Muñeca

Por Stella Galazzi

Prismas, Sonia Delauney

Era negra. Nunca sabremos el momento exacto en que pasó a formar parte de la tribu.

Se llamaba Muñeca y se crió junto a chicas y chicos más o menos de su edad que vivían en la caravana. Ella se ocupaba de cuidar a la gitana mayor, la que sabía adivinar la suerte y hacer curaciones. La mujer sabia.

Las casadas se las arreglaban para conseguir dinero destinado a la subsistencia atrayendo a los más impresionables, ya fuera envolviendo en un pañuelo pelos con un huevo y mostrando luego un amasijo gelatinoso donde se movían unas hebras amenazadoras; ya exhibiendo un seno fuera del escote en una esquina sombría, atrayendo al paseante que podía -billete mediante- acariciar ese fruto prohibido. O, siguiendo la tradición, repitiendo una lista de ambigüedades mientras miraban la palma de la mano de alguien necesitado de alguna advertencia.

La abuela, no. Ella sabía. A ella acudían los suyos cuando necesitaban ayuda, sabiendo que se estaba quedando más débil luego de cada cura.

Muñeca era su cuidadora, y sería la heredera de ese poder. Tenía una risa fácil, contagiosa; los más chicos se prendían de sus polleras y ella los hacía bailar, los disfrazaba.

Ella no sabía ni leer ni escribir pero bordaba los ajuares de las novias con un alfabeto hecho de flores y caminos. Acababa de terminar el vestido de Isabel, su hermana del alma, de su misma edad.

Isabel estaba prometida desde niña a un gitano de otra tribu y no faltaba mucho para la celebración de la boda. Muñeca la corría por la carpa y le pellizcaba suavemente los pezones, le deslizaba juguetona la mano por los muslos, por la cintura imitando a ese futuro amante que desvelaba a la muchacha. Y terminaban riendo juntas abrazadas, temiendo ambas -sin decirlo- la pronta separación.

El vestido de Isabel era blanco, de una tela transparente. Arriba una blusa con volados y abajo varias faldas que se superponían y se ataban en distintos lugares de la cintura.

Muñeca quería algo especial para su amiga y eligió contar un cuento en cada capa del vestido.

La primera pollera, de afuera hacia adentro, bordada con hilos de plata, hablaba del nacimiento de los novios: dos cestas flotando en un río ondulante, una cargada de perlas y la otra de flores. Muñeca pasó una tarde moviéndose con la pollera puesta para encontrar el lugar exacto donde poner las cestas con el propósito de que coincidieran en algún momento.

En la segunda bordó torres y árboles en caminos que corrían entre colinas y arroyos, lo hizo con hilos dorados que representaban los viajes de ciudad en ciudad de las dos tribus hasta llegar a un lugar común donde se celebraría la boda. Las caravanas partían de distintos lugares, subían y bajaban y terminaban en el centro delantero de la pollera donde bordó una pérgola florecida y un par de anillos entrelazados.

En la tercera usó hilo rojo y trazó una serie de extraños símbolos que aludían a las pérdidas, los dolores, las privaciones probables por las que deberían pasar los amantes. Muñeca bordaba tratando de dejar mucho espacio entre unos y otros, para así augurarles la mayor felicidad posible. Pero mirando ciertos huecos se le hacía increíble tanto tiempo sin sobresaltos y entonces bordaba puntos armando un espacio más incierto y no tan peligroso como el de los triángulos, las diagonales o los paréntesis. No explicó a Isabel esta pollera, sabía que cuanto menos sospecharan los novios de peligros y pesares, más se achicaba la posibilidad de empañarles su felicidad. Pero, a la vez, sentía que se traicionaba si omitía las trampas del azar o las vicisitudes del destino.

En la cuarta con hilos de todos los colores bordó escenas de amor, poses sexuales que conocía por haber espiado tras los cortinados los amores ahogados de los mayores, y otras que imaginó, viables o descabelladas, como una que ruborizó a Isabel y la hizo estallar en carcajadas, con el novio colgado de los pies en el centro de la carpa, alargando la lengua hacia el pie desnudo que la novia elevaba mientras abría la blusa con las manos y le mostraba los senos.

Bordó en el frente de esta última falda, sobre el sexo de la muchacha, una luna plateada; y en la parte de atrás, una cesta con flores rojas que recogería la sangre de la desposada.

Una tarde, cuando la abuela se puso enferma, para distraerla Muñeca compartió su trabajo secreto con ella. Llamó a Isabel, le pidió permiso y delante de las dos mujeres se vistió la falda, se soltó las largas trenzas negras como una novia recibiendo al amante, y un fuego desconocido iluminó sus ojos.

Giró casi hasta marearse haciendo flotar la pollera que resplandecía como un arco iris y fue desatando y relatando cada una de las capas, la abuela escuchaba con los ojos entrecerrados y aprobaba con un débil movimiento de su trasparente mano.

Al llegar a la bordada con hilo rojo, la de los pesares Muñeca se puso a aullar como un animal herido.

Cayó al piso de rodillas, apoyó la espalda en la tierra y comprendió que la sabia le había pasado el poder.

La abuela había muerto y ella supo que Isabel jamás estrenaría la pollera.

Un murmullo que se transformó en viento y casi en música hinchó las lonas de la carpa.