Por Lorena Ballestrero
(Este evocador texto, suerte de declaración de amor por el teatro a través de vivencias iniciáticas, que fue escrito por la directora firmante en plena cuarentena -julio de 2020-, a comienzos de 2022 cobra otra dimensión)
Escénicamente hablando, me cuesta mucho interesarme en otra cosa que no sea el teatro. Aunque lejos, muy lejos de mí criticar o desmerecer otros quehaceres artísticos.
Celebro las propuestas e invitaciones de mis colegas, pero se me hace cada vez más patente que ahora mismo no pueden concretarse proyectos de teatro presencial. Y no encuentro otras experiencias que me resulten tan vitales.
Pienso en cómo empezó mi historia con el teatro y, aunque no sé si puedo explicarlo ordenadamente, se me aparecen muchísimos recuerdos. Todos con el cuerpo ahí, presente.
Me acuerdo del aula del taller de teatro de mi escuela primaria: yo estaba en segundo grado, esa actividad era optativa y arranqué con el año empezado. Miraba el piso rojo y el telón de color parecido y trataba de encontrar el baúl del que mis compañeros y compañeras habían sacado sus disfraces.
Me acuerdo de un ejercicio en el que el telón estaba abierto, teníamos que ocupar todo el aula y nos habíamos puesto pañuelos en la cabeza. Calculo que sería el año 89.
Me acuerdo, también por ese entonces, de cuando fui a ver a Vivitos y Coleando al complejo La Plaza. Desde ese momento admiré a Hugo Midón, a sus obras. Y acaso fue a partir de esas emociones que empecé a soñar que sería su alumna.
Recuerdo vivamente cuánto disfruté esa obra y también recuerdo los pasillos y las escaleras de la sala, tanto al llegar para ver la función, como a la salida de Vivitos.... Puedo ver a las personas por ahí, escuchar los murmullos.
Me acuerdo de una vez que tuvimos la clase de teatro en el patio techado de la escuela. Estábamos en cuarto o quinto grado y la gran Nora Moseinco era nuestra maestra. Hacíamos una fila y actuábamos como en un «sin fin». Nora tocaba la pandereta y el tiempo parecía infinito. Yo no quería que se acabara nunca ese momento perfecto.
Me acuerdo de la muestra de quinto o sexto grado en la que tuve que aprender una escena de memoria. Actuaba junto a mi amiga Mariela, lo hacíamos como dos intérpretes de telenovela exacerbada. Creo que una de las dos terminaba muerta. Cierro los ojos y me resuena todavía la música que nos acompañaba en escena y las reacciones de quienes nos miraban cuando aparecía el arma mortal.
Lorena Ballestrero, adolescente,
componiendo la Lucy de Drácula
en Río Plateado
Me acuerdo de la muestra de séptimo grado. Habíamos armado un escenario
con cortinado y todo. Algunas escenas sucedían a telón abierto y otras a telón
cerrado, en una especie de proscenio provisorio. Fue una de las primeras veces
que disfruté tanto de aprender un texto dramático entero de memoria, y
luego ensayarlo con mis amigxs. Y de hablar en secreto con mi compañero de
escena y lograr que nuestro público pudiera escuchar.
Me acuerdo muy bien de la primera vez que fui a Río Plateado y me entrevistó Hugo. Yo tenía 14 años. Después fuimos a recorrer la escuela y pasé por todos esos espacios que llevo para siempre conmigo. Me acuerdo del bar de Jorge, donde pasábamos tanto tiempo pensando en las escenas o en las coreografías que íbamos a actuar. En ese mismo lugar hablé con Hugo como su alumna por última vez. Me dijo algo así como que él confiaba en que yo iba a seguir en el teatro. A mis 19 años fue un enorme voto de confianza que atesoro para siempre.
Tengo miles de anécdotas de Río Plateado, llenas de personas (compañerxs, maestrxs, secretarias, gente que visitaban la escuela por primera vez, público de las muestras también). Cuando la sala de las clases de coreografía o movimiento se transformaba en teatro para las muestras, o cuando nos tocaba actuar en el Teatro Del Pueblo. Aquel Teatro Del Pueblo tan importante para la historia teatral de Buenos Aires.
Me acuerdo de aquella fiesta de cumpleaños en la casa de mi amiga Flor H. Cumplía 14, creo. Era tarde y yo me quedaba a dormir. Le dije que sabía que iba a dedicarme al teatro. Me miró y me dijo: “Me doy cuenta”. Nos quedamos dormidas, juntas, en la terraza de su casa.
Me acuerdo de haber ido, durante toda mi adolescencia, a ver obras de teatro. A veces con amigas; muchas veces sola. Algunos espectáculos en los teatros oficiales (Decadencia, de Berkoff, dirigida por Szuchmacher, me impresionó; la vi sola en la Cunill, tenía 15 años: otro recuerdo imborrable).Me acuerdo de que buscaba la programación teatral en revistas o diarios (no había internet, o yo no tenía compu cuando empezó todo) y decidía, por ejemplo, ir al Callejón de los Deseos. Me acuerdo que en la calle, en esa zona del Abasto, había muy poca luz. Así, tuve la suerte inmensa de presenciar grandes obras de grandes artistas que posteriormente formaron parte de la historia del teatro.
En general, mi mamá y mi papá me dejaban ir, pero me llevaban hasta la puerta de la sala. Yo vivía en Saavedra y los pocos colectivos que llegaban al barrio pasaban a no menos de 5 cuadras de mi casa...
Me acuerdo de los ensayos y de las funciones (en esa época guardaba todos los textos que estudiaba, los cuadernos de anotaciones y los programas de mano que luego fui tirando inevitablemente en diferentes mudanzas). Lo más importante para mí (además del disfrute personal asistiendo a una obra valiosa) resultaron las experiencias compartidas, el intercambio de opiniones para profundizar.
Quizá por todo eso extraño tanto el teatro. Quizá por todo eso voy a esperarlo hasta que vuelva.
Lorena Ballestrero es docente de Actuación, Dirección y Formación de Espectadores (para adolescentes y adultos) en distintos espacios públicos y privados, y para la Fundación Teatro San Martín. Ha dirigido, entre otras obras, Baby, de Susan Sontag (2010); Se fue con su padre, de Luis Cano (2012); Las mutaciones, de (2015). Actualmente, está presentando eventualmente -según se anuncia- La leyenda de la guitarra de Razzano, show de humor musical teatral. Se trata de un singular recital de tangos a cargo un dúo llamado La dicha cantora que vive simultáneamente en los años '30 y en pleno siglo XXI.