Aldana Calligo, arquitecta y fotógrafa, vagabundea por las callecitas de Buenos Aires en busca de sus ejemplares esquivos: los pasajes, tan personales en su diversidad.
Como una herida a cielo abierto -o cerrado, según el caso-, se ocultan en puntos diversos de la ciudad, cortando manzanas con más gracia que animador televisivo de programa de entretenimiento. Al hacer algo de ciencia sobre estos recodos apacibles, rompedores de simetría, ciertas voces mencionan zonas neurálgicas como más propensas a dar cobijo a su peculiaridad inherente: la de interrumpir el trazado convencional y ralentizar el tiempo, porque en estos sitios todo parece tener otro ritmo. Finalmente, aun cuando estén desperdigados por el mapa porteño entero, es en San Telmo, Almagro, Balvanera, Boedo, Monserrat, Palermo e, incluso, Constitución, donde es más fácil toparse con uno de ellos, ajenos -como están- a las habituales rutas de transeúntes. Y sí: los pasajes -la vedette de ocasión- son esquivos; pero el que busca, encuentra, y de hacerlo, hallará una variedad imperdible de estos caprichos arquitectónicos: desde aquel con forma de “U” o herradura (oui, oui, el de la Piedad, todavía con el cartel que reza “Entrada de carruajes”) hasta esos que emula la letra “L” con su giro de 90 grados (el Santamarina, por ejemplo, pensado y realizado por un arquitecto alemán por encargo, en pos de responder a la demanda habitacional de comienzos del siglo pasado); y siguiendo la lógica de caracteres, tenemos los clásicos en “I”.
Algunos, pasantes, unen dos calles; otros, dejando atrapado sin salida al paseante, vienen directamente en cul de sac. También están los modelitos tipo galería, con aires parisinos al modo de los passages couverts que enloquecieran a Walter Benjamin (que les dedicó el proyecto sin terminar Passagenwerk). Ni qué decir de las preciosuras estrictamente peatonales, como el Granville de Santa Rita (aka, “la puñalada”), haciendo las veces de patio comunitario, una condición que puede atribuírseles a otros pasajes. O los de historia maleva, otrora enclave de cuchilleros, como el Bollini, a quien Borges le dedicara en el ‘84 una sentida semblanza (“Contemporáneos del revólver, del rifle y de las misteriosas armas atómicas, contemporáneos de las vastas guerras mundiales, de la guerra del Vietnam y de la del Líbano…”). Los hay con espíritu andaluz (el Sarmiento), con mitología tanguera (el Carlos Gardel) y hasta con efecto… espejado. En efecto: capítulo aparte amerita el antológico y afrancesado Rivarola, a dos cuadras de Uruguay y Corrientes, construido en la década del 20 bajo el nombre pasaje de la Rural, luciendo sus veredas enfrentadas matemáticamente con fachadas idénticas en sus cuatro edificios replicados. Y si faltaba otra rareza, los hay que corren en diagonal, como el Francisco de Vittoria, que -dato adicional- presenta ingresos de servicio (para las principales, hay que dar vuelta a la manzana).
Los alrededor de 600 especímenes porteños -tan codiciados para alquiler o venta por peculiares, al quebrar el trazado urbano- no se quedan cortos en sus propuestas, recordando la no-grilla europea y un clima de época especial. Fundamentalmente, la de fines de 1800s, principios de 1900s, cuando -especulando con la tierra, y como producto planificado, emprendimiento particular- se mandaron a crear parcelas entre casas, amén de usufructuar con las rentas. Pero eso fue entonces; ahora, en cambio, lo que resalta es su identidad diversa. Que da identidad a quienes allí viven, como gentil retribución de favores.
Fotos: Aldana Calligo
Pasaje La Piedad
Pasaje Rivarola
Pasaje Carlos Gardel
Pasaje Enrique Santos Discépolo
Pasaje Santamarina
Pasaje Kavanagh
Pasaje San Lorenzo