Por Florencia Bendersky
Hace muchos años, sobre el final de los 90, después de ver -en una sala muy importante- una obra de teatro muy mal dirigida, mi adorada amiga Susi y yo debatimos sobre por qué ciertas personas llegaban a lugares tan inalcanzables, simplemente por encontrarse dentro del círculo cool que digitaba, en esos momentos, la cartelera porteña . Después de mucho filosofar ambas, dictaminé: “Nosotras no somos parte de esa élite porque no tenemos a un amigo con contactos”. A lo que Susi, con buen criterio me espetó: “Nosotras ni siquiera tenemos un amigo con auto”.
La vida pasa, mi queridísima amiga Susi ya no está y yo
sigo tan ajena a lo cool. Lo veo pasar cerca, a veces roza mi hombro, pero por
una de esas fuerzas invisibles de la física, me escupe fuera de su órbita de
manera implacable. Y yo lo miro de reojo, casi sobradora...
Mi historia con lo cool tiene varios episodios.
Una vez un cool me cerró la puerta en la cara, como si
fuera un chiste, su chiste particular y cruel.
Otra vez, una cool pasó a mi lado y cuando la saludé, no
me respondió; volví a saludarla y volvió a no responder. Entonces la
detuve y le dije: “Te estoy saludando”, y me contestó con indiferencia glacial:
“Ah, no me di cuenta”.
Una segunda cool trabajó conmigo, pero como las cosas no
salían del modo cool que ella aprobaba y esperaba, me dejó en medio de un
mar de problemas.
Okey, dirán ustedes. Te entendemos, estás resentida con
los cool porque, de otro modo, no podemos creer que estés en contra de
elles que son les ames y señores del universo, les reyes profétiques del
arte, les muses doctrinaries de los sueños, la encarnación del deseo original.
Puede que sí, pero honestamente creo que no.
Lo cool siempre me fue ajeno, desde chica.
Sin siquiera saberlo, sin conocer todavía su significado,
lo cool pasaba de largo. No necesité que nadie me avisara: sabía
instintivamente que no podía ser cool. Yo era otra cosa, era la distinta, la
histriónica, la que hablaba mucho, la que elegían las maestras para los actos,
la que todos conocían, la simpaticona, la que enamoraba, la que se enamoraba,
la desprejuiciada, incluso, la sin filtro, la rara, la loca... Todo eso, y más
aún, menos la cool.
Cuando tenía cinco años, me preguntaron que quería ser
cuando fuera grande, y yo contesté: famosa. No recuerdo bien cuál era mi imagen
de famosa en esa época, si Susana Giménez o Tita Merello, pero sí tenía claro
que la idea correspondía a ser mirada por otros. En ese entonces, aparte de
cantar tangos en la peluquería a la que iba mi abuela y de actuar en el
colegio, mi camino a la fama se encontraba (como se encuentra igualmente hoy)
muy lejos.
A medida que pasaban los años, mi concepto de celebridad
fue mutando hacia la idea de ser artista. A los 6 escribí un microcuento de
tres oraciones y a los 12 mi primera obra de teatro en la que actué y que
también dirigí. (Acaso debería decir “y produje”, pero prefiero abstenerme).
Mientras mi camino tiraba hacia el teatro, mi vida
social se iba “ateflonando”. Yo resbalaba de todos los espacios que
parecían conducir hacia lo que ya, en esa época postrera del siglo pasado,
comenzaba a llamar cool.
Tenía alguna que otra amiga que se acercaba a los
preceptos que lo cool exigía, tanto en la moda como en el trato social, pero lo
cierto es que yo no terminaba de encajar.
Para ser realmente cool no era lo suficientemente linda
ni lo suficientemente fea; tampoco lo suficientemente flaca, lo suficientemente
católica, lo suficientemente judía, lo suficientemente extraña, lo
suficientemente piola. Es decir, no fichaba.
Los años pasaron, comencé mi trabajo como artista y ahí descubrí que tampoco era cool. Como actriz no era lo suficientemente magnética, como autora no era lo suficientemente posmoderna, como directora no trabajaba con intérpretes lo suficientemente cool. Y ojo, que no se confunda cool con éxito, porque de eso algo he tenido, ya que por suerte, hay mucha más gente que no es cool de la que lo es, y entonces a veces llenan las plateas de las obras que presento.
Pero ¿por qué nunca vas a ser cool, querida Florencia?,
preguntarían los bien intencionados, como la China Zorrilla en el “pourquoi,
pourquoi” de Esperando la carroza (dicho
sea de paso, una película icónica pero no considerada cool).
Cool se puede nacer (no es mi caso) o se puede hacer
(tampoco es mi caso). Para lo segundo, se requiere primero buscar la permanente
originalidad (en ocasiones, robada a otros cool), vivir en la disrupción que el
poder permite (no hay posibilidad de ser cool si el poder no te acompaña),
dejar algún legado cultural, ser un ícono de la respectiva generación. Sin
comentarios.
En el año 2014, en la National Portrait Gallery de
Washington, se realizó una exposición que pretendía establecer las
características básicas que definen a alguien como cool. Esta gente, que
buscaba ser más cool que todos los cool juntos, arribó por ejemplo a la
conclusión de que Lady Gaga no era cool porque primero existió Madona; y no
pusieron a James Dean en la muestra porque -supuestamente- se copiaba de Marlon
Brando. Pongo estos ejemplos, para que usted, querida lectora,
querido lector, no se sienta mal si no entra en esa categoría. Piensen que
podemos ser del grupo de las Gaga o los Dean y esto no estaría nada mal
(bueno, quizá los del grupo de Dean pueden sentirse mal si se pide irse al otro
barrio para obtener el carné del club).
La última característica que describe lo cool, es su
desprecio por todo lo que no lo es. Por ejemplo: si no sos cool, el docente de
teatro cool, no te va a mirar: pasarás por su clase buscando destacar pero
serás ignorada o ignorado sin remedio. Si no sos cool, puede que los
productores no te llamen para trabajar porque no tenés la cantidad suficiente
de seguidores en tus redes sociales. Si no sos cool, los programadores de los
festivales pasarán de tu espectáculo sin importar que los espectadores -y, con
suerte, algún crítico-hablen maravillas del mismo. Si no sos cool, todo un
mercado hecho a la medida de los cool, estará vedado a tu ingreso.
Okey, ya les veo a los que no tienen ni un pelo de cool
leyendo esto y queriendo saltar por la ventana (y no de planta baja). Bueno, vaya un
aventón de Esperanza, aunque como pasó con el amigo Orfeo, el de la lira, sepan
que no vamos a poder acompañarlos al Hades dantesco...
A veces, dentro de los cool hay excepciones. Por caso,
los cool que se atreven a romper la norma. Empero, cuando esto sucede, resultan
desterrados por los demás cool, del paraíso cool. Hasta que los cool más
amorosos logran imponer un nuevo paraíso cool del que destierran a los otros
cool, llevando todo al paroxismo febril de un enfrentamiento cool rebosante de
champán Veuve Clicquot 1841 donde se terminará de decidir, en el living
marketinero de una casa muy cool, quien de todos es más cool.
En definitiva y buscando cerrar este artículo confesional
y para algunos probablemente de una amargada asocial, quiero decir y
hasta proclamar que me gusta no ser cool. Porque entre otras cosas, puedo
seguir siendo simpática, montando las obras que me dé la gana, trabajando con
los actores y las actrices que elijo y amo... Y escribiendo como me sale de las
tripas, sin la menor nostalgia de lo cool, siguiendo el ritmo de mi risa
loca en esta oportunidad que me brinda el destino, que no siempre es fatal en
la comedia humana de la vida.