Ningún día

Texto y fotos: Silvina Quintans

No day shall erase you from the memory of time”, la frase está estampada en una de las paredes del Museo-Memorial de las víctimas del 11S en Manhattan. Está escrita en letras enormes sobre un mosaico celeste, como si el tiempo fuera de ese color y pudiese desgajarse en cuadraditos.  Así se ve la foto que acabo de encontrar en la pantalla.

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La foto la tomamos en enero de 2017, Trump acababa de asumir su mandato y las esquirlas del 11S seguían en carne viva donde alguna vez estuvieron los cimientos de las Torres Gemelas. Para llegar hasta allí tuvimos que pasar la misma seguridad que en un aeropuerto: vaciar los bolsillos, despojarse de monedas y cinturones, sacarse los zapatos, mostrar pasaportes, cruzar detectores de metales, someterse a ocasionales palpaciones. Hasta mis hijos, que por entonces tenían 13 y 16 años, eran sometidos a un minucioso escrutinio por uniformados que, a cara de perro, reforzaban el estado de sospecha.

Entramos al memorial cuando ya era de noche: la estructura de vidrio que hace de entrada ya no dejaba pasar la luz, los turistas se habían ido y el silencio pesaba en cada uno de los siete subsuelos. Entre el morbo y la memorabilia, cada piso que bajábamos era una nueva temporada en el infierno.

¿Qué es la memoria? ¿Es esta pila de objetos recogidos del caos de los escombros y ordenados en vitrinas? Tarjetas de crédito y celulares calcinados, zapatos llenos de polvo, cascos aplastados, monturas de anteojos, restos de vidas bajo las cenizas ¿La memoria es este terraplén bajo tierra que sigue en pie como el Muro de los Lamentos, o las columnas retorcidas que los creadores del Museo se empeñan en exhibir como si hubiera una esperanza perdurable entre tanta fragilidad? Porque las Torres se imponían sobre el skyline de Manhattan con la misma vocación de eternidad con la que el Titanic navegaba por los mares del Norte, como si el tamaño o la megalomanía conjuraran la fragilidad y el tiempo. ¿Y si la memoria fuera esta foto gigantesca de las Torres intactas, el frente espejado con pedazos de cielo? “Así eran las Torres la primera vez que subí, hace 27 años”, les cuento a los chicos, que no están demasiado interesados en mis historias.

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Subí dos veces a las Torres. La primera tenía poco  más de veinte años y había venido a trabajar de “au pair” -una forma elegante de decir niñera- en la casa de una pareja de yuppies que acababan de mudarse con su bebé a Connecticut. Darien, la localidad donde vivíamos, era un paraíso WASP (white-anglo-saxon-protestant) con mansiones desparramadas entre bosques, curvas y lagunas. Mi trabajo era cuidar a Mark, un bebé calvo y sonriente que dormía una siesta a media mañana y me permitía estudiar para los cursos que tomaba en la universidad. Los miércoles, mi día libre, tomaba el tren para visitar Manhattan.  Nueva York siempre fue una ciudad cara, sobre todo para una estudiante latinoamericana que llegaba con poca plata, por eso exprimía todo lo que era gratuito: caminaba hasta quedar exhausta, pasaba horas en la Biblioteca de Nueva York, conocía cada ventanal de la estación Grand Central, caminaba por el Central Park, escuchaba con atención a los artistas callejeros, me probaba ropa en negocios caros, solo por el gusto de asomarme a otras vidas posibles.

Antes de volver a la Argentina, después de un año de hurgar en calles y rincones, elegí un edificio para ver la panorámica de la ciudad. La recomendación era unánime: si había que pagar una entrada, convenía ir a las Torres Gemelas que eran  mucho más altas que la competencia y permitían fotografiar a sus vecinos más elegantes como el Empire State, el Crysler Building o el Rockefeller Center. Pocos días antes de volver a Buenos Aires, en el piso 107 de la Torre Sur del World Trade Center, descubría que aquella ciudad de sombras largas, de edificios que cortaban el cielo a cuchillo, en realidad era casi de juguete, apenas una isla cercada por aguas y puentes, los rascacielos como cajas de fósforos, el Central Park un manchón verde y la Estatua de la Libertad una muñequita que resistía en medio del río.

La segunda vez que subí a las Torres fue el 18 de julio de 1994. Recuerdo la fecha porque estábamos volviendo al hotel con mi amiga Roxana después de visitar las Torres, cuando vimos que el cartel luminoso de Times Square conjugaba las palabras Argentina, atentado y “jewish community”.  Al principio pensamos que era un aniversario del atentado a la Embajada de Israel, pero enseguida comprendimos que se trataba de un nuevo ataque. Todavía no recuerdo cómo hicimos para comunicarnos con Buenos Aires, creo que teníamos una tarjeta para hablar desde un teléfono público. Mi amiga trabajaba a dos cuadras de la AMIA y alguien le contó que en la oficina estaban todos bien, pero que el ataque había dejado  decenas de personas desaparecidas debajo de los escombros. Pocos días después volvimos a Buenos Aires, yo estudiaba periodismo y la primera asignatura que me dieron fue acercarme a la calle Pasteur y reportar lo que veía. No pude escribir, volví a clases con la garganta cerrada y el rímel corrido. La profesora me increpó: “Si querés ser periodista a la hora de reportar no podés dejarte llevar por las emociones”. 

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En el último de los subsuelos del Memorial entramos en una sala que recrea el 11 de septiembre de 2001 desde los minutos previos al impacto, hasta las desesperadas operaciones de rescate. Se escuchan las voces de los bomberos, los saludos póstumos de las víctimas, las explosiones, la desesperación, la silueta de un hombre que se arroja al vacío, las multitudes que se precipitan escaleras abajo.

Estoy embarazada de Sebas, en reposo, vulnerable, la panza crecida frente a la ventana del piso 22. Santiago está en Tribunales, se fue temprano, y yo apenas puedo moverme del sillón. Pongo un noticiero y no puedo creerlo: un avión se incrusta contra una de las Torres. Me levanto y cierro las persianas, como si la torre de Caballito en la que vivimos también estuviera en peligro. Santiago me llama desde un teléfono público para ver si sigo con pérdidas. Le cuento lo de la Torre y lo minimiza, debe ser un accidente. Mientras hablamos veo el segundo avión y tartamudeo, no tengo más palabras. Al rato las Torres se desploman como cataratas de polvo y yo pienso en mi bebé, en el mundo al que va a venir, en las persianas bajas.

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Una de las últimas salas del Museo-Memorial es un cubículo. Entro en la penumbra y me miran las tres mil caras de las víctimas iluminadas en un mosaico de expresiones humanas. Sebas y Nico entran a la sala, quedamos los tres en silencio.

Donde alguna vez estuvieron las Torres ahora hay dos huecos, piletones gigantescos que chupan el agua hacia la tierra, placas de bronce en los bordes, flores y ofrendas solitarias. Debajo de las piletas están los cimientos de las antiguas Torres, el Museo-Memorial subterráneo que acabamos de visitar. Alrededor, un bosque simbólico plantado en el cemento con plantas raquíticas que nacieron del gajo de un árbol calcinado bajo los escombros. Hacia arriba,  la silueta del One World, el nuevo rascacielos que no pretende ser reemplazo pero lo es. Más allá, una modernísima terminal que parece el esqueleto de un animal marino. Cuanto más nos alejamos, más se nota el vacío.

“Ningún día te borrará de la memoria del tiempo”, dice la frase de Virgilio que encuentro entre las fotos, mientras busco material para la columna sobre los veinte años del atentado. La memoria: un rompecabezas de nombres, caras y mosaiquitos celestes.