Por María Emilia Franchignoni
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Cruzando el umbral. ¡Finalmente! Crédito Alejandro Carmona |
Hace poco cumplí cuarenta años. Sí, 40, como suena. Y todavía se siente como una quirúrgica patada en el estómago perfectamente servida por el señor Jackie Chan. Para muchas (¿o acaso pocas?) personas que estén leyendo esto, significará apenas un problema irrelevante considerando las penurias de tanta gente en nuestro país y en el mundo; otras pensarán que tengo toda la vida por delante y no entenderán de qué me quejo; y otras, quizás las menos, me querrían decir: “Cálmese, señora”. En cualquiera de los casos mencionados, asumo -con el riesgo que puede conllevar- que a pesar de sus prejuicios o inclinaciones personales e ideológicas al respecto, absolutamente nadie puede permanecer invulnerable ante el paso del tiempo y sus avatares.
Nadie. Ni siquiera mi madre.
En realidad, a lo que me refiero es a los conflictos que mi madre tiene con mi paso del tiempo, aunque no con el suyo.
Permítanme ilustrarlo: como les conté, hace poco cumplí los 40 y mis padres me hicieron un hermoso regalo, un festejo con amigas y amigos de toda la vida. Fue realmente entrañable.
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Bucólica, a los 15 |
Como souvenir, mi madre me obsequió otro amoroso presente, un álbum de fotos que ilustraban estos 40 años de vida. Me emocionó mucho, no lo negaré -en este tiempo sufro de lágrima fácil- recorrer sus páginas, mirar documentos de momentos de vida que ya no volverán... Sentí mucha nostalgia. En la contratapa, una frase de Hojas de hierba de Walt Whitman (uno de los primeros libros de poesía que asalté de niña) coronaba el sentido homenaje; y en la tapa el título, elegantemente escrito en letra cursiva inglesa, decía: María Emilia, mis 40 años. Hasta ahí, todo fantástico y muy evocativo. Mi estupor aparece repentinamente cuando me doy cuenta de que ese fondo blanco, sobre el cual figuraba el nombre del libro, pertenecía a una foto de estudio de mi persona, espléndida y monocromática, de cuándo tenía ¡¡¡20 años!!!
Pobre mamá. Hace un tiempo escuché decir que la razón de ser de las madres pasa casi exclusivamente por convertirse en el recipiente de todas las culpas que sus retoños proyectan sobre ella. La mía no es la excepción.
Es que durante los meses previos a mi cumpleaños (y con esto soy generosa: a decir verdad, el año entero previo a tan aciaga fecha), me asaltaron un sinnúmero de cuestionamientos existenciales, espirituales, psicológicos, sentimentales, intelectuales, espirituales y ¡hasta ideológicos! Banales, casi todos. Así como lo leen. Realmente superfluos y sin mayor importancia que, de todos modos, se ocuparon de invadirme los pensamientos al punto tal que no me dejaron dormir, me produjeron angustia, ansiedad y frustración. Mucha frustración. Los anglosajones suelen tener un nombre para todo y esa es una cualidad intransferible a nuestra cultura hispana; en este caso lo llaman “mid life crisis”, la crisis de la mediana edad.
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Preparando el cuerpo para el Lago de los Cisnes |
Uno de los grandes compositores de la historia de los musicales (y uno de mis preferidos), Stephen Sondheim, lo representa genialmente en una de sus obras, Company. En ella, Robert, un soltero de 35 años, se interpela su vida sentimental hasta el momento en una serie de viñetas no lineales, su forma de (no) vincularse o comprometerse, y demás conflictos pequeñoburgueses de orden sentimental. El musical finaliza con la hermosa y agridulce Being Alive, canción con la que a su vez, culmina la película Historia de un matrimonio, en la voz del actor Adam Driver, y dice algo así:
Alguien que abrace tu amor,
Alguien que te haga sufrir
Alguien que ocupe el sofá
Te impida dormir...
Alguien a quién aguantar
Alguien que te deje ser
Alguien que te estorbará
Te hará enfurecer…
Alguien que siempre esté ahí
Alguien que te abra su ser
Alguien que quieras o no
Querrá compartir
Contigo su amor
(...)
Alguien que te haga luchar
Siempre estará
Con miedos tal cual
Dispuesto a vivir
Eso es vivir
Eso es vivir
Eso es vivir...
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Aquí la autora, muy joven, en una de sus actividades preferidas de la infancia: hablar por teléfono |
Robert se debate en un dilema, claramente, mientras que lo acosan múltiples voces: entregarse al amor con sus penurias y su imprevisibilidad; seguir el camino seguro, resguardado y conocido de la soledad... Esa encrucijada parece ser una constante en las personas que atravesamos estas crisis de la mediana edad. Hay una imagen de una película bastante intrascendente -de esas que me encantan- protagonizada por Gwyneth Paltrow, que data de aproximadamente unos 20 años -¡qué grande estoy!-, en la que ella aparece en el umbral, delante de unas puertas que se abren y cierran en el subterráneo. Se llama Sliding doors y dichas puertas que se deslizan funcionan como una suerte de metáfora bastante literal -perdón por el oxímoron- de las posibilidades que se abren y se cierran ante nosotras en caso de elegir cruzar ciertos umbrales en la vida o dejarlos pasar. Es decir, cómo habría cambiado cada vida si se hubiesen cruzado o no esas puertas, si se hubiese elegido este u otro camino, si se hubiese tomado ese subte o no...
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“Cantando las 40” en Cuentos de Hades |
En estos últimos meses de incansable cuestionamiento, tropecé bastantes veces con esas puertas (esta vez sí a nivel metafórico) y me planteé casi al infinito qué habría sido de mi vida si en aquellos momentos cruciales de decisión, hubiese tomado el camino alternativo. ¿Cómo serían para mí las cosas si hoy fuese abogada y no artista? ¿Tendría menos incertidumbres, más dinero y menos felicidad? ¿Qué habría pasado si aceptaba la beca en Nueva York y no volvía a Buenos Aires? ¿Sería más exitosa, me sentiría más “realizada”? ¿Hubiese crecido de la manera que lo hice de regreso en Argentina? ¿Tendría a las amigas y amigos bellos que el arte me dio? (¿Son éstas preguntas retóricas que enmascaran un pobre autoconsuelo?) ¿Cuánto tiempo habría ahorrado si hubiese detectado con mayor clarividencia y menos ingenuidad la verdadera naturaleza de ciertas personas que me han perjudicado en la vida? ¿Cómo sería si hubiese tenido otro cuerpo y no éste? ¿Y si tuviese otro carácter más apacible? En fin, ¿podría haber tenido otra vida y, en ese caso, cómo habría sido? Un concepto tan simple que puede resultar francamente enloquecedor.
En mi mente, esta vida que tengo ahora siempre es más feliz; y pensándolo mejor, no creo que mi crisis de la mediana edad tenga los derechos con exclusividad del deseo de lo otro, de lo que no tenemos, de lo que nos falta. Esta insatisfacción crónica, intuyo, es más que una condición existencial: un signo de los tiempos. ¿Qué más podríamos pensar, arriesgo, si vivimos constantemente expuestas a diseños de vida de otros siempre más lujosos y extravagantes, alegres y exitosos, a partir del contacto cotidiano en las redes sociales?
¿Sería más feliz a los 40 años sin Instagram? No lo sé, pero mientras tomo un recreo de estas divagaciones, me meto un rato en la red. El algoritmo como siempre, me lleva a un lugar más que seductor y de nuevo caigo en la tentación y lo sigo, solo para desembocar en un nuevo callejón sin salida: “No tarde. Suscríbase ahora al ‘Cardio de la felicidad’”.