China, Chinoise, mon amour

Por Sebastián Spreng

Sebastián Spreng y China Zorilla

China era en, el buen sentido de la palabra, buena. Esencialmente buena. Cuando la hicieron, se volatilizó el molde. 

Charrúa hasta la médula y algo bastante afrancesada. Tanto que de porfiada nunca había visitado Alemania ni había visto una ópera de Wagner, y no por miedo a quedarse dormida. Es que ella era del bando Verdi-Puccini y temía a ese Liebestod de Isolda que enamoraba a su padre.

Aquella voz inconfundible delataba la cadencia del primer idioma que aprendió en París, cuando don Miguel de Unamuno jugaba con la niña del eximio escultor a recortar palomitas de papel, la misma que cuando no la llevaban al circo se retorcía en el suelo pataleando, rasgándose las vestiduras al grito de “Je vais mourir à l’instant!”. Tan francesa que la merecida Legión de Honor acaso llegó para premiar no solo su talento, sino también su lealtad.

“Descubrí” a China Zorrilla en El Tobogán, pieza emblemática de su amigo Jacobo Langsner. Le hacía sombra a Ibáñez Menta y a la mismísima Inda Ledesma. ¿Quién era esa actriz prodigiosa que se robaba el show? La misma que luego en el teatro deslumbró a mi madre y a mi hermana. Muerto de curiosidad fui la noche siguiente, 28 de octubre de 1972, Teatro del Globo. Después de la función, me vio sentado solo en la platea y bajó del escenario a conversar. 

Nos hicimos amigos instantáneamente, pero no nos volvimos a ver hasta cinco meses después en la puerta del teatro Blanca Podestá, donde protagonizaba Una corona para Benito, también de Jacobo. Parecía estar esperándome, aunque no había cita previa: al verme exclamó “¡Pero cuánto tardaste!”. Fue un turning point que marcó mi AC y DC personal. 

Gracias a China, mi vida pasó de blanco y negro a technicolor.

Y se convirtió en mi segunda madre. Muy campante presentaba a la que me parió como “la madre de mi hijo”. Y cuando la verdadera murió, llamó para decirme “No será gran consuelo pero te queda la otra al pie del cañón”. La misma que cuando vio mis pinturas preguntó “¿Qué harías si pintando ganaras plata?”. Y como respondí “Compraría más telas y colores”, empezaron a llegarme telas y colores puntualmente a mi casa hasta que tuve que decirle “¡Basta, por favor!”. La misma que me compró un cuadro y, por supuesto, se olvidó de pagar. La misma a quien nunca le alcanzaba el dinero porque vivía repartiéndolo a diestra y siniestra, capaz de encontrar miles de dólares dentro de un libro y llamarme preguntándose si no sería la devolución de los que le había prestado a un taxista en apuros. Generadora de tragedias y comedias que duraban minutos, estar cerca de la torrencial China era subirse a una montaña rusa.

Yo tenía 16, ella 50 y una distinción clásica, imponente, distinta para la gris Argentina de los setenta. Una cara escultórica, la de todas las estatuas de su padre, y una mirada de águila que podía, si se lo proponía, decirlo todo. Hoy recuerdo nuestras largas charlas en su mínimo apartamento de la calle Uruguay que se me hacía inmenso y donde nunca sabía yo con quién me iba a encontrar: solía recibir a un desfile de celebridades y desconocidos de siempre, todos atendidos democráticamente con el mismo esmero. Podía ser su genial primo el escultor Zalo Fonseca; David Stivel con Bárbara Mujica rogándole que aceptara hacer Quién le teme a Virginia Woolf; Manucho Mujica Láinez divirtiendo a todo el mundo con su sorna impagable; sus sobrinos y ese fútbol vivido como tragedia uruguaya; Tita (Tamames) y Rosita (Zemborain) tramando algún espectáculo... O una monja versus un comunista discutiendo sobre teología y la China (de Mao). China (Zorrilla) con eterno árbitro pacifista, repartiendo gazpacho por doquier para apaciguar los ánimos. Y de postre, crêpes al limón.

Aquel microcosmos mágico estaba flanqueado por dos postulados que la definían: War is not healthy for children and other living things y Velar se debe la vida de tal suerte que viva quede en la muerte. Regaba sus plantas, tejía y cosía. Cada tanto se preguntaba: “¿Por qué no cumplí el sueño de tener una mercería?”; cantaba “a dúo” con Edith Piaf e Ivonne Printemps, aporreaba Bach al piano o me espeluznaba con el grito trágico que en la Royal Academy le había enseñado la legendaria Katina Paxinou, mientras que yo rezaba para que los vecinos no llamaran a bomberos y ambulancias.

Podría escribir un libro de anécdotas insólitas, de encantadores códigos desarrollados durante mis viajes con China. Desde aquel primero a Montevideo y la presentación a sus cuatro hermanas cuasi valquirias en el torreón bergmaniano de Punta Carretas: todas con la misma voz estentórea, capitaneadas por Brunilda (AKA su madre): “No me llame Bimba; soy Yaya, usted es nieto, ¿entendió?”. Igual que la Bimba -perdón, Yaya-, China me ordenó: “Cada vez que pises Estados Unidos, ese lugar donde fui tan feliz, pensá en mí”. Y aún hoy, Nueva York “es” para mí China. Y aún hoy, tomo el mismo café que ella tomaba en su apartamento del Village.

Amaba la comida china, que me hizo conocer y que ella había descubierto gracias a su amado Danny Kaye; y la japonesa, que descubrimos juntos. Podía recitarme el aria de Magda Sorel de ECónsul (What is your name? My name is woman, Age?, Still young, Colour of eyes?, The color of tears…), salpicada con Pirandello o Dante Alighieri y Mon coeur s’ ouvre a ta voix mientras, con su presunta nulidad culinaria, preparaba exquisitos tallarines alla carbonara para acabar feliz lavando platos. Y enseguida volar al teatro con un pañuelo en la cabeza cual refugiada soviética, escabulléndose entre el público que esperaba la función.

Esta combinación única de Noel Coward y García Lorca se divertía tanto en la vida como en escena. Frívola efervescente o de una profundidad conmovedora, China era todo contraste. Con virtudes y defectos que eran casi virtudes, un ser humano inmenso, inabarcable. Confiaba espontáneamente en los demás, era una adicta compulsiva a hacer el bien sin el menor cálculo.

China es Cantando bajo la lluvia, que vi incontables veces junto a su adorada (y adorable) hermana Gumita refugiándonos del verano porteño, las dos cantando y repitiendo los diálogos de memoria. China, Chinoise, tantas matinées en cines y teatros. China buscándome, subiéndome a los taxis, cargándome y plegando mi silla de ruedas. No sé bien cómo lo hacía, habrá recurrido a lo que había aprendido como enfermera samaritana en los hospitales de Montevideo. 

China es esa carta que escribió a Páez Vilaro que la pinta de cuerpo entero. China es la chaperona de la entonces desconocida Helen Mirren paseándola por Buenos Aires. China es jugar a la telepatía en el Edelweiss para que medio restaurant terminara jugando con nosotros, tratando de averiguar «nuestro secreto». China es la primera vez que nos peleamos y una inolvidable lección de grandeza: “Prefiero la coca-cola al champagne pero tenemos que brindar con champagne para festejar como se debe… una primera vez”. O aquella carta que conservo donde me escribió pidiéndome perdón no recuerdo por qué tontera, done solo había escrito cien o doscientas veces «Perdón».

Vi cómo la envidiaban. Sus colegas y sus amigas colegas y las colegas que se decían amigas y, claro, las que no la podían ver. Era comprensible. Pura intuición, este rara avis tenía una facilidad innata – «La Sheñorita Shorillia tiene shus recurshos», mandoneaba Margarita Xirgú – siempre con un as en la manga, como una diva rematando con un Do inesperado o un mago sacando el conejo de la galera. Aquel torbellino de talento pudo llegar más lejos, pero no era ambiciosa en el sentido convencional del trepadurismo.

No comulgaba con actores demasiado intelectuales (“Si soy actriz no tengo que ser puta para saber cómo hacer de puta”) y cuando lo decidía, era la mejor: aquella que en París a la pregunta de John Huston “¿Qué clase de actriz es usted?”, respondió “De las buenas”. Esta mezcla vernácula de Angela Lansbury, Maureen Stapleton, Bette Davis y un dejo de Vivian Vance, sumaba talento, intuición teatral y una cultura que había mamado de un entorno privilegiado. Como aquellas divas d'altri tempi, en más de una ocasión el personaje superaba a la actriz, pero cuando ésta ganaba, como con Margo Channing, “había que ajustarse los cinturones”.

Atraía las anécdotas más increíbles, como el ojo del huracán. Es verdad que fue protagonista de un milagro en España. Es verdad que Serrat le cantó a solas en Nueva York. Es verdad que un espectador se murió de risa viéndola actuar. Es verdad que fue chofer de gente que no conocía en una Navidad porteña porque no tenía adónde ir.

Le pasaba todo, y más todavía. Horrorizado la vi meterse entre dos pandillas miamenses, queriendo hacer las paces. China es desmayarme de risa escuchándola recitar a Lorca como la Xirgú –«No me importa naaaada, naaada de na-da… bendita sea la iuvia porque mojaaaaa la cara de losh muertosh…!»–, mientras manejaba errándole a todas las autopistas floridanas; o ser testigo de cuando le espetó al empleado de la aerolínea que había perdido su valija: “Señorsoy generalmente buena pero tengo un día del año en que soy malísima, y creo que hoy me toca”. El empleado quiso saber: “¿Que había dentro la valija?”. “Solamente un oso de peluche fucsia”. Pausa chinesca: “No estoy loca, soy actriz”. 

China es la misma despistada que se arreglaba el pelo en el monitor durante los Almuerzos de Mirtha Legrand, sin darse cuenta que estaba en el aire; o peor si quiere, que se esguinzaba el pie derecho y distraída se vendaba el izquierdo durante días. Fui testigo.


Le imponían crueles dietas para adelgazar, que ella matizaba con desmesurados puzzles que tardábamos días en completar (sus sobrinos y yo éramos los puzzleros; canasta y  backgamon eran propiedad de otros) en mi apartamentito de esa somnolienta Miami que ya no existe. Allí, mientras tapizaba mi  sofá o sacaba a pasear a mi labrador, “nacieron” – otra vez, gracias Jacobo – la Elvira de Esperando la carroza y la anciana Mercedes de Besos en la frente, enamorada de otro Sebastián. Aquella tórrida noche de ventanas abiertas, China me leía la obra y a sus gritos ¡Te amo Sebastián, sé que soy una vieja loca pero te amo!”, se produjo un veloz cierre de ventanas para que los vecinos no imaginaran lo que no era…. Porque China era un lujo secreto, pocos sabían de mi buena estrella. Una tarde, entró un amigo en mi casa y al verla, atónito me dijo “Esta sí que te la tenías guardada”. Y China tejiendo (pulóveres de lana… ¡en Miami!) a velocidad supersónica y sin levantar la vista, remató: “Y lo que no sabés es que en el placard tiene guardada a Carolina de Mónaco”.

China fue tan querida como incomprendida, malinterpretada, castigada. Me consta. En Argentina y en su entrañable Uruguay. Juntos lloramos su prohibición y aquellas amenazas demenciales. Inolvidable aquella función teatral en Montevideo a la que asistió estando prohibida, inolvidable por aquel murmullo de la audiencia que al verla empezó a corear «China, China». Murmullo que fue transformándose en clamor y luego ovación a la injustamente proscrita. Pero Los dientes del perro era su credo y En paz de Amado Nervo su epitafio elegido. Navegaba por la vida con una confianza en el prójimo y una inocencia a toda prueba; políticamente crédula hasta el engaño, feroz demócrata, eterna optimista, justiciera y leal como el perro del horóscopo chino que era. Y cuando tenía que ladrar, ladraba.

Y cuando la memoria empezó a fallar y mi mágica China a desaparecer, a irse de a poco, yo la testeaba con un versito de Campoamor que recitaba de niña. Turnándonos cada línea comprobaba su lucidez:  «¡Alto al tren! / Parar no puede. / ¿Este tren adonde va? / Caminando por el mundo, en busca del ideal. / ¿Cómo se llama? / Progreso. / ¿Quién va en él? / La humanidad. / ¿Quién lo conduce? / Dios mismo. / ¿Cuándo parará? /Jamás».

Incondicional ciento por ciento, China podía no estar de acuerdo y apoyarme igual, en la onda de su ponderado Voltaire. Tenía la virtud (o defecto virtuoso) de hacer sentir a todos y a cada uno, su mejor amigo. Otros se atribuyeron ser sus “hijos”, pero yo quiero creer creo que fui el único. La última vez que hablamos en su brillantemente disimulada confusión me dijo “No te vayas a olvidar de mi”. ¿Cómo? Hoy, a la hora del adiós, repito nuestra clásica despedida: “Y con esto y un biscuit, hasta mañana a las huit…”.

 

Fragmentos de del tributo a China Zorrilla (14/03/1922-17/9/2014) publicado en Miamiclásica el 18 de septiembre de 2014