Por Silvina Quintans
Advertencia: La nota es solo para quienes vieron Madres paralelas, de Pedro Almodóvar
Anoche, mientras la guerra avanzaba por los noticieros con sus bombas en pantalla que parecían fuegos de artificio, me preguntaba cuánto hay de morbo en esto de mirar el sufrimiento ajeno desde la comodidad del sillón. Un paseo inmoral cargado de angustia y de impotencia que desemboca en el consuelo del zapping. Me refugié entonces en Madres Paralelas, la última película de Pedro Almodóvar, que se estrenó hace pocos días en Netflix.
Por obra de la
sugestión, la primera imagen que tuve cuando terminé de verla fue la de las
muñecas rusas. La película juega con el concepto de matrioshkas, esas madres
partidas al medio que guardan adentro a otras mujeres para llegar a una pequeña
esencia, entera y hecha de una sola pieza. Esa pieza es la identidad.
La identidad, aquel derecho que en esta parte del mundo todavía reclamamos, aparece en la frase de Eduardo Galeano que cierra la película: “No hay historia muda. Por mucho que la quemen, por mucho que la rompan, por mucho que la mientan, la historia humana se niega a callarse la boca”.
Dos madres, dos mujeres partidas como matrioshkas. La primera, Penélope Cruz, con su belleza eterna a lo Dorian Gray, llega al embarazo de manera involuntaria y con su vida armada. La segunda, Milena Smit, joven y vieja al mismo tiempo, transita una adolescencia traumática con un embarazo producto de una violación. Estas mujeres en los extremos de la maternidad se complementan: una trata de mantener su autonomía a pesar del desamparo, y la otra lucha por sostener la maternidad en ese imposible equilibrio entre el trabajo, el cuidado y lo doméstico.
En la película hay también madres sin hijas e hijas sin madres. Están las que siguen con culpa su propio camino, y las ausentes que se fueron tras el deseo. Y también, como una sombra, doña Rosita, la que no fue madre, la que quedó soltera. Porque se puede ser mujer y no ser madre, aunque haya que sostener la dignidad entre tanto estigma, como bien escribió Federico García Lorca e interpreta magistralmente en una escena Aitana Sánchez-Gijón: “Mañana se casa una amiga, y pasado otra, y tienen hijos y crecen, y vienen a mostrarme sus notas de exámenes, y hacen casas nuevas, y canciones nuevas... y yo igual, con el mismo temblor, igual yo... cortando el mismo clavel, mirando las mismas nubes (…) quiero huir, quiero no ver, quedarme serena, vacía..., ¿es que acaso no tiene derecho una pobre mujer de respirar con libertad?”.
Los padres son fantasmas: un hombre que huye porque intuye que él no es el padre y un grupo de jóvenes esfumados en una fotografía que forzaron a una niña a ser madre al violarla. Habrá giros melodramáticos que rondan la tragedia griega, y los toques almodovarianos de folletín y melodrama. Habrá también secretos, mentiras e hisopados a granel, pero no por Covid, sino para revelar identidades.
Las historias personales, las búsquedas desesperadas y las maternidades, son apenas la punta de otra historia monstruosa y sumergida que es mucho más grande que todas las individualidades. Estas matrioshkas forman parte de otras más grandes: mujeres, tías, abuelas y bisabuelas a la espera de los huesos enterrados en la guerra. Fosas comunes que esperan el regreso de las identidades. Y allí aparece, como en la última muñeca entera de una pieza, el nombre, el hueso y un pequeño sonajero que el padre no quiso soltar por jugar una noche más con su pequeña hija.
Maternidades, identidad y, en el fondo, las heridas de una guerra que no está tan lejos como parecía, que muestra sus cuerpos, sus huesos y el dolor. La ficción a veces no es consuelo y puede sonar tan real como esa guerra que consumimos a través de la pantalla. Guerras en las que aprieta el frío, mojan las lágrimas y duelen los muertos y otras pérdidas incontables.