dos finas líneas definía su sonrisa, el trazo alargado de
sus manos, el gesto abierto y redondo con que aguardaba mi abrazo.
Él
me seguía leyendo los otros nombres del acta. Le habría pasado ya muchas veces
porque lo hacía muy bien. Como oficiando una ceremonia.
-Tus bisabuelos –dijo-. Aquí, los
abuelos de tu abuela, mira.
Miré.
-Y en este otro libro, tu abuelo,
¿ves?
Sí, veía. Pero no podía abandonar
esa otra página.
Entonces supe que aquel viaje a
España no había tenido otro motivo, ningún otro, aunque se tratara de una
tardía e inútil forma del regreso. Acariciar
esa hoja, la del nacimiento de mi abuela, en la que las manos de su padre se
estaban encontrando con las mías.