Por Margarita Molfino
Sé que recorrí muchas ciudades, no tantos cuerpos como habría querido y sí muchos libros y películas que hacen por mí todo lo que no podría, no soy, no accedo. Sin embargo es poco lo que me acuerdo con nitidez, tan ínfimo lo acumulado a conciencia, pero a la vez tan grande la confianza en las capas que todo ese recorrido va armando. No me acuerdo, pero está todo ahí, ensanchando mi cuerpo, mi estar en el mundo... Percibo que esas experiencias que viví y otras tantas que imaginé, cuando vuelven lo hacen en forma de destello, de epifanía. Y casi siempre lo conductor entre aquello y esto, es alguna textura. Un color, un lugar, unas manos, un sonido, un olor.
La ineludible condición para vivir es que el tiempo pase, que lo vayamos perdiendo, usando, gastando o el verbo que mejor nos suene según sea el momento. El tiempo no espera a nadie. Esto fue lo primero que pensé cuando me convocaron a crear una performance sobre el tiempo de las cosas. Y a partir de allí, una miscelánea infinita. Todo incluye al tiempo. Vienen a mi mente aquellas cosas donde lo veo materializado; los párpados llenos de agua, las sábanas marcadas en la cara, lo roto, lo oxidado, lo gastado, lo sucio. Todo lo que eso trae consigo.
Volver a mirar algo, repetir una acción, hacer una tarea cotidiana a conciencia, mirar una misma película muchas veces, se constituyen hoy en gestos revolucionarios ante la obligada premisa de hacer mucho de todo, todo el tiempo.
Hago el ejercicio de mirar una foto largo rato hasta verla en movimiento, hay ahí tanto tiempo acumulado, granulado. Imagino su fuera de campo. Una vida en un papel, un gesto capturado para siempre. ¿Cuánto tiempo es para siempre?
Enlisto las cosas que perdí en el tiempo; ingenuidad, oportunidades, ropa, paraguas, personas, vínculos, colectivos, ídolos… Modos de estar y de ser. Modos de moverme.
Perdí sangre, uñas, dientes, pelos y mucha paciencia para algunas cosas. A pesar de la adultez, gracias a la adultez, también perdí seriedad y algunos miedos, a cambio de otros, claro. Perdí a mis abuelas y eso transformó mi relación con la muerte.
Si imagino una coreografía de la pérdida, la imagino borrosa, balbuceante, con algunas ráfagas de fuerza y nitidez, con erupciones de vitalidad.
Una amiga, que ya sabía que iba a morirse, dijo que lo que la entusiasmaba de su ya inmodificable situación era que por fin iba a conocer el último de los misterios de la vida; la muerte. Eso dijo. Algo así como la muerte tocando por la espalda a la vida, y en ese gesto una conciencia abrupta del tiempo.
Un niño me aseguró que todas las noches que no duermo es porque estoy actuando en sueños de otras personas. Un consuelo poderoso para las noches de insomnio, que disipa oscuridad y me llena de alegría.
Mi abuela pasó meses en la cama; convivían en ella una lucidez arrolladora y un cuerpo ya viejo y cansado que pedía parar. Le pregunté si se aburría de estar ahí, quietita, pensando. Me dijo que no solo no le pasaba eso, sino que le daba pena que ya no le alcanzara el tiempo para acordarse de todas las cosas hermosas que le pasaron en la vida. Mi mirada prejuiciosa otorgando una tristeza que no existía, y ella recibiendo ese reposo como un regalo para recordar y volver a pasar por el corazón.
Alguien con mucha clarividencia dijo que se vive para adelante, pero a la vida se la entiende para atrás. ¿Qué es adelante? ¿Qué es atrás? ¿Atrás de qué? Algunas comunidades sostienen que el futuro espera atrás, a sus espaldas puesto que es todavía lo desconocido; y que el pasado va adelante porque es lo que ya vivieron y todavía lo pueden ver. Es así que cuando se les pregunta por sus antepasados hacen un gesto giratorio con su mano hacia arriba y hacia adelante. Y cuando se les pregunta por generaciones más viejas, el gesto de esa mano se proyecta aún más hacia adelante, hacia el río, las montañas, el paisaje que esté enfrente, más allá. No puede haber un yo sin la consideración cabal del resto del mundo, un nosotrxs, sin el sol, el agua, un caracol o una piedra.
Voy a sentarme a ver un brote crecer.
Voy a pasar horas con mi compañera moviéndonos en lentitud, probando las mismas cosas de cada día, expandiéndolas.
Voy a perderme en un abrazo que dure todo lo posible.
Todo siempre está a la espera de ser descubierto.
En la demora surgen cosas, es cuestión de estar ahí plena y atenta, como cuando de pequeña me acuclillaba a esperar la intermitencia de las luciérnagas para llevarlas al cuenco de mi mano.
Para todo lo que se mueve el tiempo pasa más despacio, de Margarita Molfino y Alina Marinelli, se presenta dentro del ciclo El Tiempo de las cosas en el Centro Cultural Kirchner los días 6, 7 – 20 y 21 de noviembre 19 hs.