Por Sonia Novello
Mi mamá trabajaba limpiando casas. Casas de “gente bien”, aclaraba reforzando la expresión con el puño cerrado juntando las yemas del dedo índice con el pulgar. Cuando yo era chica, para que no me quedara sola, a veces me llevaba a la casa de una señora que no estaba casi nunca porque viajaba mucho. Mientras mi mamá hacía la limpieza, cocinaba, planchaba, yo curioseaba y paseaba por toda la casa. “En donde todavía yo no haya limpiado”, me advertía mi mamá como condición indiscutible.
La Señora
vivía en un departamento lujoso en un barrio paquete. El edificio era altísimo,
con mármoles, espejos, sillones profundos, señor portero todo vestido de color
té con leche, varios veloces ascensores.
El
departamento ocupaba todo un piso. Una pesada puerta de madera y bronce con
varias cerraduras daba paso a un ornamentado living donde todo era brillante y
ostentoso. Sillones de suave terciopelo con mantas decoradas que caían sobre el
respaldo, un par de mesitas de vidrio grueso y anchas patas de mármol,
pisos de madera lustrada y alfombras esponjosas bordeadas de flecos. De
las paredes satinadas pendían un par de enormes cuadros con escenas en tonos
ocres. Los techos eran altos con arañas de cristales colgantes. A través de un
gran ventanal, a lo lejos se divisaba un río plateado.
Pero nada
me deslumbraba tanto como entrar en el cuarto de la Señora. Al abrir la
puerta de color marfil y cerrojos dorados, la luz que entraba por la ventana
con la persiana subida lo inundaba todo.
Entre esas
cuatro paredes, flotaban restos de un perfume dulzón. Un marco de tupidas
cortinas con pesados pompones que rozaban el suelo recortando un segmento
del río distante. La cama era alta, con un colcha de raso cuyos
volados se derramaban hacia los costados. Me gustaba zambullirme de un
salto, despatarrarme y rodar hasta resbalar y caer sobre una mullida alfombra
con silueta de animal. También esconderme debajo de esa cama e imaginarme que
desde allí podría observar los movimientos de la Señora al levantarse.
Alcanzaría a verle solo los pies en esas chinelas chinas forradas de satén
decoradas con plumas, que siempre estaban tiradas despreocupadamente al pie de
la cama. Me imaginaba a la Señora frente a la cómoda peinándose, sentada en esa
silla tapizada de terciopelo rosa viejo. Entonces, yo salía rauda
de allí abajo y cerraba bien la puerta, confirmando antes que mi mamá aún
estaba concentrada en otros quehaceres, y me sentaba en esa silla delante de la
cómoda, frente al espejo.
Sobre el
frío mármol travertino, en una hilera a lo largo del mueble, había
portarretratos de distintos tamaños. Las fotos en los marcos de plata labrada
me permitían aventurar algo sobre quién era la Señora: en las desteñidas por
el paso del tiempo podía verla cuando era joven; otras más recientes, de
colores intensos, la mostraban en la actualidad. Luego, hacia adelante estaba la variada línea de alhajeros
y cofres de distintos tamaños con tapas lisas, en relieve, acolchadas de tela
muy suave, algunas con bordados.
Una tarde
fui decidida, prometiéndome a mí misma abrirlas solo para ver, sin tocar nada
de lo que hubiera adentro. Los distintos anillos -gruesos, finos, con
piedras transparentes, opacas, de distintos materiales y tamaños- se me
presentaban como un tesoro descubierto en el fondo del mar. Al apenas
rozarlos con la yema de mis dedos sentí un leve escalofrío. “Solo uno”, me
repetía en voz baja a mí misma. Pero ¡no sabía cuál elegir! Me los probaba y me
miraba en el espejo haciendo poses que había visto en revistas de cine, como si
me disparasen flashes de cámara fotográfica. Todos me quedaban enormes, pero
con la mano en vertical y actitud dramática no se caían. En otro alhajero había
pulseras; en otro, aros; y en un busto de bronce, como de una dama antigua que
lo vigilaba todo, collares colgando.
Me llamó
la atención una cadenita con un dije que tenía forma de diminuta cajita
cuya tapa lucía en relieve la cara de un angelito. El cierre era
hermético, pero me las arreglé para lograr abrirla. De pronto, como detonadas
por un resorte, saltaron varias pastillitas que estaban cortadas en cuartos y
que se desparramaron por el piso. Muy asustada, me agaché a buscar los blancos
pedacitos debajo del mueble y de la cama. Algunos traían un poco de pelusa,
soplé para limpiar y volví a guardarlos en el dije-cofre.
Agotado
para mí ese sector, me tentaron los cajones. El primero me invitó
mostrándome un sutil señuelo: caía un bretel de corpiño bordó delatando un
desorden de finas y sedosas enaguas -combinaciones, diría mi madre- que,
apenas tocarlas, se deslizaban como algas resbaladizas. Una de las prendas, en
un ángulo del profundo cajón, envolvía algo duro. Lo desenvolví cuidadosamente
y apareció un objeto que en ese momento no supe con certeza qué era, aunque
podía intuirlo vagamente. Un cilindro. Grueso. Como de una goma bastante
dura, color piel y con la punta redondeada. Tenía en la base, un botón casi
escondido, que toqué sin querer y empezó a temblar en mi mano haciéndome
cosquillas. Se me resbaló entre las telas y cayó al suelo. Cubrí la palma de mi
mano con una de las enaguas y con mucho cuidado, como si fuera algo
vivo, palpitante, lo agarré e intenté envolverlo tal como lo había
encontrado.
Incansable,
me fui a curiosear en los placares de puertas con
espejos biselados. Abrí las de los costados, las dejé oblicuas. Parada en el
medio y a cierta distancia, me ví reflejada en tres dimensiones. Me probé un
vestido de seda color verde con lentejuelas tornasoladas que
relampagueaban a la altura del pecho. Era largo, cruzado y se volcaba
sobre mis pies con una larga cola de gasas translúcidas y más lentejuelas. Al
ponérmelo sentí una suerte de arrebato de entusiasmo y fascinación que me
transfiguraba. Después de posar frente al espejo, me puse a cantar. Enceguecida
por imaginarios reflectores, canté frente a ese espejo para un millón de
personas. Podía sentir las miradas de adoración, y la ovación coreando mi
nombre.
De pronto,
sentí los pasos enérgicos de mi mamá que se acercaban a la puerta. Había pasado
un rato largo y ya era el momento de hacer el cuarto de la Señora. Escuché el
vaivén del agua dentro de un balde acompasando cada paso y el respirar
esforzado de mi mamá. Apoyó el balde en el piso y se alejó, quizás a buscar
otra cosa. Pensé en meterme debajo de la cama, no quería abandonar ese cuarto
tan pronto. Pero dándome cuenta de que también limpiaría debajo de la cama, me
metí en el baño que daba al cuarto. Cerré la puerta. Arriba del lavatorio de
mármol negro, había una especie de botiquín con puerta de espejo. La abrí
automáticamente. Entonces, escuché el llamado de mi mamá que ya estaba en el
dormitorio. Yo, calladita. No podía creer todo lo que estaba viendo dentro del
gran botiquín: montones de labiales, desodorantes, vasos con brochas de
maquillaje, frasquitos de esmaltes, polveras, hebillas de pelo, vinchas con
piedras de colores, moños... Y mi cara de asombro que emergía como una luna por
detrás, reflejada en el espejo interior del mueble.
Le
respondí a mi mamá que estaba descompuesta, que no entrara. Por el agujero de
la cerradura la ví que se desplomaba sobre la cama, con los brazos en cruz.
Cansada, emitió un suspiro largo y se quedó mirando el techo, cerrando
los ojos cada tanto a la vez que desplazaba suavemente el dorso de la mano
disfrutando de la tersura del cubrecama. De pronto refregó sus ojos, suspiró
fuerte como si así exhalara todo su cansancio de una vez y se enderezó. Se
quedó unos segundos sentada al borde de la cama mirando al frente. Como si una
fuerza la arrastrara, se levantó y se dirigió hacia el ventanal. Abrí muy
despacio la puerta del baño y me acerqué sigilosamente. Ella miró lejos y fijo,
a través de la ventana, con la mirada posada en ese río plateado.
Me saqué
el vestido en silencio, con mucho cuidado, me puse mi ropa y me ubiqué detrás
de mi mamá que seguía sin darse cuenta de que yo estaba ahí. Mientras se
acomodaba el pañuelo en la cabeza, continuaba absorta frente al paisaje lejano
como quien sueña con estar en otra parte. Se dio vuelta de golpe y pegó
un grito al sorprenderme tan cerca. “¡¿Qué haces con ese vestido en
la mano?!”, me increpó.”Dámelo”. Lo agarró, lo sacudió y acomodó las gasas como
para colgarlo. Pero antes lo olió, tocó la tela apreciando con la yema de los
dedos la suavidad y tecleando las lentejuelas de colores. Se miró en el espejo
un segundo, e hizo un movimiento como si se lo fuera a apoyar sobre su cuerpo;
pero al verme en el reflejo, cambió bruscamente de idea.
“Me haces
perder el tiempo”, me retó apenas. “Hago este cuarto y nos vamos. Andá,
esperame un rato en la cocina. En mi cartera tenés galletitas”.
Yo me
quedé en la puerta. Ella tomó uno de los envases que traía para la
limpieza, que tenía un rociador en la punta. Para mí, era como un bombero loco
de esos que usaba en carnaval. Frente a la puerta del ropero de espejos
biselados comenzó a gatillar la pistola dispersora varias veces. Un líquido de
olor penetrante pegaba contra los vidrios. Apoyó el envase en el suelo y tomó
un trapo que enérgicamente comenzó a pasar haciendo círculos más grandes,
más chicos sobre el espejo. Después tomó un trapo seco y volvió a recorrer el
cristal, esta vez de arriba hacia abajo dibujando perfectas autopistas. De a
ratos, suspiraba fuerte y luego se ensañaba al darle con ganas a alguna
mancha que se resistía. De pronto se alejó un poco del espejo mirándose,
desaprobando la imagen que veía de su gesto fruncido. Se detuvo a mirarse unos
segundos ante el espejo y con el dedo mayor de su mano derecha intentó alisar
el ceño, y sonrió para ablandar la mirada y la boca. Se acomodó el pañuelo y
volvió a su realidad de la mancha porfiada.
Siguió por
la cómoda, limpió el mármol, levantando y repasando a la vez cada
portarretrato, cada alhajero y después, con una franela, el frente de los
cajones. Me estremecí al notar que el primero había quedado entreabierto, pero
ese detalle no le llamó la atención. Lo cerró fuerte con un empujón de cadera.
Siguió por los pisos pasando un trapo hasta el último rincón y pasó la
aspiradora; descubrió las chinelas de plumas, una alejada de la otra, las
juntó. Y enseguida, apoyándose con una mano en la cama se quitó las alpargatas,
una y otra. Y se probó las chinelas.
Caminó
unos pasos, se miró sonriente al espejo, volvió, se las sacó, las acomodó
prolijamente al pie sobre la alfombra y se puso sus alpargatas de nuevo. Estiró
el cobertor de la cama, con las palmas de las manos bien abiertas presionando
con insistencia. Se detuvo a mirar sus ajadas manos unos segundos. Cerró las
cortinas de la ventana disponiendo con soltura los pliegues para que cayeran
mejor, y se agachó a acomodar de nuevo las chinelas al pie de la cama. Dió una
mirada general a todo y con cierto orgullo, los brazos en jarra, se dijo algo
en voz baja. Caminó hacia atrás como para observar todo hasta el último
instante y cerró la puerta.
“¿Qué
haces acá?”, me sorprendió al costado de la entrada. “¿Ya merendaste? Me cambio
y nos vamos. Ay, me olvidé el balde adentro. Traelo”, me dijo mientras caminaba
apurada desanudando el pañuelo de la cabeza. Siguió hasta el baño y yo sin contestarle me quedé ahí,
frente a la puerta, unos segundos.
La abrí
muy despacio. Una luz tenue a través de las cortinas cerradas dejaba esa
habitación impecable donde reinaba una tranquilidad dulce y detenida. Entré
suavemente para no dejar pisadas marcadas, y quise volver a verme en el espejo
biselado, en tres dimensiones aunque ya sin el vestido verde. “Me miro una vez
y salgo”, me prometí.
Frente al
espejo, veo a mis espaldas el balde con unos envases adentro. Advierto
que dentro del balde había una botella de lavandina y al lado el bombero loco.
Me vino el recuerdo de ese último verano cuando jugaba en la vereda con las amigas
de la cuadra con mi bombero de color rojo que me habían regalado para Navidad.
Me agaché. Tomé este y vi que estaba vacío. Desenrosqué la tapa con
el rociador y vertí el líquido de la botella de lavandina en el bombero loco.
El olor tan fuerte y penetrante me hizo alejar el cuerpo y estirar los brazos.
Lo enrosque muy fuerte y automáticamente presione el gatillo para probarlo.
Andaba. Me levanté velozmente sin dejar de sostener el dedo índice en la
pistola. Me subí a la cama de la Señora pudiente de la casa ostentosa. Empecé a
saltar, se sentía tan genial como en una cama elástica. Saltando daba vueltas
presionando cada vez más fuerte el gatillo sobre el cubrecama de raso, una y
otra vez, más lejos, luego contra la pared, hacia las cortinas, los espejos
biselados... De un salto me encontré frente al ropero, abrí las tres puertas,
gatillé contra los tapados, los vestidos. Al verde le dí más fuerte, lo aparté
para rociarlo bien de cerca y apuntar contra las lentejuelas, lo volví a
mezclar entre los otros. Disparé, disparé, lluvia de desinfectante, contra
todos los vestidos, largos y cortos. La cómoda. Disparos firmes y
seguidos a las fotos, la sonrisa radiante de la Señora, las de los diplomas,
los paisajes, los alhajeros. Abrí el primer cajón. Oí como un eco lejano la
voz de mi mamá que me llamaba buscándome por la casa. Dejé el bombero
loco dentro del balde donde estaba y salí. La puerta se cerró detrás de mí con
un golpe seco. Recorrí toda la casa ya ensombrecida con las cortinas cerradas,
todo limpito. Mi mamá me esperaba en la puerta con la llave en la mano. Miro al
comedor por última vez, las cortinas, ahora cerradas, ocultaban el río
plateado.
“Llamá al
ascensor”, me dijo mi mamá con la voz cansada mientras cerraba cuidadosamente
con el recargado llavero cada una de las tres cerraduras de la
puerta. Tomamos el ascensor. Las dos nos miramos en el espejo al mismo
tiempo. Ella resopló fuerte de cansancio. Yo también, jugando a aguantar
la exhalación lo que duraba la rápida caída a planta baja.
“¿Querés
comer milanesas esta noche?”, me dijo ella pellizcándome el cachete.
Llegamos a
la Planta Baja. Saludamos al portero que miró a mi mamá un poco de más. Un
silbido agudo nos habilitó la salida. El calor, la humedad y el ruido de
la calle nos impactó como un baldazo de agua tibia y sucia.
Mi mamá
caminaba ligero y yo colgada de su brazo daba pasos largos, saltarines. Casi
feliz.