Por Florencia Bendersky
Cuando se dice Diciembre, la mayoría de la gente piensa en Fin de Año, Navidad, Janucá, comidas con compañeros de trabajo, reuniones de familia, graduaciones, egresos, muestras... Y hasta alguien bastante osado, ¡vacaciones!
Yo y otra gente perdedora, pensamos en cumpleaños.
Cumplir en diciembre es una maldición. Quienes no lo crean así, espero se apiaden o me compadezcan luego de leer estas líneas que cuentan mi calvario en nombre de tantos desfavorecidos.
Advertencia: diciembre, como todos los meses, se divide en primera y segunda quincena. Si usted, que lee estas líneas, cumple en diciembre, pero su aniversario de nacimiento cae entre el 1 y el 15, ha de saber que es una afortunada o afortunado. La primera parte del mes es aún una suerte de convite más o menos agradable, el calor en general no arrecia, los eventos que compiten con su natalicio son muy pocos y sobre todo, aún existe una capacidad de gasto que le permite recibir regalos decentes. Si este es su caso, retírese de esta página con dignidad y no nos haga perder el tiempo.
Pero si usted, así como yo, es de los que cumplen en la segunda quincena, reciba este abrazo fraterno de quienes hemos sido desterrados/as de los cumpleaños bien habidos.
Nosotros/as, restos de sagitarianos contrariados y capricornianos mal llevados.
Nosotros/as, eternos sopladores de pan dulce (que, encima, ya no es lo que era: encontrarle una nuez, una almendrita, un piñón, es una verdadera lotería).
Nosotros, perdedores de regalos de Navidad (porque: “Pero si ya te regale para tu cumple...”).
Nosotros, solo nosotros sabemos lo que significan estas aguafuertes.
Yo cumplo años el 22 de diciembre. Sí, lloren por mí, emotivos.
Mi madre se internó en el sanatorio de la comunidad de las Hermanas de la pequeña compañía de María (hoy Mater Dei) el mismo 22, seguramente porque su obstetra no estaría en esta ciudad durante las Fiestas. Madre primeriza, con contracciones, padre experto sin cash. Parto normal, 10 mil pesos de entonces. Parto por cesárea, 30.000. ¿Adivinen cómo nací? Sí, parto normal a las 21.45 (mi madre dice que miró el reloj de la sala de parto en ese preciso instante, pero yo no le creo).
Mi primera Navidad fue en ese sanatorio, casi con internación completa porque mi abuela, cuando iba a visitarme, fue atropellada por un auto en la puerta del lugar (siempre creí que era parte del armado de la pequeña compañía para incrementar sus arcas).
Lo de mi abuela no fue grave, pero sirvió durante años para que ella me mostrara el dedo gordo de su pie derecho doblado contra natura, cual presagio del martirio que me esperaba.
Mis primeros cumpleaños ya no representan un trauma porque no los recuerdo, con excepción de uno a los tres o cuatro años, cuando experimenté mi primer déjà vu. Estaba saltando de manera desenfrenada sobre un puf del living, rodeada de gente mucho más alta y ahí mismo lo sentí, esa inexplicable sensación de estar viviendo algo ya vivido (genialidad absoluta la de las hermanas Wachowski que lo sumaron al concepto Matrix). La experiencia me dejó flasheada e intentando que algún adulto me explicara qué había sucedido. Pero la vorágine de las fechas findeañeras hizo que las preguntas fueran neutralizadas por las estrellitas chispeantes del 31.
La conciencia de las dificultades que existen en cumplir años en la segunda mitad de diciembre comenzó con la escolaridad -jardín incluido- y la imposibilidad de que mis compañeritos estuvieran en mis fiestas.
En el siglo pasado, el colegio terminaba apenas comenzaba diciembre. Parte de los/as lectores/as que llegaron hasta aquí sabrán que no teníamos internet (incluso, ¡había quienes no tenían teléfono!). El ritual de entregar las invitaciones debía realizarse personalmente, en papel y a fines de noviembre. O sea, debían sincronizarse tres cosas:
A) Que mi madre se percatara de comprar y llenar las tarjetitas en ese momento.
B) Que los compañeros conservaran la tarjetita hasta por lo menos mediados de diciembre.
Si estas dos premisas se cumplían, entonces venía la tercera:
C) Debían ser niños que no se fueran de vacaciones en la segunda quincena de diciembre.
Conclusión, tenía cumpleaños familiares con algunos sobrevivientes del grado y la animación de mi hermana Betina, que era la única que se apiadaba de mi condición paria de calendario.
Ya sé, querida lectora, querido lector, ustedes estarán pensando: ¿Pero por qué no te festejaban el cumpleaños antes de que terminen las clases? Se los revelaré: porque en mi familia festejar los cumpleaños antes de tiempo trae mala suerte. Pese a esto, después de que mis padres se separasen y haciendo uso durante casi tres años de la culpa que esto les provocaba, logré que me festejaran mi cumpleaños en octubre. Hubo que despejar una artimaña respecto a que cumple se festejaba, si eran los 10 años que iba a cumplir el próximo diciembre o los 9 años que ya había cumplido el pasado diciembre. No recuerdo qué se decidió, pero sospecho que deben haber sido los 9, porque aún sigo viva (aunque cumpliendo en diciembre).
Ese fue el único cumpleaños al que vinieron todas mis compañeras y compañeros. Pero, síndrome de Estocolmo mediante, en vez de gozar dichosa de la proeza y ver la proyección en casa de la película Fantasía con todos los invitados, me encerré en la habitación de mi madre a ver una película rústica de dibujos mal animados en mi mini proyector de juguete que (siguiendo la lógica de la farsa) mi abuela me había comprado como regalo de falso cumpleaños.
Cada uno de los años infantojuveniles que siguieron hasta la adultez, fueron más o menos similares en escasez de amigos y abundancia de adultos.
A partir de los veintes y hasta los 30s, comencé a auto festejarme. El convite se dividió en dos días, uno para familia y otro para amigos que, en general, ya no se iban de vacaciones en diciembre y tenían teléfono.
A los 35 y habiendo sido madre ese año, organicé una fiesta de disfraces (básicamente porque nada de mi ropa me entraba) y me disfracé de Betty Marmol con mi hijo como Bam Bam. Para mi sorpresa y salvo alguna amarga excepción, familia y amigos vinieron disfrazados y me atrevo a decir que fue uno de mis tres mejores cumpleaños.
Los 36 los festejé con pocas ganas, porque mi abuela amada había muerto dos días antes. Mi tristeza era enorme, pero mi hermana (la misma que me animaba los cumples infantiles) me convenció diciéndome que a mi abuela no le habría gustado que renunciara a celebrar mi cumpleaños. Supe que me decía la verdad, le creí. Fue lindo, muchos vinieron a acompañarme y creo que por primera vez, excepto mi abuela, nadie faltó.
Los 40 me encontraron separada pero bien dispuesta. Los festejos pasaron a hacerse en el SUM que hay en el último piso del edificio de mi madre y comencé un nuevo ritual: celebrarlo dentro de un ascensor. Porque entre que algunos llegan y otros se van, me lo paso transpirada subiendo y bajando a recibir o a despedir invitados.
Un cumple lo pasé arriba de un avión y lo terminé en Miami en casa de mi hermana Natalia que me esperaba con globos de helio y amor.
El de la pandemia comenzó a las 12 de la noche con un zoom sorpresa y por la tarde hice el festejo en una plaza. Fue hermoso, no cociné, no tuve que limpiar y el gasto fue casi nulo (lo recomiendo fervorosamente).
No quiero dejar de mencionar el calor ardiente que suele hacer en todos estos cumpleaños antedichos, con excepción de un año, por mis 27 -creo- que hizo tanto frío que mi tía vino con bufanda y tapado de piel (de antes de la concientización ecológica y del reconocimiento de los derechos de los animales).
Este año me encuentra cumpliendo 50 o, mejor dicho, sin cuenta.
A modo de revancha, hice invitaciones que comencé a mandar el 1 de diciembre y reemplacé el RSVP por la sigla DSVPSA: decime si venís porque soy ansiosa.
No sé aún qué tal saldrá el convite, cuánta gente vendrá, si tendré algún regalo decente o si sudaremos la gota gorda como beduinos... Pero ya llegó diciembre y por más que odie profundamente este mes y opine que el año debería terminar el 30 de noviembre, el ritual de celebrarme comienza y se me hace irresistible.
Este año particularmente me resulta más emotivo. Quizá sea el número redondo o que ya no sé calcular cuántos cumpleaños más habrá. Como quiera que sea, yo me festejo. Aunque sea injusto el momento e incómoda la fecha, soplaré velitas sobre el pan dulce tradicional y pediré un solo deseo: si hay segunda vuelta, quiero nacer en mayo. (Pero, obvio, no el 25, para no competir con la Patria ni con la Primera Junta de Gobierno, faltaba más).