Pura cháchara

Texto y fotos: Silvina Quintans

Cueva de las Manos, Santa Cruz, 2010

Small talk, yada yada, gossip, bavardage, trivialidades, charlas de ascensor. Si algo decayó durante la pandemia, fue esa parte importante de nuestra vida dedicada a discurrir sobre temas menores.  Meses de no compartir los ascensores, evitar los taxis, respetar la distancia social en las colas del supermercado, esquivar cualquier intercambio que salpicara microgotas indeseables. Las sucesivas cuarentenas también afectaron el espontáneo arte de la conversación, ese refugio sin tiempos lleno de matices, tonos y sutilezas. 

Las conversaciones se trasladaron a las pantallas para preservar la asepsia y allí se instaló el reino de los emojis, gifs, stickers y dibujos. Caritas que reemplazan los tonos de voz, las inflexiones, las narices fruncidas, las cejas levantadas, los ojos asombrados. Si hasta la RAE en pleno furor pandémico incluyó en su edición 2020 la palabra emoji, junto con coronavirus, COVID , desconfinar , desescalada y distópico. Emoji: “Pequeña imagen o icono digital que se usa en las comunicaciones electrónicas para representar una emoción, un objeto, una idea, etcétera.”

Estos símbolos venían en alza, pero la remozada intensidad del chat, las redes y los grupos de whatsapp los incorporaron definitivamente a nuestras vidas. Una cotidianeidad de círculos que lagrimean con un ataque de risa, se curvan hacia abajo cuando se ponen tristes, estallan con ojos de corazón o toman forma de tortas de cumpleaños,  deportes, banderas, radios, aviones, animales o comidas. En tiempos de corrección política, además, se pueden elegir colores de piel, modelos de familia y hasta mujeres con barba. 

Cueva de las Manos, Santa Cruz, 2010

La variedad es tal que hay cola de creativos esperando cada año que el Consorcio Unicode -un oráculo internacional de grandes empresas tecnológicas y algunos estados que estandarizan los símbolos para todo el mundo- apruebe sus diseños. Y si no, recordemos cómo el emoji del mate estuvo esperando más de tres años para aparecer en los menús, no sin antes haber tenido que explicar ante un comité de expertos que la infusión nada tiene que ver con la marihuana.  La tecnología también tiene su burocracia y finalmente nuestra infusión nacional logró la entrada en los celulares en 2020, justo el año en el que compartir un mate se convirtió en una utopía.

Un año antes, en 2019, la Fundéu (Fundación para el Español Urgente) eligió de manera  premonitoria “emoji” como palabra del año. Luego de un extenso debate entre filólogos, académicos, escritores y periodistas llegaron a la conclusión de que “los emoticones y emojis forman parte ya de nuestra comunicación diaria y conquistan día a día nuevos espacios más allá de las conversaciones privadas en chats y aplicaciones de mensajería en los que comenzó su uso”. Con entusiasmo descartaron que vinieran a robar palabras o pervertir la lengua; al contrario, los consideraron un elemento más en la comunicación. “En un mundo marcado por la velocidad, los emoticones aportan agilidad y concisión. Y en un entorno en el que buena parte de lo que escribimos, sobre todo en chats y sistemas de mensajería instantánea, es comunicación oral puesta por escrito, estos elementos nos permiten añadir matices gestuales y de intención que de otro modo se perderían”.  El mismísimo  presidente de la Fundéu BBVA, Mario Tascón, fue aún más lejos: "Puede que los emojis sean lo más cercano a un lenguaje universal que ha creado nunca la humanidad”.

Los 3019 emojis se repiten en dispositivos de todo el mundo, y, aunque algunos son muy elocuentes,  otros se prestan a confusiones. Difícil interpretar qué significa el fueguito que puede encender una pasión allí donde no quedan ni cenizas, o la intencionalidad del pulgar hacia arriba, amén de las indescifrables expresiones en la mayoría de las caras diminutas.

Hay quienes consideran que los pictogramas nos hacen volver a la Prehistoria y comparan las figuras con escenas de arte rupestre. Si los emojis fueran un retorno a aquellas antiguas formas de comunicación, tal vez también estén condenados al misterio, como las manos que quedaron estampadas en un alero de la Patagonia con una intención ya imposible de descifrar. ¿Qué sucederá cuando dentro de diez mil años alguien encienda una pantalla negra para encontrar un zapato de taco aguja, banderas de colores, la forma sugerente de un micrófono  o la silueta aparatosa de un tractor?

Cueva de las Manos, Santa Cruz, 2010

Mientras tanto, las figuras se multiplican. En 2020 se incorporaron, entre otras, una cara rodeada de nubes y otra con ojos en espiral en señal de confusión.  

Están quienes se espantan ante este avance de la imagen sobre las palabras. “Si el mundo sigue el proceso en el que la palabra escrita es reemplazada por la imagen y lo audiovisual, se corre el riesgo de que desaparezca la libertad, la capacidad de reflexionar e imaginar y otras instituciones como la democracia (…) que la cultura de la pantalla sea cada vez más puro entretenimiento, aboliría el espíritu crítico”, vaticinó Mario Vargas Llosa en una entrevista.

Si vivimos en una aldea global, y, como escribió hace décadas Marshall McLuhan, el medio es el mensaje, no estamos lejos del día en el que podamos entendernos -o malentendernos- en cualquier parte del mundo con estas figuritas. Podremos pedir un café, ver si salió el sol, mostrarnos contentos y hasta ofrecer un mate. 

¿Dónde quedará entonces la conversación?  Aquel hilo invisible que enhebra temas y palabras,  que no repara en economías ni tiempos, que se desvía para volver al cauce o internarse en horizontes inexplorados. La conversación sin vibraciones del teléfono, sin banalidades disruptivas,  con ceños fruncidos, ojos abiertos y sonrisas de dientes. La conversación que alguien -no recuerdo quién- definió como un discurrir sobre  “el surco que ha trazado el otro para proseguir en el trazo y perfección de aquel surco”.