Primero de enero

 Por Diana Fernández Irusta


-¿Me das 10 pesos para comer?

La pregunta me tomó por sorpresa. Y yo que creía que el problema era el gato.

 

Gato, Foujita, 1929

Con Catery nos unen unos quince años de amistad, cierto gusto por el cine y la complicidad de sabernos parte de una misma generación. Ninguna necesita contarle a la otra lo que fueron los 80, su Primaverita y el Cine Hebraica, algún corte de pelo new wave y los ángeles de Wenders, Bowie y los Redondos, el Parakultural, los talleres del Rojas, los puestos de revistas donde un día te llevabas un fanzine, otro la prensa de la Fede. Nos tocó eso, aunque los detalles son lo de menos: cualquier década es gloriosa si quienes la viven se sienten eternos.

Pero ahora estamos en 2022, es primero de enero, les toca a otros dotar de sentido a un siglo que ya no es tan nuevo. Nosotras solo queremos encontrarnos. Empezar el año con pie derecho.

-¿Vamos al cine?

- Vamos.

Sabemos que terminaremos en el Lorca, en Avenida Corrientes. La sala no es lo que era, pero siempre la elegimos. Ni fidelidad ni nostalgia; simplemente, el dado siempre cae de ese lado. O al menos eso preferimos creer.

En la sala hay unas diez personas. Allá fuera, la primera tarde del año alarga su paso pachorriento. Acá adentro, nos miramos un poco entre todos. La pandemia nos tiene disciplinados; cada quien guarda la debida distancia y ajusta como debe el tapabocas. 

Pasan los minutos.

Siguen pasando. 

De la película, ni noticias.

-Mal comienzo de año…

El pibe está embarbijado, pero se le nota el esfuerzo por sonreír y suavizar el mal trago. Minutos antes, había cortado las entradas y nos había tomado la temperatura. Ahora avisa que no habrá función. Un desperfecto en el proyector. 

-Pasen por la boletería, se les reembolsará el dinero, termina de explicar y se esfuma, raudo, de la sala.

Breve parálisis. Somos peces abotagados dentro de una pecera compacta, alfombrada y en semipenumbra. Las palabras del acomodador son una melaza que muy de a poco cae sobre nosotros. Un señor reacciona. Se levanta en silencio, inicia la marcha, lo seguimos. Qué le hace una frustración más al tigre.

En la calle, Catery me mira.

-¿Caminamos un poco por Corrientes?

-Dale.

Antes de cruzar la esquina, esquivamos a una loca. Mugre atrasada, bolsas de plástico, un gorro de lana que le oprime las sienes, el rostro contraído. Agita los brazos e increpa a algo que está por ahí, cerca de ella, a pasos de donde estamos nosotras, o quizás por detrás de la familia que, con paso cansino, también la elude. 

-¿Y si probamos con una función en otro cine?

Pero no hay cines cerca. Alguna vez los hubo, ya no. Solo quedan filamentos hechos de tiempo, años y recuerdos; hilitos que brotan por debajo del cemento, nos enmarañan, no nos dejan partir.

Caminamos hasta llegar a la Nueve de Julio, pegamos la vuelta.

No nos pertenecen -tampoco nos miran- las hamburgueserías recién estrenadas, los locales que les venden chucherías a los turistas, la estridencia de las nuevas carteleras de neón. Nuestra avenida, la del pasado, se astilló. Apenas nos quedan islotes: el Teatro San Martín, ciertas librerías, alguna disquería, el perfume de la casa de chocolate artesanal, la magia especiada de El gato negro.

Hace calor, la tarde es húmeda, y ya me estoy arrepintiendo de esta caminata en la que no puedo evitar hacer el conteo de tanto local cerrado, vendido, vencido. Quiero ignorarlos, a esos frentes desvencijados y a los cuerpos que, apenas tapados por una manta, duermen arrebujados contra ellos. Pero no puedo.

Un grupito de adolescentes venezolanos pasa a nuestro lado y es como un aleteo de voces cantarinas. Me pregunto cómo será mirar esta avenida con ojos nuevos. 

-¿Tomamos un helado en Cadore?

Gran idea. Allá vamos, en busca de otro retazo de pasado. Y de un helado que contrarreste este solazo que nos está liquidando.  

Nos sentamos en unos bancos sobre la vereda. Hablamos de nimiedades. Todo sea por estar un rato más allí, aunque a esta altura no esté claro el porqué.

A Catery le faltan cigarrillos. Le digo que vaya a comprar nomás, y agradezco la oportunidad del silencio.

“Cutre”. Me sobreviene la palabrita, aprendida en estas mismas calles, entre las páginas de algún cómic español. “Cutre” era la Barcelona de esas historietas plagadas de punks, jonquis y macarras.

“Cutre”, supongo, también era la Barcelona de Marsé, la de sus novelas de posguerra. Allí y en muchas otras ciudades sucias y derruidas tras la Guerra Civil, las mujeres se prostituían por un pedazo de pan. En una de esas ciudades, sola, vencida y con el hijo enfermo, mi abuela taconeó lo que fue necesario taconear hasta llegar a una esquina concurrida, extendió el brazo, abrió la mano, mantuvo la frente lo más alta que pudo. Pidió limosna. 

-¡Ahora sí!

Catery se deja caer sobre el banco, a mi lado. Aspira hondo, larga el humo, entrecierra los ojos. Demasiada abstinencia de nicotina desde la frustrada sesión de cine. 

Retomamos la caminata, cruzamos Callao. 

-¿Unas cuadras más y taxi, no?, le digo, señalando con la cabeza lo poco de gente que nos empieza a rodear y la escasez de luces que asoma en las cuadras venideras. 

En lugar de responderme, lanza una exclamación y señala algo sobre la calle, cerca de Riobamba. 

Es un gato. Blanco y rojizo, de pelo demasiado reluciente como para ser callejero. Y demasiado petrificado sobre un rincón de la avenida como para tener chances de sobrevivir hasta el día siguiente. 

Catery se angustia, no puede seguir, no soporta ver a ese animal tan a expensas de la noche. 

Lo llamamos, intentamos hacerlo venir hacia la vereda. Imposible. Catery alza la mirada, señala unos balcones sobre nuestras cabezas. 

-Quizás se cayó de ahí.

El edificio hace esquina. Habrá sido una gloria hace cien o setenta años, pero ahora es una triste fachada descascarada. Mientras mi amiga se queda vigilando al gato, busco la puerta, decidida a tocar algún timbre y pedir ayuda. 

Justo en ese momento, del edificio salen dos hombres. Uno tendrá unos cincuenta años, el otro unos veinte. ¿Padre e hijo? ¿Tío y sobrino? Los dos son muy flacos y el mayor lleva un portafolio que también carga sobre sí el deterioro de unos cuantos años. 

Me siento un poco absurda, pero igual les explico la situación y les pido que me acompañen unos metros, justo debajo de los balcones que dan a Corrientes, a ver si reconocen al animal. 

Ante mi sorpresa, me escuchan, se preocupan, me acompañan. Llegamos, el chico dice que lo reconoce. 

-Es de la carnicería, dice, y señala un local con las persianas cerradas. Con gestos expertos -nos cuenta que ellos también tienen mascota- el hombre mayor agarra al gato, elude algún intento de rasguño, hace caso omiso a los bufidos y lo saca de la avenida. 

Confirmando la teoría del más joven, el gato se acerca a la carnicería cerrada, olisquea, se acomoda, vuelve a plegarse sobre sí mismo cual Buda gatuno. No queda mucho por hacer. 

-Bueno… ¡gracias por ayudarnos!, les digo. 

El pibe saluda. El hombre me mira fijo y sin el más mínimo rodeo, lanza: 

-¿Me das 10 pesos para comer?

Los pantalones raídos. La extremada delgadez. El maletín ajado. Mi abuela, que traga saliva como quien digiere cicuta, extiende el brazo, abre la mano, pide con tono firme: “una moneda, por favor”. 

Busco en la cartera, saco la billetera, me pregunto de qué le podrán servir a este hombre diez míseros pesos. 

Catery se inquieta. “Vámonos”, susurra.

Apenas le doy el dinero, el hombre da media vuelta y se aleja. 

“No tenés que sacar la billetera en estas calles y a esta hora”, me dice Catery. Y tiene razón. 

Paramos un taxi y huimos como quien quiere escapar de un derrumbe. Durante todo el viaje, no pronunciamos una palabra.