Por Cecilia Sorrentino
Religión, imagen de Manuel Chaves |
Regreso tarde al hotel por el laberinto de calles de Sevilla. Es marzo de 2004. Dejo atrás el Callejón del Agua, y también Aire, Vida, Pimienta.
Entonces, aparecen.
¿Ángeles por la calle?
Quince o veinte. Vestidos de blanco y ordenados en hileras. Ángeles
varones. Llevan zapatillas de lona azul, impecables. Van enjaulados bajo la
mole de un cajón hecho con tablones de madera y enormes clavos. Les cubre la
cabeza, inclinada y sumisa, un lienzo también blanco que cae sobre sus hombros.
Los ojos fijos en los pies, el mentón rozando el pecho y el peso del cajón
sobre la nuca. Como si intentaran aprender a caminar juntos. Como si
necesitaran el cajón para no salir volando.
Los que están en los bordes sostienen con sus brazos las tablas de ambos
lados. Y el cajón, que ocupa casi el ancho de la calle y lleva encima una
enorme piedra, anda.
La disciplina que guardan llama a silencio. Es imposible no seguirlos.
Alguien los nombra: costaleros. Y me explican que el cajón se llama paso. Que aprenden el honor de cargarlo
y entrenan cada noche luego del trabajo. Para cuando llegue la hora, en Semana
Santa, de llevar a
Cuarenta pies. Un mismo ritmo susurra por la calle. De su armonía
depende que aquella mole avance. Como si ellos no estuvieran allí soportándola.
Solo el murmullo de las suelas.
De tanto en tanto descansan. Sincronizan tres movimientos. Se detienen,
descienden en cuclillas y por fin, apoyan el cajón sobre el asfalto cubriéndose
con él. Se toman solo unos minutos. Un golpe de metal sobre el cajón es la
llamada para que, con precisión de danza como si fuera pluma, el paso vuelva a su sitio: ni la tierra, ni
el cielo. El salto es tan sutil. Parece imposible y sin embargo, ni siquiera un
temblor.
Hay un balcón desde el que alguien mira. Veinte túnicas blancas cayendo
sobre veinte pares de hombros. La calle que ondula. El borde del cajón que casi
roza la pared en una esquina. Un bar de tapas abierto. La luna llena en el
cielo angosto del barrio antiguo. Y el silencio que nombran esos pies.
Un costalero pide relevo. Sale de abajo del cajón, apoya la espalda en
el muro y enciende un cigarrillo. Conversamos. Dice que no pierde la esperanza.
Que este año sí, este año la Virgen podrá andar por las calles. Que no habrá de
malograrse como el año pasado. Lo dice como si el mundo entero debiera saber de
la desgracia que ocurrió en Sevilla el año pasado. Lo repite como un conjuro.
-¿El año pasado?
-La lluvia, ¿no lo supo?
-No…
-Toda la semana.
-No, no supe… -intento una disculpa pero él me mira, serio, a los ojos.
-Viera usté la pena -dice, y niega con la cabeza.
Siento que si no vi aquello nunca vi la pena.
-¡Tanto, pa’ ná!
Y tira el cigarrillo.
dirigido por Hilario Abad y estrenado en España en febrero 2022