Por Yanina Gruden
Yanina Gruden. Crédito Lucía Morón |
Esta penúltima semana de febrero 2022 estoy a punto de reestrenar. Desde que me levanto hasta que me acuesto, con algunos interludios, voy repitiendo obsesivamente en mi cabeza el texto. Hago ejercicios con el cuerpo para estar más disponible porque las vacaciones me dejaron como una vaca empotrada, pero en el sillón de mi casa.
Estoy en esa semana
clave antes de reponer una obra, me digo una y otra vez. Quienes me están
leyendo podrían preguntarse: ¿Clave por qué? ¿Qué sería en este caso una semana
clave? Si empezamos por el principio, ¿qué quiere decir exactamente clave? En
el gran diccionario de María Moliner aparecen 11 acepciones. Veamos las que
podrían aplicar parcialmente en este caso particular: “Conjunto de signos cuyo
significado solo conocen ciertas personas, que se emplea para escribir cosas
secretas”; “Cifrar, descifrar”; “Algo que contiene la explicación de una cosa
que, sin ello, resulta inexplicable”; y he aquí la acepción que me resulta más
cercana: “Fundamental, esencial para algo”. Sin embargo, ninguno de estas
definiciones me convence del todo para explicar esta
semana que tengo entre manos.
Entonces busco la
etimología: Clave, del latín clavis, tiene el mismo origen que
la palabra llave. O sea, algo tan sencillo como llave, utensilio que
sirve para abrir y cerrar una puerta. En esta oportunidad, ¿yo la estaría
abriendo? Abriendo una puerta que en mis vacaciones se mantuvo cerrada bajo
siete llaves (aunque no tanto como los siete sellos del Apocalipsis...). ¿Así,
pues, en esta ocasión sería volver a la escena, a las metafóricas tablas?
¿Abrir una puerta? No sé si tengo la respuesta.
Esta vez la obra en la
que estoy a punto de volver a actuar es: New York Mundo Animal, que escribió y dirige Gilda Bona. Un
material que no me resulta fácil, ya que estoy sola en escena; pero que me
atrapa por completo. Allí soy “la muchacha”. Una chica joven de pueblo, que
inducida por una criatura que tiene dentro del pecho, decide irse de su casa
con un hombre quince años mayor. En su casa familiar, ella y su criatura
interior se enfrentan a toda su familia que se opone a que se vaya, que le
coartan la partida que le resulta imperativa. El deseo: irse lejos de casa en
busca de la libertad tan anhelada.
Crédito Lucía Morón |
En un avatar de emociones, discusiones, golpes, giros en el suelo, reflexiones y chorreo de sangre, ella lucha hasta cumplir con ese deseo. Pues nada es demasiado imposible para “La negra” -tal su apodo-, cuando su animal bestial empieza a latir fuerte dentro de su pecho. La muchacha lo reconoce: la criatura es la que comanda su partida. Y ella parte solo con una valija.
Un año más tarde, ella
se encuentra en otro escenario: las frías calles de Nueva York. Allí,
convertida nada menos que en taxista, intenta sobrevivir a la crueldad del
clima, de sus colegas hombres y de una absoluta soledad. Su indómita criatura
ahora parece tristemente relegada, acallada. En consecuencia, entre kilos de
más, donuts, desencanto y demás sinsabores de esa vida neoyorkina, la muchacha
intentará reencontrarse con aquel ente que ahora parece adormecido en su
interior. Ese que está detrás de su animal herido, que se manifiesta ante todos
con una fuerza de tornado y devela a la verdadera muchacha. A la otra, dice
ella, que es salvaje peligrosa, pero ante todo leal a su instinto. Por lo
tanto, el escenario, por momentos, se convierte en un ring en el que lucho a
pura tracción, en una avenida helada, en un taxi ochentoso y, por qué no, en
una jaula.
Volvemos a ensayar,
para repasar movimientos, estar en el espacio. Y sí, claro, para que se me meta
como abeja en un panal el bendito texto. Mientras me muevo, enciendo el motor,
pongo a funcionar la máquina, me agarra una sensación parecida a la del
enamoramiento. Una sensación de hacer volver el espíritu al cuerpo. Este cuerpo
que antes estaba entumecido por el calor del verano, ahora se siente más
vivo, vivaz que nunca. Hay algo más que lo acompaña, que lo vigoriza. Como
si se acabara de
encender un fósforo en plena calle oscura. Entonces es ahí cuando me percato de
que en dos días, como se dice en la jerga teatrera, voy a parir de nuevo. O
acaso su mejor sinónimo para la ocasión: dar a luz. Volver a la muchacha y con
ella a la fiera que habita en mí. Una niña mujer que se despoja de mandatos
sociales y familiares para encontrarse a sí misma. Vivir su propia historia e
iniciar el viaje.
Crédito Lucía Morón |
Un viaje que probablemente no sea hacia un país extranjero, quizás porque aquello que busca está más cerca. Ahí yo, con ella, también dejo de ser hija, niña, me convierto en mujer, muchacha taxista librada a mis propias elecciones. En medio de la obra, quiero saber: ¿y cuál sería mi verdad? Una pregunta que me resuena de verdad. Esta ficción, como tantas otras, se transforma en parte de mi vida.
El día tan esperado llega. Estoy a punto de reestrenar, pero en una hora. Ya no es esa semana clave. Es hoy. Llego al teatro, voy al camarín, me cambio, me maquillo. Voy con las ropas de mi muchacha al escenario. Suena jazz de fondo y me siento en mi banquito, mientras se da sala. Estoy ahí, concentrada como las boxeadoras antes del round, me preparo para salir de lleno al juego. Abrir la puerta de nuevo. Pienso en la frase de Roberto Bolaño, que leí por primera vez en el 2018 cuando me llegó este material: “Hay momentos para recitar poesía y hay momentos para boxear”. Una frase me conecta automáticamente con la muchacha, que se debate entre los golpes y sus sentimientos. Entra el público. La luz de la sala se apaga y se prende la luz de escena. Voy hacia el proscenio y como en una suerte de epifanía se abre esa puerta. O tal vez, una jaula. Pero yo no me siento una extranjera como el texto lo indica, ni siquiera actuando el frío de las calles de neoyorquinas. Estoy volviendo a casa, deseante de que se produzca la alquimia. Me tiro contra las paredes, el suelo y, a viva voz, hago revivir, una y otra vez, a la criatura agazapada en el pecho. La muchacha me da ese halo de libertad que necesito y me encuentro con los ojos de los espectadores parpadeantes. Termina la función y antes de que se apague la luz, ahí me encuentro de nuevo, como una vela en su punto culminante. En el último momento en el que parece apagarse pero que más fuerza hace para mantenerse con la llama encendida, brillante.