Por Stella Galazzi
Gitana, Kees van Dongen, 1911
Carlitos, Elías y El Curi eran los tres
gitanitos que cruzaban de su carpa a estudiar en la casa de Carmencita. Tenían
entre seis y once años; Carmencita, doce.
Ella les enseñaba a leer y a escribir. Con ese
fin, les había armado unos cuadernos con hojas rayadas y tapas de cartulina verde
“rescatadas” por un tío que trabajaba en unas oficinas. Ese verbo usaban en
casa de la niña cuando algún pariente traía frutas o choclos juntados al
costado de la ruta, golosinas del galpón de un mayorista, hojalata de una
fábrica. O alambres, cemento y clavos de alguna construcción.
La familia era numerosa y todos aportaban
juguetes, libros y ropa ya usados, amén de lo que cada uno rescataba de sus
trabajos para ayudar a la madre de Carmencita, que había quedado viuda con dos
hijos pequeños.
Carmencita quería compartir su riqueza; en
particular, el saber leer. No podía entender que estos niños viviesen sin el
placer de la lectura. Entonces les propuso enseñarles y todas las tardes
Carlitos, Elías y El Curi, luego de tomar una taza de leche y comer el pan con
manteca y azúcar que les preparaba la madre de Carmen, fueron aprendiendo las
letras que formaban las palabras que luego leerían. También, a sumar y restar.
Los fines de semana no había clases, pero los
niños venían a la casa a bañarse para ir al baile del barrio, porque en su
carpa no tenían agua.
Carlitos, el más pituco, se ponía ropas de su
amigo Pedro, el hermano de Carmencita, y salía sacando pecho, con el pelo
mojado y descalzo. Tenía once y ya se sentía un hombre; se interesaba por las
sumas y las restas, porque sabía que pronto comenzaría a acompañar a los
mayores a comprar y vender autos.
Elías, el intelectual, siempre queriendo
aprender. Siempre con ejemplos propios para ilustrar cada nuevo razonamiento,
aportando anécdotas y sus propias fantasías. Decía ser el mayor, pero Carlitos
lo desmentía. En verdad, ninguno de ellos sabía su edad con certeza.
El Curi era el más chico y el más sucio.
Siempre despeinado, con varios dientes menos porque los estaba cambiando. Se
asemejaba al niño comiendo uvas de Sorolla, con su mirada rebosante de picardía
y -a la vez- de desconsuelo.
El Curi y Elías eran hermanos junto con uno
mayor, Roberto, al que Carmencita amaba en silencio. Hijos los tres de una gitana
soltera o viuda, que vivía ayudada por su hermano casado, padre de Carlitos, y
con varios hijos más.
Carlitos se sentía un poco responsable por esos
primos pobres.
Un día, El Curi no fue a estudiar. Lo esperaron
para comenzar la merienda, pero no llegaba. Hambriento, Elías inventó que de la
otra tribu un tío lo había mandado a buscar y así logró que sirvieran la leche.
Pero Carlitos, sabiendo lo fabulador que era Elías, luego de comer se fue hasta
la carpa. Y regresó asustado porque a El Curi no lo veían desde la noche
anterior.
Elías, al ser descubierto, comenzó a
desesperarse. Lloraba y se mordía los nudillos.
Salieron todos a la calle. Para felicidad de
Carmen se unió al grupo Roberto, el mayor, impecable con una camisa rosa y
pantalones largos. Descalzo como todos, pero con un andar tan elegante que
parecía no pisar el suelo. Se acercó a ella y le pregunto si sabía algo. Por
primera vez, la chica vio de cerca esos ojos negros como uvas y esos dientes
blancos como perlas, y sintió que el corazón le latía como a las protagonistas
de esas fotonovelas que leía fascinada. Carmencita deseó caer desmayada solo
para que los brazos de él la sostuvieran.
Pero bajando la vista le dijo un “no” tan sin
aliento que tuvo que repetirlo varias veces.
Decidieron dividirse para buscar a El Curi. Armaron
dos grupos: Elías, Carlitos y Pedro por un lado, y ella y Roberto por el otro.
La pareja caminó hacia las vías del ferrocarril
porque El Curi siempre le pedía a Roberto que lo llevara a ver pasar el tren.
Los más chicos, suponiendo que quizás El Curi estaría robando frutas en alguna casa
iniciaron su propia búsqueda por los fondos vecinos.
Carmencita y Roberto caminaban en silencio. De
tanto en tanto, alguna frase:
-Siempre miro para tu casa cuando paso.
-Yo espero detrás de la ventana cuando se hace
la noche y no pasaste.
-Me gustan tus ojos.
-Si te interesa puedo enseñarte a leer a vos
también.
-Ya estoy grande, tengo que ocuparme de otras
cosas.
-Es una pena que no sepas leer.
-Algo sé.
Caminando cada tanto se tocaban con el vaivén
las manos. Finalmente él le dijo que le gustaría ser su novio.
Y ella le tomó la mano.
Al llegar a las vías vieron a El Curi tirado en
la zanja. Corrieron hacia el niño que estaba como dormido, con un corte en la
frente y en la boca. Lo levantaron. Roberto lo cargó como a una bolsa sobre el
hombro y volvieron rápidamente porque El Curi se quejaba. Antes de llegar, el
griterío de los gitanos grandes les salió al encuentro. La madre corría hacia
ellos llorando y maldiciendo su suerte, su soledad y su miseria.
Lo entraron en la casa de Carmencita para
lavarle las heridas. El patio era un revuelo de faldas, trenzas y niños.
En un rincón, aprovechando el alboroto, la
parejita se abrazó y un beso suave alivió el susto y la tensión.
El Curi abrió los ojos y se rió al verlos a
todos tan preocupados por él. Contó que se había subido a un carro cargado de
chatarra para pasear un poco y que al llegar a un galpón, otros chicos lo
culparon de robarse algo y lo golpearon. Que él salió corriendo y le tiraron
piedras con una honda. Recuerda que tropezó con algo, y nada más.
Carmencita y Roberto lo rodean secretamente
agradecidos.
El Curi se toca la frente y desliza rayas rojas
por su mejilla, los abraza a los dos, abre la boca casi sin dientes y comienza
a cantar: “Qué ricas son las papas con un poco poco poco de tomate”. Y se ríe
como un gitano legítimo.