Por Reina Roffé
Sonia Chocrón
Poeta y narradora de origen
sefaradí, Sonia Chocrón nació en Caracas en 1961 y es allí donde vive desde que
nació. Solo en dos o tres ocasiones, siempre por asuntos de estudio o de
trabajo, y por períodos breves, estuvo fuera de su lugar natal. Licenciada en comunicación
social, participó por concurso en el taller “El argumento de ficción” de
Gabriel García Márquez en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños (Cuba,
1988). Luego, viajó a México invitada por el premio Nobel para fundar el
“Escritorio Cinematográfico Gabriel García Márquez”. Ha sido guionista de cine
y televisión. Desde 1987 colabora en diversas publicaciones culturales y
literarias del continente en las áreas de poesía, crítica y narrativa. Cuenta,
entre otros, con poemarios como Toledana (1992), Púrpura (1998), La
buena hora (2002), La
virgen del baño turco (2008), Mary Poppins y otros poemas (2015), Bruxa
(2019) y Hermana pequeña (2020). También ha publicado libros de
narrativa: Falsas apariencias (2004), La
virgen del baño turco y otros
cuentos falaces (2008) y Las
mujeres de Houdini (2012). Su obra, publicada y divulgada
también en Europa, ha merecido premios y reconocimiento a nivel nacional e
internacional.
Su poesía parece construida con elementos en contrapeso, que dependen uno del otro: Amor y Muerte, Eros y Tánatos. Una forma de analizar el mundo, de aproximarse a él desde los extremos para ahondar en todo aquello que, muchas veces, escapa al entendimiento: el odio, la expulsión, los señalamientos, la brutalidad de los tiempos. Pese a todo, sus versos están cargados con la dulzura y la sensualidad de los cantos de juglaría, que son de esperanza; con los que provienen del romancero viejo, característico de la tradición literaria española. Versos en los que surgen voces hebreas y otras que provienen del ladino. Palabras maceradas con fragancias, costumbres familiares y rituales religiosos judíos. Hermana pequeña es su último libro publicado. Saúl Sosnowski, escritor y profesor argentino que reside en Estados Unidos, firma la contratapa de esta obra y dice que la escritura de la autora venezolana “nos atraviesa con su serpenteo, con el equilibrio que ansía en el centro del deseo, con la urgencia de atracar en el puerto que es un saludo a la paz. Allí se encuentra Sonia Chocrón: poeta en su casa”.
Hermana pequeña refleja un sentimiento de pérdida que abarca varios aspectos. Pérdida de lugar, de pertenencias, de seres queridos, de una historia personal y de abandono, sobre todo de los muertos, de los mayores. ¿Hay un intento de reescribir el Éxodo como hecho histórico incesante y también como leyenda literaria?
- Hermana pequeña recopila casi todo lo que he perdido en las últimas décadas. Por la imperiosa imposición de la naturaleza -y la muerte-, por la imperiosa imposición del destino -y lo imprevisto-, por la imperiosa imposición de un régimen temible -que arrebata y condena-, y de mi propia pequeñez -y mis miedos-. Incluso, más allá de las pérdidas personales, tropiezo también con pérdidas colectivas. Lo que no sabía yo mientras fraguaba este libro era que con el diccionario de lo ido iba a aparecer el diccionario de lo hallado. Así que sí, en Hermana pequeña reescribo todo un trayecto al exilio con sus mermas inevitables (cualquier exilio, hacia adentro o hacia afuera) y a su vez, todo recuerdo para llevar en el portamonedas. No sabía yo antes, hace unos años, que era posible marcharse tanto. Que el éxodo podía ser imperativo tarde o temprano y que de él estaría hecha hasta la historia propia. Nunca habíamos ni siquiera imaginado abandonar nada, ningún lugar, ni a nadie. “Para siempre” era la consigna. Pero la saga del éxodo, en efecto, ha terminado por ser la intersección sin fin de un relato bíblico y la historia misma de estos tiempos. Y, ahora lo sé, de todos los tiempos. En este libro lo condenso a mi manera, con asombro y miedo.
Resulta insoslayable detenerse en la primera página, en el fragmento del poema litúrgico para año nuevo, “hermana pequeña”, del Rabí Abraham Hazan de Gerona, siglo XIII, que abre y da título a tu libro, y da atisbos de una historia personal y de escritura marcada por la tradición judía, por una tribu en particular, con sus voces que provienen del español antiguo. Signo de identidad que te sitúa, pero se ensancha con tu enraizamiento latinoamericano. De hecho, el primer poema se titula “Caracas”. ¿Entre estas dos aguas navega tu escritura?
- Es exactamente así. Desde mi primer libro de poesía, Toledana, que narra con poemas, pero también con la estructura dramática de una ficción, la leyenda de la fermosa de Toledo, Raquel, y sus amores con el Rey Alfonso VIII de Castilla, y cómo a aquella judía los vasallos del monarca terminan por darle muerte por razones de Estado. Allí me aviento con un español hecho de retazos de ladino, de arcaísmos del castellano del siglo XIII, y de formas ya modernas del idioma.
Ese primer libro fue como plantarme y decir: estoy, soy. Este híbrido soy, esta lengua, estos idiomas. (No sin dudas, porque Toledana iba, para aquel entonces, a contracorriente). También mi primera novela, Las Mujeres de Houdini, que cuenta la historia de la extraña desaparición de la esposa de un judío en París, a comienzos de la segunda guerra mundial, y las consecuencias de esos siete días secretos de aquella mujer en fuga, en el futuro -que es el hoy- de esa historia, el vínculo contrariado entre madres e hijas, entre su hija y su nieta. Uno de los personajes de esa novela, cuando llega a la ancianidad, olvida el español y repentinamente solo sabe hablar en ladino, por ejemplo. Hace un tiempo leí en Letras Libres un relato delicioso de Enrique Krauze sobre una cena de Pascua en la casa de su padre, un Seder de Pesaj, que no es otra cosa que la cena conmemorativa del éxodo judío, y de su liberación de la esclavitud en Egipto. En el momento de plantear a los niños las cuatro preguntas canónicas que son la clave de la especialísima primera noche de Pascua, al interrogante “¿Qué festejamos esta noche?”, su -para entonces- pequeño hijo León respondió con un resumen en el que relataba, palabras más palabras menos, que como Dios había visto que los judíos sufrían mucho, le pidió a Moisés que sacara a su pueblo de Egipto. Y que buscara la Tierra Prometida para fundar allí una ciudad, en una gran laguna donde encontrara a un águila sobre un nopal devorando una serpiente. Así me imagino que lo hemos fabulado también nosotros, cada uno con su paisaje como telón de fondo. Yo, claro está, con el cerro el Ávila coronando la vida en esta tierra de gracia, que recibió a los míos desde el mar Caribe y su litoral encendido. Supongo que, por eso, mi éxodo recorre Caracas. Mi querido desierto particular. Por esas aguas nado casi siempre, me sumerjo, o floto. Y aunque a veces trate de saltar a otras orillas y marginarme de mis propias señas, no siempre lo logro. Lo que traigo siempre pesa más.
En uno de tus poemas, dices: “Es peligroso quedarse / Es peligroso irse”. El peso de abandonar resulta una traba en esos viajes de “afligidos”. ¿Qué es lo que más se teme dejar atrás, cuando, como tú señalas en otro poema, el pueblo israelita lo dejó todo a la salida de Egipto?
- Yo que me he ido de mi país sin haberme ido nunca (“también nosotros nos iremos, aunque el cuerpo se quede”, dice un poema de Hermana pequeña), temo dejar casi todo: a mis muertos, que me dieron la vida. Mi infancia. Mi pasado y hasta mi futuro. Mi casa. Imposible dejar el buen hacer de varias generaciones - mi familia materna llegó a Venezuela en 1870 aproximadamente y construyó un verdadero país. Y temo convertirme en olvido de lo que todos, antes de mí, fueron.
Es que respondiendo esta pregunta me doy cuenta del peso que es para mí dejar todo lo que ni siquiera es solo mío. No sé por qué me siento custodia de los territorios de unos antepasados que solo conocí en las historias de mis mayores. Pero es un hecho: si abandono lo mío, los abandono a todos. Si dejo lo esencial, dejo mi única casa centenaria.
En el mismo poema dices que “los muros de Jericó nunca han dejado de caer”. Sin embargo, no nos resignamos al derrumbe de todo aquello que hemos amado. ¿Tu poesía es un canto de resistencia?
- Ojalá así fuera para quien la lee. Para mí, lo es cuando la escribo o la sueño, y hasta cuando la corrijo. ¿Quién podría arrebatarme mis palabras? ¿Quién podría destruir a la poesía? Los poemas no tienen miedo. Con Hermana pequeña cumplo con mi deber de protestar. Dejo constancia. En este libro en particular los poemas se me parecen a las pequeñas piedras que los judíos solemos recoger de los destrozos, de la tierra, del camino, y que dejamos en el cementerio sobre las tumbas de nuestros muertos para que sepan que hemos estado allí. Que no los olvidamos. Que son eternos como las piedras y no volverán a morir.
Ahora ya cambio de rumbo en mis próximos libros para no quedarme en el no lugar de lo ido. (En el lugar de la benjamina siempre estaré, es lo único que sé de cierto). Me ha dado sosiego escribir Hermana pequeña. He hecho mi parte.
En este libro recoges también unos textos-poemas escritos en cursiva, que son sueños; más que sueños, pesadillas intercaladas. ¿Resignifican este viaje de pérdidas y desencantos?
- Incluí las pesadillas porque en ellas encontré pistas, acertijos y revelaciones que asomaban de manera distinta a las de los poemas.
Durante varios años, tal vez cuatro o cinco, el tiempo en el que escribía Hermana pequeña, soñaba mucho. Tenía pesadillas con mucha frecuencia. Así que, al despertar, corría a escribirlas para que no se me olvidaran. (Creo que no quiero que nada se me olvide, a lo mejor todo se trata de eso). Así que cuando me di cuenta de que mis sueños eran como un “detrás de cámaras” de la película completa, decidí incorporar los más transparentes y llevarlos al camino de la errancia en la misma valija.
¿Quien se va de su tierra es o se siente “peso muerto”, “exceso de equipaje” en la travesía? ¿O como señaló Reinaldo Arenas en su autobiografía, Antes que anochezca, “un fantasma, una sombra de alguien que nunca llega a alcanzar su completa realidad”?
- Irse -eso siento- es desdibujarse, sí. Pero incluso es peor: es convertirse en peso muerto, en algo así como un baúl de cartas cerradas. ¿A quién le interesarán, a quién le sirven? ¿Para qué cargar con un pesado arcón? Ocurre, por suerte para Arenas y ojalá también para otros como yo, que escribir puede ser también un lugar para quedarse; aunque no pueda uno comprarse allí una casa ni unas frutas del mercado, es un asilo. Si he de vivir en ninguna parte, siendo sombra o irrealidad, o si “el único regreso posible es hacia adentro, no hacia atrás”, -como leí una vez de Pérez Firmat- que sea en la escritura. Y sin dañar a los míos.
¿Qué se viene con nosotros en el traslado, lo que se cuela sin que nos demos cuenta, lo que forma parte de uno y vuelve con certezas de una vida hecha, construida, lo que no se “traga la letrina del destierro”? ¿“Las noches de pascua y perdón”, la gallinita que sacrifican en nuestro nombre en kippur (día más sagrado del año judío, de la expiación y el perdón), la que era tu kapará (vocablo asociado al rescate para purificar las faltas), se iba por ti, la que daba su vida por la tuya?
- Se viene todo. Y no viene nada. Por eso el afán de un libro inventario, libro valija. Para incluirlo todo o casi todo. Para no olvidar las pequeñas cosas que no pueden faltar en los viajes afligidos. Para que no se quede en el camino lo que fue importante para mí o para mis hermanas, mis padres, o para mis antepasados. Y para dejar el rastro de unas pocas migas en el camino por si alguien quiere encontrarnos.
Tu poemario es un canto de resistencia, como decía antes, pero también una plegaria sin destino, oración sin esperanza. Me refiero a ese conmovedor “Meldemos un kaddish por el porvenir/ difunto” (meldar es rezar con absoluta concentración y entrega, orar con todo el ser; el kadish es la oración que se entona en los rituales de duelo y funerales).
- Es que en Venezuela hemos dejado de pensar en el futuro. Se esfumó, de momento. Y mi pensamiento infantil y mágico cree que las palabras a veces tienen un gran oidor que las espera y les dice amén. Que les ordena que se cumplan, que se hagan ciertas. Que un decreto así tal vez podría hacer cumplir la buena voluntad, el bien. Como el verbo bíblico que fundó el mundo. ¿No podría acaso una plegaria ordenar un mejor destino? ¿Un mejor final?
Pese a los ríos turbulentos de tu relato poético, a la obcecada pesadilla de niña judía, ¿piensas a veces que la vida puede ser una taza de té con hierbabuena? ¿Es la escritura esa hierbabuena que restituye y encauza el dolor hacia una zona de mayor vislumbre y amabilidad?
- La vida ya ha sido para mí una taza de té con hierbabuena, por eso sé que puede serlo y serlo de nuevo. Entonces la nombro para invocarla, como comentaba en la pregunta anterior. Pido. Reclamo. “Meldo”. Yo pido, por si alguien oye. Y -es algo curioso porque no soy una mujer de fe, soy mujer de tradiciones y no creo que los milagros existan- al final de todo lo imposible, imagino un resquicio, una última oportunidad. Mínima, borrosa, inasible, sí. Pero paciente y benévola. Con olor a hierbabuena.
¿Este libro es una autobiografía desde el punto de vista de la hermana menor que invoca con dulces palabras a Dios, la que implora que finalicen todos sus males con el año y desea, al fin, ser vista y oída, en un momento crucial de su vida, de su país, que es “una cripta tropical”?
- Lo es. Es un libro que cabalga a saltos en mi biografía de hermana menor de tres mujeres, y en la biografía, radiografía, fotografía de mi país, moribundo y destrozado, repentinamente vil. No me quedan padres, ni abuelos, ni sabios, y ni siquiera quien me dé la bendición, como solían hacerlo mi madre y su madre. Mi papá. Mis tíos. Que invocaban con verdad la protección del espíritu de D-os sobre nosotras.
Me queda una religión que heredé. Tradiciones (el Todopoderoso del Antiguo Testamento, un ayuno, un pan ázimo, la bandeja pascual, canciones que aprendí en el colegio para todas las celebraciones hebreas y que aún sé de memoria). Un idioma de familia. Y las ganas de que alguien, aunque sea invisible, vele por nosotras. Que nos salve del desamparo y nos bendiga otra vez.
Selección de poemas de Sonia Chocrón
De Carta de naturaleza, inédito. 2021.
Kintsugi*
Es compasiva la técnica del kintsugi
Así
se esmeran los japoneses
en remendar las heridas
de lo bello.
La quietud que habita lo inmaculado
carece de la gracia y la misericordia
de
la restitución.
Sin
embargo, lo sabemos:
no hay belleza en todas las fracturas
ni enmienda irrefutable para todo dolor.
Las
olas también se rompen.
Y
no tienen
remedio.
*(El arte del Kintsugi consiste en arreglar las fracturas de la cerámica con un barniz de resina de polvo de oro, plata o platino. Es como decorar las heridas del universo -propio- con los delicados hilos de la clemencia.)
***
Caracas
La
orden es partir pronto
con las niñas de los ojos
con las flores atascadas en la garganta
para
no gritar
Y
guardar las sagradas escrituras
los lugares ya cenizos
los muertos los parques y mascotas
para cuando volvamos
del miedo.
***
Sin
embargo
había una gallina pequeña para mí.
Hubo
una gallinita todos los años
Hasta
que tuve doce
Llevaba
mi nombre y mi apellido
Y
moría anualmente
durante
Yom Kippur
Era
mi kappará
Se
iba por mí
Daba
su vida por la mía
Como
si fuera Jesús
O
una buena madre judía
La
sacrificaban después del año nuevo y
cada
víspera
del
perdón
Sin
mi consentimiento
Ahora ya nadie muere por mi
Solo
yo
soy mi propia condena.
***
De
Mary Poppins y otros poemas, 2015
Mary
Poppins
Después
de tanto amor por la familia Banks
Mary
se iba volando
con el viento a favor
del final
y sin fotos para llevar en el portamonedas
porque su deber había sido consumado
De
la misma forma recuerdo
la mirada de mi madre y sus ojos
que también de mucho amor
se hicieron technicolor
la última vez que su silencio fue eterno.
Ella
nos vio para siempre
(y sentí vergüenza por los sueños
que no le cumplí,
que nunca soñé yo)
y acompañamos su calma al final
como lobas en vela
por la predecible huida de Mary mamá
Poppins
yéndose levemente en su paraguas volador
al aire
difusa
cada vez menos,
hollejo, escama
cada vez más mínima en la pantalla de la
memoria
cada vez menos
como nosotras junto a ella
ausentes ya
de todo pasado
y de todas las promesas.
***
De
La Buena Hora, 2002
Orden
Hay
que hacer orden en la casa
lavar la losa, vestir la cama
hay que hacer orden en la casa
plantar las flores de calabaza
borrar el rastro de la melaza
buscar la música de las cosas
haciendo orden, haciendo casa
con las palabras para formarlas
poner el orden
formar la casa
con un ejército de palabras,
que nadie sepa, que nadie vea
que las glorietas se están cayendo;
que hay que hacer orden en la casa
para que el ave de la tristeza
se vaya al parque o a la avenida,
poner el orden dentro de casa
y que no crezca la angustia ciega
que crece en ella cuando es de día,
bañar de azúcar y sangre impía
todo resquicio de las esquinas
que Dios la ampare y la favorezca
de la traidora melancolía
del mal de ojo y la villanía;
que hay que hacer orden
quitar la traza, barrer el polvo
todos los días
limpiar la casa, poner el orden
que si nos vence, nos vencería
la muerte eterna, la pena en vida
matar el orden, cegar la herida.
***
De
Púrpura. 1998
Canción de
cuna
La
madre del niño le ora y le siente
aún cuando anide invisible en su vientre:
ese niño quiere venir circunciso
y que su silueta pequeña y borrosa
le robe a la madre los ojos, la frente
le pida una mano, le ampute la otra
le recen el nombre, desciñan su boca.
Este
niño quiere que antes de nacer
su madre le cante y le dé de beber
las notas que queden después del concierto
las sílabas buenas que resten del tiempo.
Ese
niño quiere que para nacer
destilen despojos del mal y la pena
que vienen al mundo a pagar su condena;
que venga rosado, perfecto e inmune
como un corderillo de leche y perfume,
que nadie lo hiera de herida sangrante
ni punce sus ojos con clavos de olor.
***
De
Toledana, 1992
XIX
Soledad
sin tino y angustiosa
que abrazas de imprevisto mi existencia
no das pausa ni licencia ni sosiego
a tu voracidad recién despierta.
En
tu seno de anchura inquebrantable
donde urdes los más amplios abandonos
un sentimiento te imita y te desploma
y vence de ti lo que de ti toma:
Es
el amor la soledad más grande
porque ninguna parte es lugar
y toda la gente es nadie
cuando se quiere solamente lo querido.
Pero
es el amado el descanso,
lo preciso y la única compaña,
la más voraz certeza de tu fin.