Por Stella Galazzi
La pelota rebota y salta el tapial.
Gran
alboroto, gritos, el llanto de Matías: su pelota nueva regalo de cumpleaños,
largamente esperada, en el terreno del vecino.
Roque, el
vecino, no devuelve las pelotas; se dice que las corta con una navaja y las
estaquea en las cañas de los tomates, o que luego de cortarlas les tapona la
boca con hojas secas y las tira en el sótano. Sea cual sea la verdad, todos saben
que las pelotas no vuelven.
Los niños
escuchan callados apoyando la oreja contra el tapial.
En otras
ocasiones, Roque apareció desde el interior de la casa golpeando la puerta
mosquitero, gritando, amenazando con llamar a la policía; maldiciendo a los
padres porque no saben o no les importa dónde juegan sus hijos ni los daños que
causan.
Hoy no se
escucha nada.
Aprovechando
que, por suerte, Roque no está y ante el desconsuelo de Matías que se está
lavando la cara con sus lágrimas, los chicos traen una escalera tratando de no
despertar de la siesta a los adultos.
La escalera
es pesada y alta.
Matías ya
no llora, pero se queda acurrucado en un rincón. No solo está triste porque
perdió su pelota, ve la mano inmensa del padre acercándose a su cara, a su
madre interponiéndose, los gritos de ambos, el susto de su hermanita, él
prometiendo lo que sabe no podrá cumplir. La cena en silencio, los ojos tristes
de su madre, el ceño fruncido del padre.
Promete
secretamente estudiar todas las tablas si recupera la pelota y nada horrible
sucede.
Carlos con
sus 10 años es el hombre del grupo, sube la escalera y descubre que detrás de
la pared, oculto a simple vista, hay un alambre de púas retorcido y debajo de
éste una hilera de coronas de Cristo, esa planta que tantos vecinos ponen en
los canteros de la vereda para que no se instalen los vagabundos ni se acerquen
a mear los perros. Si Cristo supiera que sus espinas se transformaron en un
peligro para todo aquel que tropiece y hunda sus narices entre esas matas como
si fueran su mismo manto, renunciaría a su sacrificio.
A unos
metros del cerco espinudo ve la quinta, muy ordenada en surcos y canteros
marcados con los sobres en los que vienen las semillas; más allá, un tanque
negro lleno de agua, una pala, una guadaña, una azada, un rastrillo, un hacha,
un serrucho, unas grandes tijeras de podar, sogas y ganchos. Al fondo la puerta
cerrada y la ventana también cerrada por unos postigos de chapa gris.
Silencio.
Ni pájaros.
Ni mariposas. Ni abejas.
Ve al fin
semihundida en un verde brillante de lechugas la pelota.
Carlos
desciende y se junta con los otros chicos; hay que hacer un plan, hay que
asegurarse no solo de cómo poder entrar sino, lo más complicado, cómo poder
salir.
Se les
ocurre buscar una soga, atarla a la escalera y dejarla caer hacia el otro lado
para descender a lo de Roque y para trepar luego por ella al volver.
Uno de los
niños ofrece la que su padre usa para levantar los baldes con cemento.
Todos traen
de sus casas algo que pueda servir para el rescate.
Carlos pide
un voluntario porque él siendo el más fuerte, tiene que sostener la soga y
asegurar la escalera.
Juan ve la
oportunidad de ser tenido en cuenta por el grupo que siempre lo deja de lado
porque no tiene nada para aportar o porque es muy chico para saber o porque es
muy débil para aguantar. Todos lo miran dudando pero reconocen que es la mejor
opción, un poco por convicción y otro por miedo a ser ellos los que pisen el
terreno del Maldito-así lo llaman a Roque los adultos -sin dar ninguna
explicación.
Preparan a
Juan, le vendan con trapos manos y piernas para protegerlas de las púas y las
espinas, le tapan la cara con un pañuelo estampado con rosas rojas que él mismo
le sacó a su madre y le ponen un cuchillo de cocina en el cinturón por si
acaso.
Los
preparativos se transforman en un juego y casi queda olvidada la pelota.
Incluso
Matías corre a su casa y trae unos buñuelos y se los pone en el bolsillo a Juan
que a esta altura es una especie de ekeko enano pintado de mil colores, cuyos
ojos brillan afiebrados.
Carlos los
hace callar, la algarabía podría despertar a los durmientes.
Juan sube
la escalera con paso seguro y los mira desde lo alto vacilando.
Pasa una
pierna, pasa la otra, se apoya sobre el alambre que cede un poco y con la soga
entre las manos salta más allá de las coronas.
Se inmoviliza
agachado, esperando la salida de Roque, tapándose la cabeza para hacerse
invisible o para protegerse de los golpes.
Desde
arriba le avisan que no hay moros en la costa.
Cruza los
canteros por el costado sin pisar las plantas, toma la pelota, la tira hacia el
otro lado y cuando esta por volver ve un ciruelo cargado de frutas moradas y no
resiste, se acerca a la planta y toma todas las que puede armando una bolsa con
el pañuelo de su madre; luego vuelve corriendo hasta la soga, lanza las
ciruelas con felicidad hacia sus amigos y empieza a trepar.
Se
interrumpe el silencio de la siesta cuando un vecino grita: ¡Viene El Maldito!
Juan se
asusta, se desespera. Algún amigo huye abandonando el rescate porque teme que
su padre lo mate.
Carlos se
cuelga de la soga y tira con todas sus fuerzas, Juan pone un pie sobre el
alambre, el miedo lo enceguece, en su cabeza retumba ¡viene El Maldito!, ¡viene
El Maldito! como un mantra aterrador. Se resbala y apoya instintivamente el
brazo, las púas penetran en su hombro, desgarran la tela de la camisa que queda
colgando del alambre.
Matías
trepa la escalera para ayudarlo, avisa a todos que Roque aún no aparece. Juan
gira la cabeza y ve el pañuelo de su madre extendido sobre las espinas. Matías
lo apura, le tiende los brazos y lo arrastra sobre el tapial, ambos bajan
despavoridos.
La sangre
es mucha y todos se asustan. Juan se agarra el brazo, llora en silencio, frota
una pierna contra la otra nervioso y los trapos se van desprendiendo, pero el
dolor sigue como si un hierro al rojo le marcara la carne.
El vecino
buchón se encierra en su casa.
Carlos lo
sostiene sobre su falda.
Matías
aliviado y con la pelota debajo del brazo corre y vuelve con la madre de Juan.
Ella lo
abraza. “Es solo el brazo”, repite como un conjuro para alejar de su cabeza la
imagen de lo que pudo ser.
Juan
recuerda las rosas rojas y pide perdón sin mencionar el pañuelo perdido entre
las espinas.
La madre
envuelve con el delantal la herida abierta y levanta a su hijo en brazos, al
hacerlo ve en el piso las moradas ciruelas, las recoge poniéndolas sobre el
pecho de Juan y lo mira a los ojos compartiendo una gran sonrisa.