Por Guadalupe Treibel
Strange Shadows (Shadow and Substance), 1950 |
En el intrigante universo de Gertrude Abercrombie hay escaleras hacia ninguna parte y torres solitarias; árboles pelados y puertas cerradas que vaya a saber una qué ocultan detrás. Hay mujeres caminantes, mujeres en el diván. Y está ella misma frente a un espejo que le devuelve la imagen de un señorial gato negro, sentado con la natural elegancia de su especie (Self-Reflection, 1953). Los interiores suelen ser sobrios; el afuera, árido y nocturno. Hay búhos, jirafas, y más y más micifuces. También son recurrentes las conchas marinas, los naipes, la luna, los huevos de avestruz, las rocas, las nubes, el relámpago. Sus autorretratos son poco halagadores, no se asemejan del todo a la realidad, y es que -según señaló alguna vez la crítica- Abercrombie no intentó capturar sus rasgos físicos sino representar su estado emocional y mental.
Gertrude Abercrombie
“En todos mis cuadros me pinto a mí misma”, reconoció
en una oportunidad, dando una suerte de pista para quien intentase dilucidar
ese mundo que afloraba desde el subconsciente, pleno de simbología, de enigmas.
Y de demonios, porque son palpables en sus trazos cierta ansiedad y una soledad
abrumadora, una fragilidad que -en el día a día- ella escondía; la procesión
iba por dentro. Los que la conocieron, de hecho, la describen como alguien más
grande que la vida, una muchacha que no se callaba nada, franca y encantadora,
asertiva, de espíritu generoso, auténticamente humanista, inclusiva. También,
todo sea dicho, mordaz y de mecha corta. Capaz de montar unas farras de
película donde, cómo no, era el alma de la fiesta.
Self-Portrait of my Sister, 1941
Surrealista de cosecha propia, Gertrude se identificaba con este movimiento porque -según explicaba- era una persona realista a la que no le gustaba lo que veía: “Por eso sueño que el mundo ha cambiado, le doy la forma que yo quiero. Solo añado misterio y fantasía, dejando las tonterías afuera”. Habiendo conocido el trabajo de Magritte mucho después de iniciarse en el pincel, empezó entonces a llamarlo su “padre espiritual”. Su obra solía ser emparentada por la crítica con la de Giorgio de Chirico, aunque acaso una pariente más cercana sería la de Remedios Varo, de obsesiones y atmósferas próximas. Ella aclaraba, por cierto, que no le importaba “ni lo complicado ni lo cotidiano sino las cosas simples que son un poquito raras”; tan peculiares como Self-Portrait of My Sister, del ’41, llamativo desde el título en miras de que Abercrombie… era hija única.
Nació en Texas, en 1909, hija de Tom y Lula Abercrombie, cantantes de una compañía de ópera itinerante, que eran devotos de la Ciencia Cristiana, un sistema de creencias fundado por Mary Baker Eddy en el siglo XIX que de científico no tenía nada (su principio básico es que el cuerpo puede sanarse con la oración). Mamá soprano, que devino fanática religiosa tras un susto con su tiroides, era de temple riguroso, tan severa que rara vez le dispensaba un gestito de ternura a su niña, que ya adolescente empezó a tener problemas de autoestima. Por las giras de los padres, Gertrude fue criada entre mudanzas, picando en varios lugares de chicuela; Berlín, entre ellos, donde aprendió a hablar alemán con fluidez. El estallido de la Primer Guerra Mundial, empero, obligó a la familia a regresar a los Estados Unidos y eventualmente, en 1916, terminaron por asentarse en Hyde Park, barrio Chicago donde la muchacha echaría raíces y se quedaría por el resto de sus días.
Doors, 4 and Cats, 1956
A GS se le daban tan bien las palabras (desde
chica era aficionada a juegos como anagramas, crucigramas, etcétera), que
egresó de la Universidad de Illinois con un título en Lenguas Romances. También
tenía aptitudes musicales, tanto para el canto como al piano, aunque prefería
el jazz a la música clásica. Obvio es decir que, entre las varias cuerdas que
tocaba, estaba la pintura, y tras tomar algunos cursos -de dibujo figurativo,
de arte comercial-, consiguió su primer laburo ilustrando catálogos para
grandes almacenes y tiendas de ropa. Luego se volcó de lleno a la pintura.
A mediados de la década del 30, con el país aún sumido en la Gran Depresión, fue aceptada en el Federal Art Project, programa gubernamental, del New Deal, que empleó a artistas y artesanos en la creación de murales, cuadros, esculturas, cartelería, fotografía, diseño escénico, manualidades. Fichaje que, por primera vez, la hizo sentir una verdadera artista. “Todos los meses cobrábamos 94 dólares, lo cual era maravilloso. Trabajábamos de sol a sol, muy duro, pero realmente supuso un alivio, nos salvó la vida. Y sirvió de gran impulso a mi carrera como pintora. Dios bendiga a Franklin D. Roosevelt”, recordaría con gratitud décadas más tarde.
En los años 40
Le gustaba llevar un sombrerito de terciopelo
tan puntiagudo que los chicuelos del barrio la señalaban en las calles. “¡Ahí
va la bruja!”, le canturreaban a esta mujer que, lejos de lanzar sapos y
culebras, tomaba el epíteto como un halago. “Es verdad, lo soy”, corroboraba y
seguía caminando con esa cadencia que inspiraba músicas. Por caso, Gertrude's Bounce, del pianista,
compositor y arreglador Richie Powell, dedicada a la hechicera. Damisela que
siempre manejaba un Rolls Royce un cachito venido a menos, donde transportaba
los cuadros que exponía en ferias locales (de las que participaba con
entusiasmo porque allí veía a pasar a gente de todos los géneros, edades,
condiciones sociales, etnias).
Cuentan que Abercrombie solía ofrecer mejores banquetes a sus muchos gatitos que a sus invitados humanos, que tampoco eran desatendidos. Tanto quería a los mininos que los acogía de a varios en su casa victoriana de Dorchester Avenue, donde residió con su primer marido -abogado y padre de su hija Dinah, del que se divorciaría en el ’48-, con su segundo esposo -crítico de música, con el que rompió en el ’64-, y con los cientos de huéspedes ocasionales a los que le daba la bienvenida. “Los chicos del Modern Jazz Quartet solía quedarse aquí cuando visitaban Chicago por sus shows, cada 15 días. Eran tipos divertidos y terriblemente dulces”, rememoraba Gertrude sobre los 50s, y asimismo volvía sobre cómo sábado y domingo orquestaba memorables fiestas en su hogar, que le valieron un título afectuoso, merecido, que ella apreciaba mucho: “La Reina de la Bohemia”.
Frank Sandiford, Dizzy Gillespie y
Gertrude Abercrombie, 1956
En sus convites, era habitual toparse con
escritores como James Purdy, Saul Bellow (Nobel de Literatura en el ’76), Studs
Terkel (Pulitzer en el ’85 por su libro La
guerra “buena”), con pintores como Karl Priebe, por mencionar algunos de
sus amigos. También con popes del jazz como Dizzy Gillespie, Charlie Parker,
Sarah Vaughan, Sonny Rollins o Miles Davis, que incurrían en jam sessions que alcanzaron estatus
mítico, con la propia Abercrombie defendiéndose al piano, en improvisaciones
que seguían hasta que bien entrada la noche. Estos músicos tenían especial
cariño por Gertrude: en días de marcado racismo, con las leyes Jim Crow en
danza, se les complicaba sobremanera conseguir que hoteles les rentaban un
cuarto, pero estaba ella para salvar las papas, ofreciéndoles su techo
encantada de la vida. Gillespie la tenía en tan alta estima que tocó en su segunda
boda.
Untitled, 1961
Hay que decir que no hay (aún) ninguna
biografía sobre esta mujer, pero sí existe un perfil de 65 páginas escrito por
la autora Donna Seaman, incluido en su libro Identity Unknown: Rediscovering Seven American Women Artists, de
2017, que tuvo excelentes críticas, donde recupera también vida y obra de otras
artistas olvidadas como Louise Nevelson, Loïs Mailou Jones, Ree Morton, Joan
Brown, Christina Ramberg, Lenore Tawney. “Abercrombie canalizó la alegría y la
agonía en cientos de pinturas provocativas, instantáneamente reconocibles como suyas.
Exhibía con regularidad en ferias y en galerías, y aparecía en periódicos y
revistas. Los periodistas se deleitaban con su arte enigmático, incluso
espeluznante, y su colorida vida”, anota Seaman, extrañada de que, aun habiendo
tenido cierto suceso en vida, llegando a exponer en galerías neoyorkinas,
Gertrude fuera prácticamente olvidada después de su muerte.
Lamentablemente no tuvo el mejor de los finales: problemas de alcoholismo y una artritis galopante la volvieron un personaje esquivo, cada vez más confinada, de lengua cada vez más corrosiva. Murió con apenas 68 años, en 1977, y aunque fue el corazón de la escena artística de Chicago durante décadas, solo recientemente empezó a ser más valorada en otras geografías, por cuadros de un realismo mágico cautivante, alimentados por sus sueños y por sus pesadillas.
Countess Nerona #3, 1951 |
Little Silo, 1954 |
Self-Reflection, 1953 |
The Stroll, 1943 |
The Visit, 1944 |
Two Ladders, 1947 |
Three Cats, 1956 |
Witches's Switches, 1952 |
Gertrude Abercrombie en frente a Slaughterhouse Ruins at Aledo, 1937 |