Literatura y Exilios. Intelectuales y artistas devorados por la historia

Entrevista con Mercedes Monmany

Por Reina Roffé

Mercedes Monmany

Entre la extensa bibliografía de la escritora catalana Mercedes Monmany destacan varios títulos en los que aborda, desde distintos enfoques, el tema de la Literatura y el Exilio. En 2017 dio a conocer Ya sabes que volveré. Tres grandes escritoras asesinadas en Auschwitz: Irene Nemirovsky, Gertrud Kolmar, Etty Hillesum, texto por el que obtuvo el Premio Internacional de Ensayo José Manuel Caballero Bonald. Su obra anterior, Por las fronteras de Europa. Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI, fue prologada por el genial autor italiano Claudio Magris, quien define este ensayo como “un atlas espiritual, una geografía literaria; armoniosa y poética en su rigor y, asimismo, una geo-política cultural, un texto para afrontar por vía indirecta las grandes preguntas de la existencia y de la Historia que no pueden abordarse de forma directa”. Y añade que Monmany “busca en la literatura, a través de su mirada crítica, desmitificar esa maldición de quienes afirman su identidad mediante el rechazo y el odio hacia el Otro, situando el mal en el Otro en lugar de reconocerse y redescubrirse en el encuentro con él”.


Especialista en literatura contemporánea y europea en particular, Mercedes Monmany es traductora y crítica literaria, colaboradora habitual en numerosos diarios y revistas de España.  Su último libro, publicado este año por Galaxia Gutenberg, es Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX, un volumen en el que reúne a un sinnúmero de creadores devorados por la historia. Obra circular que recorre buena parte del continente europeo para mostrarnos la cara más comprometida de la pasada centuria. Como dice Monmany, tiranía y exilio se dan la mano para producir un exterminio cultural que nos sobrecoge página a página por la manera en que la autora trata este asunto, en el que aporta reflexión y biografía, además de una voz, una escritura diáfana que enlaza pensamiento y relato de vida, sin perder de vista los acontecimientos más candentes y, por qué no decirlo, más aberrantes de la Historia, a fin de interrogarlos y exponerlos con hondura y, al mismo tiempo, de forma ágil y amena.

En tus últimos libros subyace una misma o similar búsqueda, siempre a través de las obras escritas por hombres y mujeres perseguidos por el odio, que sufrieron amenazas, confinamientos, persecuciones. ¿Cómo surgió este proyecto o necesidad de indagación?

-Me apasiona leer libros de historia y siempre he dicho que leo novelas, ensayos, incluso poesía, con un libro de historia en la mano. Lo mantengo siempre como una especie de género literario “paralelo” a la lectura de grandes autores admirados que incluyo siempre en mis libros. Por otro lado, me ha gustado ir leyendo excelentes biografías de mis escritores preferidos conforme leía sus obras y practicar, en lo posible, esta técnica mixta.  También siempre ha estado muy presente mi interés por la política y la evolución de las sociedades. Y en el siglo XX la presencia de catástrofes políticas -muchas de ellas surgidas desde la misma democracia, como lo fue la elección de Hitler como canciller- hacen necesario, a la hora de tratar a todos los autores de importancia de su tiempo, no perder de vista la situación de su país en el momento en que estaban llevando a cabo sus obras. La unión de literatura, y de arte en general, con historia y sociedad para mí es fundamental e indesligable. Por otro lado, muchas veces he pensado mis libros en clave europea: un gigantesco campo de pruebas, por así decirlo, de los grandes desastres, y también hallazgos, en el campo artístico muy en particular, del pasado siglo. Al menos así lo pensé en esta especie de trilogía que comencé con Por las fronteras de Europa, y continué luego con Ya sabes que volveré, libro dedicado a tres grandes escritoras (entre otros muchos autores judíos perseguidos, y masacrados, en aquella época) muertas en Auschwitz. Es decir, un arranque, con una macro-presentación de mis lecturas europeas, donde reuní a 320 autores, tanto de la Europa occidental como de esa amplia zona centroeuropea que llega hasta los límites más orientales del continente, incluyendo a Rusia, por supuesto, y también a Israel; por otro lado, el comienzo de narración de los “grandes traumas” europeos del siglo XX, muy concretamente el Holocausto. El genocidio judío, simbolizado hoy día, internacionalmente, por una terrible palabra que todo el mundo entiende: Auschwitz. El otro gran trauma europeo que me quedaba pendiente, desde que publiqué Por las fronteras de Europa, repartido por todos los países, de distinta manera y con escritores de todas las lenguas, para mí estaba muy claro que tenía que referirse a esa cantidad de éxodos, exilios, expulsiones forzosas y expatriaciones que se dieron tras las guerras, ya fueran civiles como la nuestra española, o de carácter mundial como las dos que se sucedieron en un mismo suelo masacrándolo sin apenas un respiro. Unos conflictos bélicos -políticos, étnicos y religiosos- y unas feroces dictaduras que expulsarían a las élites más brillantes, de cada momento, fuera de sus países. Tiranía y exilio se dan la mano. El libro de ahora, Sin tiempo para el adiós, también pretendía narrar el “otro exterminio”, el cultural, que producen los totalitarismos: el exterminio de lo mejor de las artes y las letras, de la ciencia y del pensamiento, en periodos de ultranacionalismos delirantes, de xenofobias feroces y de fanáticas ideologías criminales.


En
Ya sabes que volveré. Tres grandes escritoras asesinadas en Auschwitz (2017), tocas un período crucial del siglo XX, en un lugar determinado y a través de unas autoras que tenían mucho más que decir, si se les hubiera permitido, y que estuvieron olvidadas durante décadas. ¿Por qué elegiste a estas escritoras judías que son Irène Némirovsky, Gertrud Kolmar y Etty Hillesum, fallecidas todas a una edad muy temprana? ¿Qué te conmovió de ellas?

-Yo las había leído, y admiraba a cada una de ellas por separado, en los últimos años. La última a la que me había acercado (antes de ser traducida al español) fue Gertrud Kolmar, la prima poeta de Walter Benjamin, su prima preferida, que le consultaba y compartía siempre todo con él, antes de publicarlo. Descubrí por casualidad en una librería francesa su obra Mondes (en alemán, Welten) y me quedé fascinada, también por su terrible historia. Por otro lado, había leído la obra completa en la editorial italiana Adelphi de Etty Hillesum, la joven holandesa que dejó escrito un maravilloso Diario, y también su correspondencia de gran calidad. En España hasta entonces solo habían aparecido selecciones parciales de este Diario. En lo que respecta a Irène Némirovsky, sin duda la más conocida de las tres, como crítica literaria, había escrito sobre ella en numerosas ocasiones, para mí era una novelista extraordinaria. También había leído todas las biografías que fueron saliendo sobre ella en Francia, me producía mucha curiosidad su personaje en particular. La casualidad quiso en aquella época que en la Fundación Toledo me propusieran una conferencia sobre el tema “campos de concentración” y es cuando tuve la idea de unir a estas tres grandes escritoras, de distintos géneros, algo que también me parecía muy atractivo, y elaborar así un texto. Más tarde decidí ampliarlo para un libro y condensar, si así puede llamarse, ya que la literatura del Holocausto, como siempre digo, nunca tuvo que existir, y es ahora ya muy abundante, el tema de otro exterminio paralelo, específico. Es decir, el exterminio de muchos escritores y escritoras, algunos de ellos en ciernes, apenas unos niños, aniquilados vil y salvajemente por los nazis, dentro de esa monstruosa cifra que tristemente ya sabemos, de seis millones de muertos.

En ese mismo campo de exterminio, perdió la vida en 1942, a los 39 años, la novelista francesa, de origen ruso, Irène Némirovski, que ya era una escritora muy conocida por entonces y tan bien pagada en la Francia de entreguerras como la gran Colette. De las numerosas novelas que escribió, destacan para el lector dos de ellas, ambas llevadas al cine en distintas épocas, tituladas El baile y Suite francesa. El manuscrito de esta obra quedó oculto en una maleta durante décadas. ¿Qué pasó con Suite francesa?

-La historia de este manuscrito es hoy inconcebible. Uno de los grandes misterios de la historia de la literatura, si lo comparamos al famoso baúl de Pessoa. Desde la detención de Irène Némirovsky, su marido, Michel Epstein, profundamente enamorado de ella, inició incansables y frenéticas gestiones para intentar liberarla. No recibió respuesta alguna. Lo único que consiguió unos meses después es ser conducido él mismo a la prefectura de policía de Autun, en Borgoña, y transferido seguidamente al lamentablemente célebre campo de tránsito de Drancy, junto a París, desde donde sería por fin deportado hacia Auschwitz y gaseado, nada más llegar, el 6 de noviembre de 1942. En realidad, hacía tiempo que esperaba su arresto. Incluso parecía desear que sucediera: tras un golpe y otro recibido sin interrupción, habiendo visto desaparecer en dos semanas a su mujer y sus hermanos, lleno de angustia y en estado de insomnio permanente, su hija mayor Denise diría más tarde: “Se sintió por fin a gusto consigo mismo el día que lo vinieron a arrestar. Estaba completamente feliz. Estaba convencido de que iba a encontrarse con mi madre, o en todo caso compartir su suerte”. Antes, había entregado a sus dos hijas, Denise, de 13 años, y Elisabeth, de 5, una maleta, que no sería revisada hasta muchos años después, y que contenía el manuscrito de Suite francesa. Así lo recordaría Denise: “Durante nuestra estancia en el pueblo de Issy-l’Évêque, primero en un hotel y luego en una casa privada, esta maleta no me preocupó jamás. Durante mi infancia, ni siquiera la tenía a la vista. Tan solo desempeñó un papel en el momento del arresto de mi padre. Fue entonces cuando mi padre la sacó de la habitación. La maleta estaba cerrada y yo ignoraba totalmente su contenido. Pero en el momento en que mi padre fue enviado a prisión, cuando nos separamos, mi padre me dijo: “Hay una maleta en la que está un cuaderno de mamá, nunca te separes de ella”. Y cuando emprendimos la fuga en plena noche -después de que un oficial alemán, tras sacar de su cartera una foto de su niña rubia, parecida a mí, nos dijera “os doy 48 horas para desaparecer”, negándose a arrestarnos junto a nuestro padre-, después de que mi padre me encomendara cuidar de la maleta, la arrastré como pude, ya que pesaba mucho. Incluso vacía la maleta pesaba mucho, aunque no había gran cosa dentro, salvo unos papeles que no sabíamos lo que eran. Hasta el fin de la guerra la maleta, tal y como quería mi padre, no se separó de mí. Después, ya que yo era menor de edad, fue depositada ante un notario. La recuperé solo cuando tuve la mayoría. Nunca me separé de ella, hasta que un día se la entregué a mi hija que no tenía nada de sus abuelos. Quizá también se la di porque yo no quería verla, me era muy doloroso”. Finalmente, descubierto y transcrito el manuscrito a finales de los años noventa, la novela fue enviada a la editorial Denoël que la publicaría en 2004, más de sesenta años después de haber sido escrita. Y entonces sucedió lo inesperado, lo nunca visto en la historia de los grandes premios literarios franceses: la magnífica novela Suite francesa sería galardonada, de forma póstuma, con el Premio Renaudot.


El mismo tremendo final tuvo la poeta alemana Gertrud Kolman, “alma gemela” de su primo, el reconocido ensayista Walter Benjamin. Escribió varios libros, entre los que destacan
Mundos y La madre judía. Murió en 1943, a los 48 años en Auschwitz. ¿Qué unió, más allá del lazo familiar, a Kolman y Benjamin?

-Aquí tengo que decir que no leí ninguna biografía que hablara de los dos primos juntos, de la relación que mantuvieron. Como se sabe, todas las biografías de Benjamin abundan en la parte filosófica -su relación con los miembros de la Escuela de Frankfurt o bien con Hannah Arendt, fiel amiga suya, o con el gran pensador judío Gershom Scholem, entre otros- y si no, en sus relaciones sentimentales, con su mujer Dora Sophie Morser o con la joven letona bolchevique, la cineasta Asja Lacis. Así que en mi libro apunto, como una intuición privada y sensible, a una muy potente unión desde la infancia, por haber compartido los mismos barrios berlineses, los juegos, las reuniones y conversaciones familiares. En su bellísimo libro Infancia en Berlín, Benjamin hablará de esa infancia de niños burgueses con niñeras que ambos primos, Walter y Gertrud, debieron compartir en muchos momentos, Por otro lado, para Gertrud, que nunca frecuentó el “gran mundo” de la cultura berlinesa, que era de temperamento retraído y que apenas salió o efectuó viajes a lo largo de su vida, aquel nexo de confianza, de cariño, de seguridad, y también de inmenso respeto por la estatura intelectual y por las relaciones de su primo, debió ser muy importante.

En Ya sabes que volveré, no solo analizas vida y obra de estas tres inolvidables mujeres, sino que, mientras trazas sus trágicos destinos, muestras la desaparición de gran parte de la intelectualidad europea y de la tradición de la modernidad judía, poniendo sobre el tapete a numerosas personalidades de la vida cultural que, de un modo u otro, fueron víctimas del nazismo, al mismo tiempo que resignificas los testimonios dejados por muchos de ellos, los que pudieron sobrevivir o escapar de la locura nazi. ¿Cuáles son para ti los testimonios más valiosos y significativos, además de los muy conocidos como la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi?

-A lo largo de los años, y de mis lecturas continuadas sobre el Holocausto, sobre todo enfocado en su historia intelectual y literaria, uno de mis empeños ha sido ampliar ese restringido núcleo de escritores que, tras pasar por los campos de concentración y exterminio, ofrecieron a la posteridad testimonios magistrales. El círculo, o la lista de “grandes” repetidos era siempre la misma. Grandes, por otro lado, todos ellos incuestionables, en esto no cabe la menor duda: Paul Celan, Elie Wiesel y Primo Levi, a los que más tarde se unieron un magnífico Imre Kertész, galardonado con el Premio Nobel en 2002, y también el rumano Norman Manea, o el israelí Aharon Appelfeld. Pero se olvidaron de un detalle importante: un buen número de buenísimas escritoras que fueron o bien liquidadas, como las tres autoras que reuní en mi libro, o bien sobrevivieron, como es el caso de la estupenda austriaca Ruth Klüger y, sobre todo, la polaca Ida Fink, que se fue a vivir a Israel en los años 50. Aún hoy me sigue escandalizando que Fink no sea incluida en este “canon” que sin cesar se repetía y que, hasta hace poco, solo incluía a hombres. Es una cuentista del Holocausto de una calidad excepcional, estremecedora, comparable a la sequedad de Bábel o de Chéjov, o ya en nuestros días, a una maravillosa Alice Munro. Pero, desgraciadamente, murió no hace tanto sin que no solo el comité del Premio Nobel se lo reconociera, sino tampoco muchos otros. Hasta hoy mismo.

Además del diario de Etty Hillesum y el famoso de Ana Frank, existen otros, de los que también hablas, como el de la joven parisiense Hélène Berr. En este caso, señalas un funesto paralelismo entre Ana y Hélène, pero también una feliz coincidencia que las coloca como excepcionales en su batalla contra la muerte y la destrucción. Háblame de esas coincidencias.

-En este apartado, en el de los diarios que se dejaron escritos de la época del Holocausto, yo creo que la realmente excepcional Hélène Berr, una auténtica pérdida para la historia de la literatura o de los estudios universitarios en el futuro, en el caso de haber sobrevivido, tiene más que ver, por edad y por formación, con Etty Hillesum. El paralelismo que apunto en mi libro es terrible y anecdótico, pero aún hoy nos sobrecoge: el destino las uniría a la hora y el lugar de morir. Y en efecto, se trata de un funesto paralelismo: dos jóvenes judías, aspirantes a escritoras cuando la guerra acabase, una nacida en París y otra en Ámsterdam. Dos autoras de dos de los más estremecedores e iluminadores diarios escritos en la época del Holocausto, que se llevaban siete años y murieron en el mismo campo, Bergen-Belsen, con pocos días de diferencia, algo antes de la Liberación. Hélène, de 23 años, había vivido la Ocupación de su país, Francia, en una angustiosa y amenazada “libertad”, entrando y saliendo de su casa, del metro y de la Facultad, paseando por su “territorio encantado” como ella llamaba al Barrio Latino, con la estrella amarilla cosida a su solapa. La otra, la más joven, Ana, de 16, experimentando las turbulencias, ilusiones y anhelos propias de su edad, recluida en una casa-prisión, destinada a ocultar a los judíos de quienes los perseguían, los alemanes. Quién sabe si se llegaron a conocer. Nunca lo sabremos.

De las tres autoras, percibo que hay una que te despierta mayor admiración, quizá por su peculiar personalidad y a quien ves como una Santa Teresa judía y moderna. ¿Por qué esta admiración especial hacia Etty Hillesum?

-Desde el primer momento me sedujo no solo por su inmensa capacidad para hacer literatura y elaborar un admirable y lúcido discurso de resistencia pacífica, humana, filosófica, ética ante la barbarie, el odio y el horroroso racismo que reinaba a su alrededor, sino me admiraba a cada momento y a cada frase su actitud vital. Su decisión de no desmoronarse, de no dejarse abatir, tal como los verdugos y como aquellos momentos de salvajismo exigían de todos ellos. El mundo se desmoronaba, sus seres más queridos eran perseguidos sin piedad, los valores en los que había crecido y le habían transmitido amorosamente eran sin cesar destruidos, pero ella mantuvo hasta el final una frase que aún hoy me emociona: “Ya sé todo. Y sin embargo considero que esta vida es bella y está llena de sentido. A cada instante”. Era para ella una especie de divisa que siempre repitió.

Hay un asunto íntimo y personal que Gertrud Kolman trata en su libro Mundos: “La pérdida del niño que ya nunca llegaría a nacer”. Eso, seguramente, dejaría en ella un poso de dolor. ¿Qué otros temas destacarías en su obra?

-Es una poeta de una gran originalidad expresiva, que normalmente se la sitúa en el campo del expresionismo. Sus mundos muchas veces eran oníricos, kafkianos, cercanos a la pesadilla. La gran poeta judía Nelly Sachs, Premio Nobel de Literatura 1966, que sería llamada, junto a Paul Celan, “los últimos grandes poetas judíos en lengua alemana”, una de las más comprometidas intelectuales que trabajaron por mantener viva la memoria del Holocausto, que sobreviviría a la guerra tras haber encontrado refugio en Estocolmo, le dedicaría su poema “La vidente” a Gertrud Kolmar, a quien llamó siempre “la hermana pequeña de Kafka”. Nada más aparecer la obra La mujer y los animales de Kolmar, en 1938, la proclamaron inmediatamente “la poeta judía más importante desde Else Lasker-Schuller”. Esta gran poeta expresionista, una celebridad absoluta en aquellos años, junto a pares como Georg Trakl y Gottfried Benn, diría más tarde: “Tres poemas al menos de Gertrud Kolmar han iluminado mi vida: ‘La ciudad’, ‘Nostalgia’ y ‘Jardín de verano’. Los conozco palabra por palabra y me sumerjo sin cesar en ellos”. Hoy día se puede situar a Kolmar perfectamente junto a estas grandes poetas judías. Es una forjadora de mundos oníricos, espectrales, de habitantes de las tinieblas, de imágenes surreales de aire profético y fabuloso, de itinerarios y viajes marcados por un imaginario escrito bajo el signo de la melancolía y de la ensoñación, del dolor y el lastre de eternas cicatrices, que casi nunca tiene raíces en las esferas de lo conocido y real. Una literatura que, aunque estuviera muy alejada geográficamente, y también las separara la edad, siempre he relacionado con la deslumbrante escritora brasileña, igualmente judía, en su caso nacida en Ucrania, Clarice Lispector.


¿Por qué Némirovsky, con la experiencia que tenía huyendo de la Rusia soviética, de guerras y calamidades hasta llegar a Francia, no se exilió cuando vio que el nazismo avanzaba a pasos agigantados?

-No fue la única, desgraciadamente. Fue un síntoma, y así lo comento en mi libro, que nubló la vista de muchos judíos franceses que en su día habían escapado del Este de Europa, y muchos de ellos de terribles pogromos. Creían haber llegado por fin a la patria de la Ilustración y de las Luces, y no se resignaban a creer que este país los entregaría sin piedad. Se repitió mucho en aquellos días. En el último momento pensaron sobre todo en los niños, en ocultarlos. También sucedió eso con el gran escritor francés Georges Perec, hijo de jóvenes judíos polacos, que habían ido a Francia buscando una vida mejor. A su madre la vería por última vez en 1942, cuando lo embarcó -con la esperanza de protegerlo, como también haría Irène Némirovsky con sus dos hijas pequeñas- en un tren de la Cruz Roja hacia Grenoble, en la zona libre de Francia, lugar donde Perec permanecería refugiado hasta acabar la guerra. Algo más tarde su madre, una joven peluquera, intentó también huir, pero fallaron sus contactos y se quedó en París, suponiendo que su condición de viuda de guerra, ya que su marido había caído en los primeros días de la invasión de Francia, le evitaría ser molestada. Pero no fue así. Fue capturada junto a su hermana en una redada y deportadas ambas a Auschwitz. Perec diría lacónicamente en su libro W o el recuerdo de la infancia: “Volvió a ver su país natal antes de morir. Murió sin haber comprendido”. 

¿Se puede decir de Némirovsky, como se ha señalado más de una vez, que fue una escritora “sospechosa”, una “judía antisemita”?

-No creo que fuera una judía antisemita. Pero, en esto, como en tantas cosas de su trayectoria, hay muchos puntos de vista y muchas divergencias. Yo creo que era una adoradora del realismo, una fanática de la literatura, que hasta el último momento estuvo escribiendo y retratando lo que sucedía en la Francia de la débacle, como lo hubiera hecho un Balzac o Maupassant, sin piedad. Reflejó en aquellos momentos de “la caída de Francia” el comportamiento vergonzoso de algunos y el honroso de otros, sin diferencias de ninguna clase de credo o profesión sobre quién encarnaba al traidor y colaboracionista y quiénes a los escasos héroes decentes en aquellos momentos. Sus visiones afiladas, poco complacientes, hipercríticas, ásperas con todo tipo de clases sociales y seres de las más diversas esferas y, por otro lado, de carácter muy poco “gregario” que Irène Némirovsky siempre tuvo con el mundo judío del que provenía, y en el que había crecido, causarían en su día, y aún hoy, vivas y agrias polémicas. Como se sabe, sería tachada a menudo de “judía antisemita”. O si no, clasificada con el inclemente y tópico lugar común del auto-odio judío, deparado a menudo contra los que no tenían visiones únicas del siempre perseguido pueblo judío, a lo largo de la Historia.  Lo mismo que pasó por otra parte con la pensadora Hannah Arendt. Las críticas hacia ambas son parecidas. Los retratos aportados por Irène en su obra, desde muy joven, de personajes judíos, los que realmente conocía de cerca, ofenderían y desconcertarían a muchos a causa de lo que entendían como una provocación excesivamente cruel y realista. Una “provocación” no deseada por ella que salpicó sin cesar su, por otro lado, desencantada y pesimista obra. Aunque al final de su vida lo comentó en algún momento: si hubiera sabido lo que se avecinaba no hubiera sido tan cruda y realista con muchos de sus personajes judíos.

Según señalas, el húngaro Imre Kertész reflexionó sobre aquellos terribles años en su libro Un instante de silencio en el paredón. El Holocausto como cultura, en el que decía que faltaba mucho para tomar conciencia “de que Auschwitz no es en absoluto el asunto privado de los judíos esparcidos por el mundo, sino el acontecimiento traumático de la civilización occidental en su conjunto, que algún día se considerará el inicio de una nueva era”. ¿Continúa faltando tiempo para esta toma de conciencia?

-Más que tiempo, del que se dispone ya suficiente, así como de una considerable distancia con la que afrontar las verdades más oscuras y desagradables de la historia de cada país europeo, lo que es necesario sobre todo es seguir insistiendo, una y otra vez, en la educación, en la enseñanza y divulgación histórica del pasado. Primo Levi, al cual admiro infinitamente, se declaraba “lastrado por la responsabilidad” de haber vivido todo aquello, convocado “en su doble condición de testigo y escritor”. Desde su primer libro siempre insistió en dirigirse especialmente a los lectores jóvenes. “Mientras sigamos vivos -decía- es nuestro deber hablar, con el fin de que sepan ‘hasta dónde se puede llegar’”. La memoria, el olvido que se posa de forma inevitable conforme pasan años, traumas y generaciones, se convertiría en su obsesión, para el resto de su vida. Todo ello lo llevaría a cabo de forma incansable, para advertir y con el fin de que nunca se repitiera. 

¿Crees que provoca incomodidad recordar en la “civilizada Europa” el genocidio de seis millones de personas? Hay quienes, como la política francesa Simone Veil, sobreviviente de Auschwitz, se pronunciaron al respecto. ¿Qué dijo ella, qué dijeron otros?

-En mi libro sobre las tres escritoras judías muertas en Auschwitz, cito muchos más testimonios de sobrevivientes del Holocausto. Algunos de una gran dureza. Al volver, todos ellos, aparte de luchar contra la desesperación y las imágenes y sucesos que se les venían a la mente sin cesar, también tuvieron que clamar contra la indiferencia, contra el “agotamiento”, saturación o incluso incomodidad, por lo inconmensurable de la tragedia, que provocaba entre muchos de sus contemporáneos hacerles recordar el genocidio de seis millones de seres humanos sucedido en su propio suelo, en la “civilizada” Europa. En la obra La indagación del dramaturgo Peter Weiss, un sobreviviente de Auschwitz cuenta que cada vez que subía a un tranvía en verano y en manga corta, al vérsele el tatuaje del brazo, la gente lo miraba y reaccionaba como si se tratara de una “afrenta”. Por su parte, la política francesa Simone Veil, sobreviviente de Auschwitz, a la cual citas, también evocó en una ocasión el regreso de los deportados tras la guerra con unas palabras escalofriantes: “Encontramos un muro de indiferencia. La gente no soportaba escucharnos. Aburríamos”. El propio Primo Levi, cuando después de la guerra iba a Alemania de viaje de negocios, a la pregunta inmediata de cómo es que hablaba tan bien el alemán, contestaba abiertamente: “Lo que ocurre es que me llamo Levi, soy judío y estuve en Auschwitz”. A partir de ese momento, decía, la conversación cambiaba de tono.

George Steiner, en su libro Lenguaje y silencio, se pregunta por qué las fuerzas aliadas contra el nazismo no bombardearon los hornos crematorios y las vías férreas para impedir el paso de los trenes cargados de judíos. Y a esto lo llama “sucio enigma”. ¿Lo es para ti también?

-Desde luego, es un sucio enigma, realmente repugnante. He escrito mucho sobre el héroe polaco Jan Karski que, como muchos otros, tendría que esperar para ser conocido en todo su excepcional papel e importancia histórica mucho tiempo más allá de los acontecimientos.  A este joven combatiente de 28 años, enlace durante la Segunda Guerra Mundial entre el Gobierno polaco en el exilio y la Resistencia interior, le fue otorgada en 1942 la angustiosa misión de ser el primer testigo ocular que partiría con el “aterrador secreto” de todo lo que había visto en Polonia. Su objetivo era alertar al mundo sobre el exterminio de los judíos, planeado sistemáticamente por los nazis. En otras palabras, hacer partícipe a un mundo libre poco receptivo de su terrible descubrimiento: la existencia y puesta en marcha ya en aquellos mismos momentos del plan de la llamada solución final. Tras visitar el gueto de Varsovia, guiado por dos dirigentes judíos que vivían clandestinamente en el lado ario, entraría también en un campo de exterminio. Allí comprobó, entre horrorizado y estupefacto, cómo se asesinaba a diario y se hacía desaparecer cadáveres de forma masiva, mecánica e industrializada. De regreso, en noviembre de 1942, Karski difundiría entre los distintos gobiernos aliados y las personalidades y organizaciones judías de Londres, a través de microfilmes y detallados informes, las desesperadas llamadas de socorro que le habían sido hechas en un gueto agonizante, ya al límite de sus fuerzas. Pero como bien se sabía en Varsovia -y se hacían pocas ilusiones al respecto- ocupado el resto del mundo en una guerra “general” y devastadora, aún no había muchos dispuestos a creerlo y tanto en Londres como en Nueva York a todos les pareció “una exageración”.  Nadie le hizo caso. O nadie -interesadamente- mostró la más mínima intención en creerlo. Durante años, este antiguo combatiente se mantendría alejado de aquellos recuerdos de los años 40. Tras una impactante conferencia, organizada en Estados Unidos por Elie Wiesel en 1981, el mundo recuperaría al emisario del “aterrador secreto” que nadie quiso creer en su día “por negligencia, por insensibilidad, por egoísmo, por hipocresía, o incluso por frío cálculo”, como él mismo diría. Es un personaje que siempre me ha emocionado. En 1994, seis años antes de fallecer, fue nombrado “ciudadano de honor” de Israel.


En tu último libro,
Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX (2021), realizas un exhaustivo rastreo del exilio que sufrieron numerosos escritores judíos y antinazis europeos, pero también de aquellos que tuvieron que abandonar sus países por rechazo al sistema comunista o por otras guerras y totalitarismos, abriendo un amplio abanico en el que aparecen figuras como los rusos Nabokov y Brodsky, los polacos Czeslaw Milosz, Witold Gombrowicz y Eva Hoffman, el húngaro Sándor Márai. Incluso dedicas un capítulo a la española María Zambrano, entre muchos otros, que fueron devorados por la historia. Abordas, además, el exilio interior de la polaca Wislawa Szymborska o el suicidio de Walter Benjamin en la frontera franco-española y de un sinnúmero de creadores que no pudieron superar el destierro y la tragedia que les había tocado vivir. Una tarea titánica que te habrá llevado mucho tiempo de lectura e investigación. ¿Cómo lo haces? ¿Lees, haces fichas, procesas el material y, luego, escribes?

-Se podría decir que es el tema de toda una vida, un tema que siempre me obsesionó. Igual que el hecho de las fronteras, y aquí tengo que decir que también atañe a mi biografía, ya que yo vivía en Barcelona, y mi abuela francesa vivía al otro lado de la frontera, en Cérbère, en el Rosellón, por donde pasaron tantos y tantos refugiados de las guerras europeas. El fenómeno del exilio, de los desterrados, de los expatriados o emigrados puede decirse que es un tema que poco a poco, en silencio y como clandestinamente, me fue acompañando cada vez más. Fui leyendo y juntando un gran número de volúmenes que conformaron una parte importante de mi biblioteca. Leyendo y subrayando mucho, porque yo no suelo hacer fichas. Por otra parte, conocí a exiliados, por un lado españoles, pero también balcánicos, cubanos, sirios o iraníes y siempre me asombró cómo habían sido capaces de construir una vida a partir de cero. Cómo sacaron fuerzas del más absoluto de los abandonos en muchos casos. Me sorprendía cómo eran capaces de convivir con el dolor y ese desgarro insoportable, terrible, de no poder volver a su tierra, tras haberlo dejado todo atrás, amigos, familia, una cultura, una lengua, unos paisajes y unas costumbres que tejen de forma natural la vida cotidiana en la que se ha nacido y crecido. Todo se abandonaba de un día para otro, sin tiempo para el adiós, para las despedidas, de ahí mi título. Se abandonaba todo sin un periodo previo o una fecha conocida, esa fecha ansiada de finalización que permitiría el regreso. Un destierro, para muchos, imposible de soportar, como fue el caso dramático de Zweig. Pero también, acabada la guerra y la pesadilla, el fin angustioso, el suicidio de autores como Klaus Mann, hijo de Thomas Mann, con el que arranco mi libro, y al que llamo “gran activista de la emigración antinazi”. No había fecha de regreso, como sucede en los viajes de la vida normal, en tiempos de paz, porque se huía de tiranías, ya fuera de un color o de otro, ya fuera la nazi, la soviética, la dictadura franquista o los asesinos étnicos de los Balcanes. Donde hay tiranía hay exilio. Y normalmente, la aspiración de las tiranías es eternizarse en el tiempo, con lo cual la desesperación y el pesimismo van parejos a este monstruoso diseño de no-futuro, de historia cancelada y vida eliminada, ya sea física o profesionalmente, que deparan los totalitarismos para gran parte de la población que se niega a someterse y a permanecer en silencio.

¿Crees, como Claudio Magris, que la escritura es “testimonio, fuga, memoria, herida, salvación”? De los autores y las autoras que aparecen en esta obra, dime tres que, para ti, representen mejor lo que ha dicho Magris, y por qué.

-Es difícil decirlo, porque en esta obra reúno precisamente a muchos autores que admiro fervientemente por esas condiciones que acabas de citar: la mezcla de testimonio y memoria, de la que hablaba Primo Levi, pero también esa herida lacerante, jamás cerrada, aunque se siga viviendo y salvándose día tras día. El gran poeta griego, y Premio Nobel de Literatura, al que le dedico un capítulo en mi libro, Yorgos Seferis, le llama “una herida como punto de partida”. Creo, por tanto, que la célebre trilogía de Primo Levi; los poemas magníficos de un desterrado eterno, desde su nacimiento, como siempre se consideró Seferis, griego del Asia Menor; el impresionante libro Los bienaventurados de María Zambrano, que para mí es la gran pensadora del exilio; y una novela maravillosa como Tránsito de Anna Seghers, que hoy puede igualmente simbolizar esos lugares límite, desesperados, en busca angustiosa de salida, en los que se encuentran varados muchos emigrantes de cualquier época en busca de papeles o visados, son buenas muestras literarias de lo que un maestro y gran escritor como Magris hablaba.