Por Moira Soto
En el teatro, la comida no suele ocupar un lugar preponderante en cuanto a sus ingredientes, la realización de recetas. Pese a que el acto de cocinar —con sus pruebas, ensayos, un texto (las instrucciones) que hace las veces de didascalia— guarda cierto parentesco con la puesta en escena teatral. Y de hecho hay todo un lenguaje del mundo del teatro (bocadillo, morcilleo, entremés, cazuela, etcétera) que remite a la comida. Pero, en general, en el escenario es más fácil ver comer que cocinar...
Hay una admirable obra de Lucía Laragione, estrenada
en 1997, Cocinando con Elisa, que sí se mete de lleno en la cocina,
entre hierbas aromáticas y piezas de caza que cuelgan del techo, entre ollas y
fuegos encendidos, entre licores y alguna rata invasora, para contar una
historia terrible que en alguna zona se toca con el Jean Genet de Las
criadas (la cocinera que ama y odia a su Madame, y que reproduce la
actitud sometedora de la patrona), en una época imprecisa de la primera mitad
del siglo pasado. Elisa, una chica analfabeta hace su aprendizaje en la cocina
de la estancia de un matrimonio francés, teniendo de maestra a una altanera y
cruel cocinera, Nicole, que alardea sobre sus conocimientos de la cuisine
à la ancienne. La ingenua chica, que ha llegado al lugar en
busca del padre del hijo que está esperando, no sabrá descifrar a tiempo las
señales de mal agüero, los avisos premonitorios que su inocencia le impide
leer.
Cocinando con Elisa, 25 años después de su estreno, se sostiene como la
gran obra que es: una pieza original, muy bien escrita, abierta a distintas
interpretaciones que van de la relectura actualizada de clásicos cuentos de
hadas —Cenicienta, Hansel y Gretel, Blancanieves, Caperucita—
a la metáfora política referida al asesinato de personas y la apropiación de
niños durante la dictadura. Al igual que en otra valiosa creación posterior, Criaturas
de aire (que lamentablemente no ha vuelto a ponerse en escena después de
aquella memorable puesta de Luciano Cáceres, en 2004), Laragione toca
temas que parecen atañerle de cerca: la filiación, el racismo, el nomadismo, la
relación entre oprimidos y opresores.
Uno de los aspectos más fascinantes de Cocinando... es
la forma en que el relato inquietantemente circular avanza, adquiere nuevas
capas, se va consolidando a través de diversas escenas que se concentran en la
misma situación: Nicole enseñándole a Elisa a hacer platos tradicionales de
regiones de Francia, pronunciando ostentosamente sus títulos en francés,
detallando los procedimientos. El primero de ellos, les cotêlettes de
grives à la bros (“Tome un tordo, clave un cuchillo en el esternón,
haga un corte hasta la rabadilla. Bien, ahora hay que arrancarle las entrañas
con sumo cuidado...”), luego serán los caracoles a los que hay que desprender
de sus cáscaras y macerar; el conejo con ciruelas pasas cuya salsa se espesa
con su propia sangre; las écrevisses
cardinalisés... hasta llegar a la limpieza de la cabeza del jabalí. Cada
receta resulta de por sí un relato cerrado sobre las transformaciones de los
alimentos crudos, relato a la vez estructurado como una serie de órdenes: pique
esto, mezcle lo otro, corte aquí. Salvo los Puentes de amor —hojaldre y
confitura de frambuesa— que Nicole le prepara a Elisa para el viaje a ninguna
parte, se trata siempre de la cocción de animales diversos, desde los caracoles
al ternero nonato. Animales que han sido abatidos en cacería o en la granja
—también cocinados vivos como los cangrejos—, desollados, desangrados,
troceados, prefigurando un sacrificio final, atroz e impune, que recomienza la
historia con un nuevo bautismo de sangre.
Recientemente se ha repuesto esta obra que ganara el
Premio Teresa León otorgado por la Asociación de Directores de Escena de
España, en 1994. Revisitada en muchas oportunidades desde entonces, alcanzó el
rango de icónica la versión que en 1997 protagonizaran Ana Yovino y Norma Pons,
en el Teatro del Pueblo.
La presentación actual tiene lugar en Beckett Teatro,
Guardia Vieja 3556, los sábados a las 18,30. Está dirigida por Mariana Gioivine
(asimismo, actriz y docente, ganadora de dos Estrellas de Mar) quien optó por
acentos cercanos al grotesco que tornan el espectáculo menos dramático de lo
que sugiere el texto, consiguiendo de este modo efectos de una cierta comicidad
que divierte al público. Las actuaciones de Luciana Procaccini y Gabriela
Villalonga cobran entonces un relieve quizás excesivo, que se enfatiza en los
altos decibeles de sus voces que resuenan en el espacio acotado de la sala. Sin
embargo, lo que se pierde en sutileza y emociones profundas, se compensa con la
franca entrega de las actrices que lucen sus recursos respaldadas, claro está,
por la excelente dramaturgia y por un vestuario y una escenografía de muy
acertado diseño de Alejandro Mateo (con esa mesa que se convertirá en altar sacrificial...),
las expresivas luces de de Fernando Chacome, la música y los sonidos de
Martín Pavlovsky.