Por Tamara Kritzer*
Si hay un logro que podemos reconocer de la vida posmoderna, es que alcanzamos a percibir cierta ilusión de disponibilidad de elegir qué queremos ser o hacer. Esta ilusión sucede más allá de todas las dificultades que esta época acarrea a nivel social, así como de los síntomas de ansiedad y tipos de sufrimiento subjetivo que genera. Producto de la lucha feminista, las mujeres también entramos en esa ilusión meritocrática capitalista, y algunas hasta experimentamos alcanzar cierta realización profesional. Tan aferradas estamos a esa ilusión, que incluso para presentarnos o para describir a otras personas, la profesión es una de las primeras herramientas que definen el “ser”. Lo que soy es lo que hago, y lo que hago es mi trabajo, y de esto los varones tampoco se quedan afuera.
Una cuestión que como mujeres todavía nos planteamos -más allá de lo reconfortante que pueda ser cumplir nuestros sueños- es la pregunta sobre quién lava los platos, acompañada por aquel ideal ancestral que nos obliga a ser responsables de una casa impecable. Sabemos que toda revolución sucede en la medida que hay un conflicto, y que no hay cambios profundos sin revoluciones. Siguiendo esta línea, una de las revoluciones que sentimos muchas mujeres contemporáneas es la de la lucha interna entre una culpa machista, heredada histórica y transgeneracionalmente, que nos hace creer que el estado de nuestro hogar (y a esto se suma nuestra figura, nuestro semblante estético, nuestra presentación) es reflejo de nuestro ser femenino, y una culpa feminista, también apropiada por generaciones (especialmente las últimas), que surge por sentir esa culpa machista.
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Maitena. De la serie Mujeres alteradas |
Una posible solución de compromiso, y si las condiciones económicas lo permiten, es contratar a alguien para que realice las tareas domésticas. Esto en muchas ocasiones acarrea una culpa burguesa sumada a las culpas anteriores, que tiene que ver con pagarle a una persona para llevar a cabo aquellas labores de las cuales elegimos no hacernos más cargo. Sin una deconstrucción suficiente, podemos llegar a vivir la convocatoria al servicio doméstico como una “subcontratación” más que una contratación. Trabajar y destinar parte de la recaudación en pagarle a alguien para que se encargue del hogar, es un cálculo presente en muchas ocasiones, dado que el resultado de no ser una misma quien lleva a cabo ciertas tareas domésticas, es que parte de las horas laborales siguen siendo destinadas a que esas tareas sean realizadas. Ese resultado puede llevar al balance de que las horas de trabajo rinden más, en la medida que el empleo doméstico se precariza. Para corrernos de ese lugar, y salir del círculo de la culpa y la precarización, es importante trabajar en experimentar las responsabilidades hogareñas como decisiones familiares, lo que también permite alojar a quien se contrata desde un lugar de derechos, y no como quien va a realizar algo que le corresponde a alguien y no quiere hacer. Un paso importante sería dejar de contratar desde la culpa, sintiendo culpa al mismo tiempo por el modo de contratación, y pasar a convocar a alguien desde la necesidad y acuerdos de las personas que habitan un hogar, en caso que resida allí más de una persona.
Las cosas por limpiar
La tarea del servicio doméstico, llevada adelante en la gran mayoría de los casos por mujeres, ha sido invisibilizada históricamente, y marginada en lo que respecta al mercado laboral. Las tareas domésticas, vinculadas con la limpieza del hogar y labores de cuidado, asociadas culturalmente a la mujer, según quién las realice, percibe o no una remuneración. Si la tarea es efectuada por una persona que forma parte de la familia, su quehacer no es remunerado en dinero, y no es considerado una actividad productiva. En cambio si quien realiza esa tarea es alguien externo a la familia, esa labor sí percibe una retribución económica. Las mismas mujeres que se encargan de realizar tareas en casas ajenas, generalmente al volver a la propia, deben realizar actividades similares sin cobrar por ello.
Sumado a que es una tarea que muchas personas realizan sin cobrar, la labor doméstica en un hogar suele ser un trabajo solitario, lo que implica también pocas posibilidades de sindicalización. Si bien es una labor para la cual, según las tareas a realizar, se suele requerir un nivel de instrucción poco o no calificado, la remuneración percibida es de las más bajas en el mercado en comparación con otras tareas de nivel de instrucción similar, al tiempo que es la tarea con mayor contratación informal en nuestro país. Esto hace que sea sino el más, uno de los trabajos más precarizados.
En la serie Las cosas por limpiar, una mujer escapó de una situación violenta con su hija en brazos. Al intentar contemplar la ayuda que podía llegar a recibir, se encontró con la encrucijada de que para poder criar a su hija, necesitaba tener un trabajo, tanto para el sustento de ambas, como para conservar la tenencia a nivel legal. Si bien el empleo era un requisito indispensable para encargarse del cuidado de su hija, para trabajar debía encontrar a alguien que la cuide que no sea ella. Lo que podría parecer una paradoja de simple resolución, en realidad era la complejización de la misma encrucijada. No solamente encontrar empleo para una madre soltera y sin red se presentaba como algo altamente dificultoso, sino que el trabajo que la protagonista había logrado conseguir, tenía un nivel de precarización tal, que la mantenía lejos de la posibilidad de sentir a su labor como una garantía para cuidar a su hija. De pronto un servicio contratado por hora, podía ser suspendido a último momento, quedando sin cobrar una jornada de trabajo, que a su vez era necesaria para pagar la guardería, contratada específicamente para trabajar dicha jornada.
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Maitena. De la serie Mujeres alteradas |
Si bien la serie expone en crudo las dificultades de las mujeres víctimas de violencia para reconstruir su vida, también da cuenta de cómo cierta deconstrucción feminista y empoderamiento subjetivo permiten atravesar las adversidades, no sin insistencia, perseverancia y autoconfianza. Solo al escaparse y pedir ayuda, la protagonista pudo comprender que la situación de violencia excedía a los vidrios rotos y puños en la pared, significando su situación como abuso emocional. Al haberse puesto en contacto con sus emociones, armar cierta red y ver que su labor podía ser reconocida, así como su arte de escribir, logró utilizar al trabajo doméstico para catapultar su carrera de escritora, escribiendo sobre sus vivencias como mucama.
Más allá del final feliz, y de la referencia a la creatividad necesaria para autorreconocerse y empoderarse, la situación límite narrada en la serie puso en evidencia el escenario crítico en el que muchas madres trabajadoras se encuentran, independientemente de la tarea a realizar.
Esto nos lleva a reflexionar nuevamente sobre algunos puntos relacionados a aquella culpa machista, disfrazada de burguesa, con la que se encuentran muchas mujeres en el momento de elegir trabajar fuera del hogar, contratando a alguien para las tareas domésticas. ¿Por qué la pesadilla urbana de la ausencia de la mucama acarrea el nivel de dramatismo al que suele llegar? Las tareas domésticas, cuando no se contrata o se ausenta el servicio que las realiza, ¿implican una carga proporcional entre las personas adultas que habitan el hogar? ¿Cómo impacta una contingencia doméstica en la vida laboral de las mujeres, en comparación con la de los varones? La diferencia en la distribución de responsabilidades hogareñas, ¿tiene efecto en las contrataciones y remuneraciones percibidas por mujeres?
Quizás una cosa que quede por limpiar es una brecha de clase entre mujeres, que transforme la culpa burguesa en sororidad, la carga de las tareas domésticas en simple colaboración mutua, y la precarización por accesibilidad a un mercado laboral más justo para todas.
* Lic. Tamara Kritzer. MN 60685. Psicóloga clínica infantojuvenil. Atención de pacientes con consumos problemáticos en el Dispositivo Pavlovsky. Coordinadora del Dispo Teens.