Por Cecilia Sorrentino
Habían pasado más de veinte años desde que mis abuelos llegaron de España, cuando él por fin consiguió un trabajo fijo. Lo nombraron cuartelero del Destacamento de Bomberos de Ramos Mejía. Le gustaba contarme historias de ese tiempo. El momento decisivo del relato llegaba en los segundos cruciales entre los que mi abuelo recibía el aviso, colgaba el teléfono y hacía sonar la sirena.
Cuando se incendió el depósito de pinturas de la ferretería del barrio, hacía mucho que se había jubilado. Estaba viejo, pero recuperó el apuro y llegó a la ferretería al mismo tiempo que los bomberos. Corrí detrás de él, por si acaso.
Solo el oficial lo reconoció. Los demás eran jóvenes.
Después de sacarlo varias veces del borde de las llamas e insistir para que permaneciera al otro lado del vallado, el oficial comprendió -o recordó- que era inútil contradecirlo y le encargó que sostuviera un tramo de manguera. Con una mezcla de vergüenza y gratitud vi que le asignaba al más joven, la exclusiva tarea de vigilarlo.
Esa noche, mi abuelo regresó a su casa en autobomba. Feliz.
Tenía ochenta y tres años cuando comenzó con aquella costumbre de avisar. Todavía no, decía, antes de irse a dormir.
Una noche de julio se acostó sin avisar, y murió a la madrugada.
Al día siguiente llegaron al velorio cuatro bomberos con uniformes de gala. Nunca supimos quién les había avisado. Se ubicaron en paralelo, a ambos lados del cajón. Le dedicaron venias, saludos y silencios sincronizados con precisión. Voces de mando que solo ellos entendían.
Era la escena final de una película. Una que al abuelo le hubiera encantado. Que después contaría hasta el cansancio. Cada vez más heroica. Cada vez con más detalles honoríficos. Todos lo sabíamos. Y en ese momento también sabíamos que todos estábamos pensado lo mismo. Por eso llorábamos con los ojos bajos. El cruce de una mirada hubiera bastado para hacer estallar la carcajada.