La infame “fiesta brava” parecía interminable, pero un juez federal le ha puesto coto en Ciudad de México al suspender -recientemente- las corridas de toros en la monumental Plaza México, la más grande del mundo (puede albergar hasta 50 mil espectadores). Cinco de los 32 estados de este país ya habían prohibido esta forma de espectáculo, una cruel tradición de siglos a la que sus defensores pretenden patrimonio cultural. Pero como vienen ocupándose de recordar las asociaciones protectoras de animales, no es sino un show morboso que bebe “del dolor excesivo y agónico del toro, que culmina con la muerte por hemorragias severas o paros respiratorios”. Para más inri, con un bicho herbívoro cuya naturaleza es escapar del peligro, no atacar… Así las cosas, la tauromaquia sigue siendo motivo de encendidos debates en las naciones donde aún se practica (aunque en muy distinta escala, cabe aclarar): España, Portugal y Francia por el lado europeo; Colombia, Perú, Ecuador, Venezuela y, por supuesto, México, del latinoamericano.
En Argentina, por cierto, la primera corrida de
la que se tiene constancia sucedió en 1609 en lo que hoy es Plaza de Mayo.
Importada la costumbre de España, llegaron a construirse dos plazas (primero en
Monserrat, luego en Retiro), pero tras la Revolución de Mayo, con el arribo de
los gobiernos patrios, empezó el ocaso de esta forma de entretenimiento, que
casi desapareció durante la segunda mitad del siglo XIX, extinguiéndose
definitivamente en los primeros años del XX. Al respecto, cabe destacar el rol
de Domingo Faustino Sarmiento, figura clave que -según advertía un artículo firmado
por Fernanda Lara, de febrero de 2020- “organizó la primera y multitudinaria
marcha a Plaza de Mayo en favor de los animales, reunió firmas (innovó, en este
sentido) para mostrar la oposición social al intento de restablecer las
corridas de toros y presidió durante 4 años la Sociedad Argentina Protectora de
Animales”.
Hace un tiempo, en 2017, la escritora,
historiadora y crítica de arte mexicana Avelina Lésper escribía en su web un artículo sobre por qué la
tauromaquia no es arte, como sus defensores quieren instalar. Damiselas en Apuros reproduce ese texto,
complementado por un video que Lésper ha subido días atrás a su cuenta de YouTube.
El clip se llama elocuentemente La
Tauromaquia: Brutalidad Sin Arte, y
lo ilustra con creadores como Goya y Picasso.
Minotauro de Picasso
Odio al toro
Por Avelina Lésper
Las tradiciones
sociales en muchas ocasiones son traiciones a la inteligencia. El toro, la
obsesión por usarlo como objetivo de la crueldad de una tradición, es una
conducta que une a España. En casi todas las regiones hay una forma distinta de
torturarlo, y en cada una reclaman su derecho a hacerlo como parte de su
identidad. ¿La crueldad es identitaria? ¿El abuso impulsa la unión comunitaria?
Mientras defienden sus diferencias culturales para rescatar su identidad, como
la lengua y memoria histórica, hasta la independencia que reclaman en varias
regiones, en el momento de asesinar por diversión a un toro todos son iguales,
llevan la misma sangre, hablan la misma lengua y saludan a una bandera: la
crueldad. Los gobiernos esgrimen su obligación en la preservación de las
tradiciones, como si la reiteración de un crimen lo convirtiera en tradicional,
sumándose como parte de la cultura. El valor de la vida de un toro no significa
nada contra la popularidad y los votos, la cordura de acabar con algo que
únicamente impulsa a la violencia como diversión socialmente aceptada se rinde
bajo el peso de la turba. Es una aberración la idea de que el toro existe para
exhibir su sacrificio como una diversión social, ningún animal, ningún ser vivo
existe para este fin, que los seres humanos matemos y torturemos a los animales
por placer es una patología de nuestra especie, no una tradición. Es
vergonzoso saber que como es una “actividad cultural” reciben apoyo económico
del Estado y que hasta la familia Real se fotografié en las corridas,
relacionando su propia decadencia con esa costumbre.
En México crece la desaprobación
de las corridas y las fiestas en las que se asesinan animales y aun así los
aficionados a la crueldad esgrimen su “derecho” a divertirse con sus instintos.
El gobierno que lo prohíbe encuentra a la oposición oportunista en la facción
contraria que lo usa para ganar populismo. La falsa idea de que en eso
hay “arte” es una excusa insostenible, los aficionados que están
lanceando, persiguiendo, torturando a un toro no lo hacen porque sean cultos,
al contrario, es la mayoría lo que subsiste es una gran ignorancia humanista y
una negación de los valores éticos. Los artistas que hicieron obras sobre los
toros, muy pocos crearon algo digno, y Goya hace una crítica, no una apología,
muestra la locura y la muerte. La Tauromaquia de Picasso
más que arte es una manifestación folclórica de una resolución elemental, un
cliché que se convirtió en un canon turístico, cuando dibuja y pinta al toro
sin la fiesta es una obra mucho más compleja y con osadía cubista, o sus Minotauros que
alcanzan la belleza del mito.
El
espectáculo es tan inhumano que el público está esperando la muerte del toro o
la de un hombre, van a eso, en los encierros, en las corridas, todas las
“fiestas” se tratan de ver morir a alguien. La tradición cultural es la
cobardía que tenemos ante nuestras propias patologías, porque creemos que lo
peor representa lo más “autentico” de nosotros. La diferencia es que el humano
que muere en una fiesta folclórica fue al encuentro de la barbarie, la provocó
y la practicó, la consecuencia es parte de su deshumanización, de su nula
conciencia del respeto a la vida. El toro fue llevado a un sacrificio al que es
obligado en completa desventaja.