Cuento de Navidad

Por Cecilia Sorrentino

Garrucha, Almería, foto histórica de Roberto Arranz.
Ministerio de Turismo, España.

Diciembre es caluroso en Buenos Aires.

El 24, a la mañana temprano, mi tío Carlos llega con el camión cargado de barras de hielo. Lo entra de culata en el terreno baldío, al lado de la casa de mis abuelos. El alambrado de campanitas azules que hace de medianera, termina a la altura del mandarino. Se puede pasar por allí al patio de atrás.

Mi tío Cholo vive enfrente y cruza enseguida. Entre los dos, envuelven cada barra de hielo en una bolsa de arpillera, la cargan sobre un hombro y la llevan hasta el galpón.

El abuelo, que anda en la huerta revisando los tomates, deja todo y viene a ayudar. Pero las barras de hielo son pesadas. Mejor empezá con la parrilla, viejo, que el lechón lleva tiempo. Él dice algo por lo bajo. Y los tres simulan que está todo bien.

En el frente de la casa apoyan una tabla de madera que dice HIELO, escrito con pintura blanca.

Poco después de las nueve comienzan a llegar los primeros vecinos. Entran sin llamar, rodeando las glicinas de la galería. Traen su arpillera, un mantel de hule viejo, a veces una bolsa como las de cemento. Mis tíos los reciben junto a la mesa del patio. Tienen papeles, biromes  y una caja de zapatos con billetes chicos y monedas para el cambio.

De tanto en tanto, mi abuela sale a conversar. Pregunta por la familia, los hijos, una madre mayor a la que hace tiempo que no ve. Después regresa a la cocina y sigue con las milanesas. Las milanesas no son para la Nochebuena. Son para el almuerzo de mis tíos, mis primos y quien esté en el patio al momento de poner la mesa.

Mi mamá nunca está. Viene temprano. Apenas saluda al pasar y entra en la cocina. Conversa con la abuela sobre lo que hace falta para la cena, y me dice vamos. Yo sé que vamos quiere decir vamos que la abuela ya tiene bastante si quieren vender hielo que lo hagan en sus casas. Insiste: vamos. Yo me quedo.

Arrodillada en una silla, espero el momento de golpear las milanesas sobre el pan rallado. Espero un rato largo. La abuela se toma todo el tiempo del mundo para emparejar la carne. Me dice que hay que quitar hasta esa pequeña piel insignificante para evitar que se ahuequen al freírlas. Apoya la ensaladera honda en su cintura, sobre el delantal, y bate los huevos. Sus brazos parecen los de una bailarina.

Me gusta que me explique por qué hace esto o lo otro. Que me cuente cosas. Me encanta conversar con mi abuela. Y conversamos. Pero de nuevo se escabulle en cuanto le pregunto algo de cuando recién llegaron, o peor, algo de allá, de España. Dice ah, dice no vale la pena. A veces dice hambre. Ignorantes. Cuando dice ignorantes como yo, protesto: vos no sos ignorante. Ella sonríe.

Sé que no lee ni escribe, y que son pocas las personas que lo saben. Sé que podría aprender con el mismo talento que dedica a ocultar que es analfabeta. Pero no quiere. Se oscurece si propongo enseñarle.

Me cuenta que a veces, en verano, iba con sus amigas a la playa. Y con tu hermana. Sí, también. Mi mamá dijo que esa hermana murió a poco de llegar la abuela aquí. De hambre. No lo puedo entender. Sé que tampoco tengo que hablar de ella. Entonces pregunto por la playa. Y esta vez, mi abuela dice el nombre: la Garrucha. Me ofrece jugo de naranja y me pregunta si ayer a la tarde fui a pasear con mi mamá. Ella también desvía las preguntas. En realidad quiere saber si estaba en mi casa ayer, si escuché cuando el abuelo mató el cerdo.

El cerdo era chiquito cuando mis tíos lo traían al chiquero del fondo. El abuelo se ocupaba de alimentarlo hasta diciembre. Siempre faltaba mucho para diciembre. Cuando íbamos con la abuela a buscar huevos al gallinero, yo evitaba mirarlo. Le decía que me daba asco el olor. La tarde del 23, desde mi casa, a la vuelta de la esquina, se escuchaba el chillido agudo. El abuelo está matando el cerdo, decía mi mamá. Era peor el silencio que quedaba después.

Desde la ventana de la cocina lo veo. Cuelga cabeza abajo de una rama del mandarino, en el patio de atrás. Tiene las patas atadas. Un tajo lo abre desde el cuello. La piel blanca, limpia. Mi abuelo acaba de afeitarlo con una maquinita de hoja igual a la suya. Ahora lo lava. Se puso sus botas altas y usa la manguera con la que todos los días riega los surcos de la huerta. La que está sujeta a la canilla del fondo con un alambre retorcido. El agua lleva unas últimas líneas de sangre por el cemento del patio.

En cuanto extienda la leña encendida, el abuelo va a acomodar el cerdo sobre la parrilla, va a cambiarse las botas por zapatillas y ya no habrá forma de alejarlo del trajín con el hielo.

Mis tíos y mis primos entran en la cocina, abren la heladera, sacan alguna fruta, una gaseosa. De tanto en tanto mi abuela se sobresalta: eso es para la cena. Después vamos a comprar más, vieja. Con los hijos varones, ella cierra todas las diferencias con una sonrisa, como si fueran chicos traviesos. Oculta lo que no conviene que sepan mi mamá y mi tía. Es incondicional y amorosa con nosotros, sus nietos. Algo especial la une a mí, quizás porque fui la primera. Reserva todo su mal humor para mi abuelo. Siempre. Los motivos no se cuentan. Tampoco eso se puede preguntar. Observo con atención gestos, miradas, frases sueltas y sé que algo que mi abuela no perdona, pesa sobre él, sobre mi abuelo.

Terminamos de empanar las milanesas cuando el movimiento en el patio es más intenso. Se juntan varios vecinos. Hablan muy alto. Las baldosas están húmedas, tienen las marcas de muchas pisadas. En la mesa hay papeles, vasos, una tabla con salame y mortadela, un plato con restos de pan. Siguen ahí cuando nos sentamos a almorzar.

Un rato antes mi tío Carlos limpia la regadera, le pone mucho hielo cortado y la llena de sidra. La jarrota, dice, y les sirve también a los que todavía llegan a comprar hielo y se quedan conversando.

Mi abuela va y viene muchas veces, con dos o tres milanesas recién hechas. Cocina mientras nosotros comemos. Sabe que nos gustan crujientes y con una tirita de morrón frito. En la mesa hay un cuenco lleno de alioli que hizo temprano. Mis tíos untan el pan con alioli y comen las milanesas en sandwich. El pan también cruje.

Siempre hay tema de conversación. De carreras de autos. De fines de semana en Arrecifes, cuando se juntan varios vecinos para ir a cazar. Del trabajo en los hornos de ladrillos de Marcos Paz. Mi abuelo cuenta de sus viajes en barco, del servicio militar en Marruecos, de los gitanos en España.

Parece natural que el horizonte de los varones llegue lejos, que cuenten aventuras, en vez de hablar de lo que les pasa.

El tío Carlos es el que cuenta más. Conoce a todos en el barrio y todos lo conocen a él. Tiene una historia de cada vecino, de cada conocido. Historias de cuando las calles del barrio eran de tierra y había solo dos o tres casas por manzana. De cuando el arroyo que desemboca en el Maldonado corría al aire libre y en las esquinas había molinetes para que las vacas no subieran a la vereda. Del monte Lacroze y el monte Martínez de Hoz, donde ahora está el hospital Posadas. De la escuela primaria. De las maestras viejas que lo saludan cuando pasa con el camión.

Yo también tengo mi historia en el repertorio de mi tío. Es mi sobrina mayor, la primera. Cuando tenía poco más de un año y la encontraba aquí, con mi vieja, yo la sentaba en la mesa y le enseñaba palabras. Ella las repetía perfectas. A mi cuñado no le gustaba nada. Él no es así como nosotros, lee mucho, le gustan otras cosas. Era para morirse de risa cuando, así de chiquitita, en la vereda, le decía puto al ruso Visconti. No hacía falta explicarle al ruso de dónde lo había sacado.

A las cuatro de la tarde solo queda hielo para refrescar las bebidas de nuestra cena. Mis tíos baldean el patio, arman la mesa larga sobre dos caballetes, acomodan sillas, traen el banco largo, y se van a hacer la siesta, cada uno a su casa.

La abuela también va a recostarse un rato. Cuando nos despedimos tiene el pelo mojado después de la ducha y se puso un batoncito fresco.

Tanta gente por el medio, protesta todavía mi mamá cuando viene a buscarme.

A mí me divierte ese barullo que nunca hay en mi casa, ni en las casas de mis otras tías, las hermanas de mi papá. Ese alboroto -jaleo dice mi abuela- tiene algo fascinante. Sé que también puede terminar en discusiones que no me gustan.

Sé que llevo adentro dos lados, como dos mundos.

Y ahora un nombre que no quiero olvidar: Garrucha.

Mucho tiempo después, cuando la abuela ya no esté, voy a llegar con ese nombre a una playa de piedras blancas. Voy a quedarme allí, con una piedra en la mano, mirando el mar.

Esta piedra que tengo aquí conmigo.