Por Guadalupe Treibel
Ahora que empieza el fresquete de abril puedo ¡finalmente! entrar en modo navideño, aunque sea a destiempo.
Del mejor tipo, si se me permite la jactancia:
libre de corridas de último minuto a tiendas en pos de regalitos inevitables;
de películas edulcoradas sobre el hombre rojiblanco de la Barba algodonosa; de
arbolitos de bazar chino; de tensos -muy tensos en ocasiones- encuentros
familiares que pueden estallar en inapropiadas catarsis; de billeteras más al
borde del estertor que de costumbre... Pensará usted, presa del calendario o de
las inamovibles liturgias, ¿qué le pasa a esta lunática que viene con cuentos
de jo, jo, jo cuando ya quedó en el recuerdo diciembre, mes consumista para
celebrar al Mesías que nació en un establo calefaccionado por el aliento de los
animales? Un respeto, que hay motivo para este mood anacrónico que ya me
empieza a embriagar, y no porque se me hayan subido a la cabeza las burbujas
del ananá fizz o la sidra. Y todavía menos del champagne francés...
El germen viene de hace unos meses cuando, sin
saberlo, me inicié en una tradición sin mucho asidero en estas tierras
australes. Turisteando por la cité porteña con la térmica por los cielos -en
pleno verano, o sea-, entré en la kermesse de una escuela y, como si Moisés
separara las aguas con una ayudita de Jehová, se abrió ante mí un camino entre
el gentío. Camino que me depositó en un oasis donde encontré el equivalente del
maná bíblico: un puesto de prendas vintage que había montado un señor pura
amabilidad. Tan macanudo el hombre que, con la compra que fuera, regalaba un
mapa de la República Argentina (esos típicos de primaria que se usaban -¿usan?-
para aprender las provincias y -de paso, cañazo- colorearlo).
Cuestión que, revisando las tres perchas con
ropa retro en impecable estado, encontré un buzo. No cualquiera: el buzo. Verde, bastante hortera, con un
clásico Papá Noel; para mejor: ¡salpicado con glitter! Bueno, salía dos mangos,
casi como un café y medio. Y lo más maravilloso de todo es que, a su lado,
había otro buzo afín: rojo (por si alguien tenía alguna duda), con un redondel
de plástico emulando un globo de nieve, con muñequito incluido, impreso
adentro. Mismo precio, mismo destino: mis manos ansiosas, que han estado
esperando hasta que bajara la columna mercurial para estrenarlos. Asumo que hoy
día, que estamos todos tan pero tan deconstruidos, nadie fruncirá el ceño por
verme caminar con un Santa Claus en el pecho en este espléndido abril de sol y
frío, con algún tormentón nocturno sobre el fin de mes. Ampliaremos.
La verdad es que, en su momento, traté de corresponder al calendario. Quise estrenarlos el tercer viernes del mes de diciembre, cuando se festeja el “Ugly Christmas Sweater Day”, tradición anglo con antecedentes en los años 50s: los jingle bell sweaters, más discretos y sin intención irónica, aunque ya presumían de copos y renos. El estilo reverdece en los 80s y tiene su máximo esplendor estas últimas 2, 3 décadas en países como Estados Unidos, Canadá, Inglaterra. En esta última comarca, parece que incluso hay movidas para detener el alza de los jerséis feos; no por escrúpulos fashionistas sino por razones ecológicas -sus adornos disparatados requieren de demasiado plástico-.
No tengo que aclarar que el intento de usarlos
el pasado 17 de diciembre, fecha antes mencionada, casi termina en lágrimas
deshidratantes, dados los 40 grados de temperatura. Volví a hacer la prueba el
24, pero entre el barbijo y el aire acondicionado roto de la casa familiar,
casi me asfixio antes de que llegaran los tomates rellenos (¡con sardinas
españolas, sí!). Entonces, abril y esta oportunidad perfecta de seguir al pie
de la letra la recomendación que leí en el New York Times a cuento del
fenómeno: no compre un buzo feo navideño cada año (como hace una de cada tres
personas con menos de 35 años), no se lo ponga solo durante la temporada (como
hacen dos de cada cinco); ¡disfrútelo todo el año! El chascarrillo y la
diversión, al fin de cuentas, se potencian si no hay en las inmediaciones ni
pasas de uva ni nueces apolilladas -porque están a precio de oro y pocos las
compran- ni brindis pletóricos de lugares comunes.