Jardín

Por Stella Galazzi

Santa Catalina

El jardín se relaciona con su vida. En él hay amores duraderos como el de las plantas que están desde hace mucho, y seguirán estando cuando ella muera; amores casuales que apenas permanecen un verano; amores sutiles que casi pertenecen a otro plano, tan delicados que una los contempla como si estuviera ante el cuadro de una virgen; amores que se marchan y ya no vuelven. Y también hay amores que traen molestias, pérdidas, peligros y sufrimientos.

Cuando conocía a alguna persona, siempre pensaba en una planta: “esta es una zinnia, voy a tenerla siempre cerca”, “este es un pensamiento, hermoso y seductor pero al primer frío se borra”, “ella es tan crédula que la llevan y la traen como a una amapola” y así…

Había decidido sacrificar solo una planta: el clavel chino, porque tenía mal olor y aparecía por todos lados aunque no lo plantara, apropiado para representar a las personas desagradables. Le daba un poco de culpa suprimirlo porque era bonito, y la verdad es que necesitaba de alguna planta para protestar contra varios conocidos, especialmente contra su yerno, sin que los demás pudieran descifrarla.

Como se estaba quedando ciega, decidió diagramar el jardín para recorrerlo sin temor.

Hizo caminos que iban desde la vereda de vainillas amarillas que rodeaba la casa hasta el tapial del vecino. Y desde la reja de entrada hasta el fondo que lindaba con un gran galpón y con el vagón de ferrocarril, que había sido casa de un hijo fallecido.

Sagrado Corazón

Casi no entraba en el vagón desde su muerte. Se negó a quitar los muebles y objetos del interior, prefería imaginar que su hijo dormía o la espiaba por la ventanilla aprobando cómo ella podaba las rosas.

Las rosas las relacionaba con él. Tal vez porque cuando recién se habían mudado a ese terreno y pusieron el vagón, siendo un niño aún, un día se le apareció con una planta que habían desechado en una casa vecina, medio seca y con las raíces apretadas en una lata de aceite oxidada y rota.

La abuela, madre joven por ese entonces, la plantó contra la reja de entrada y rogó a Santa Catalina que prendiera. Y prendió, llenándose de rosas moradas y trepándose al tapial.

O tal vez, simplemente porque en la cocina del vagón su hijo tenía un almanaque del Sagrado Corazón enmarcado de rosas donde aún podían leerse en letras pequeñas “comprar veneno para las hormigas”, “visitar al tordo”, “el billete de la navidad está en la lata de pimentón”... Y una nota que nunca llegó a cumplir: “conseguir las cañas para atar los tomates”.

La quinta quedó abandonada desde entonces y la abuela decidió que agrandaría su jardín.

En cada cantero puso alguna rosa y plantas más pequeñas, prímulas alegrías, violetas... Contra el fondo, luego de una zanja donde corría el agua de la baldeada y de los enjuagues de la ropa, dispuso calas y, rodeando el vagón, margaritas, pensamientos, crisantemos, claveles.

Había un gran jazmín en el centro del jardín y un ciruelo hacia un costado que ya estaban cuando se mudaron a causa de un traslado de su marido que trabajaba en el ferrocarril. Y también una camelia frondosa que emplazó ella cuando pidiéndole a santa Evita consiguieron un crédito para construir la casa. Entre la camelia y el jazmín se abría un círculo de pasto verde donde nada plantó porque su nieto más pequeño se tiraba a la nochecita a esperar la salida de las estrellas.

Santa Lucía

Ella cortaba las ramas secas o manejaba la regadera mientras miraba esa cabellera crespa un poco aplastada a fuerza de gomina, esos grandes ojos negros fijos en el cielo, esos brazos abiertos. Y lo veía volar, sentía ese abismo que se precipitaba sobre el niño haciéndolo bajar y subir como atado a los puntos cardinales, un Hombrecito de Vitruvio, como el que había visto alguna vez en una revista, entregado al placer de lo inconmensurable.

Dentro de la casa, la madre del niño no paraba de trabajar, ayudada por su hija mayor que sentía como un castigo haber nacido mujer. Necesitaba tener la casa reluciente y ordenada, pulía los objetos con el afán de darles brillo con la misma tenacidad con la que peinaba y estiraba los rulos de su hijo.

La madre no dejaba entrar a nadie dentro de la casa hasta terminar la limpieza.

La abuela, luego de regar, se sentaba afuera y si el niño quería le contaba un cuento o le explicaba algo de jardinería o le relataba parte de su vida. Después, cuando la noche se instalaba, los dos de la mano entraban en la casa.

El padre volvía para la cena o no aparecía.

Cenaban en silencio si el padre volvía. O cantaban canciones en italiano que la abuela recordaba o inventaba cuando la ausencia del padre ensombrecía el bello rostro de su hija.

Luego de comer, el niño se sentaba en el regazo de la abuela y le acariciaba el lóbulo de la oreja hasta que se quedaba dormido.

La madre y su hija completaban la tarea de la escuela, escuchaban música por la radio o leían en voz alta novelas de amor.

La abuela se quedaba despierta hasta tarde, adormeciéndose cada tanto al murmullo de la lectura. Quería retener cada detalle de la cocina, los colores del bordado del mantel, el rostro serio de la joven, la sonrisa dibujada en el sueño de su nieto.

Y rezaba en silencio a Santa Lucía, pidiéndole tiempo para ver reír nuevamente a su hija, a la que no entendía bien por qué, relacionaba con las camelias.