Las ruinas salamónicas

Por Guadalupe Treibel

Con el retorno del turismo y la llegada de temperaturas más amables para la aventura, Damiselas en Apuros sugiere un paraje de encanto imposible, detenido en el tiempo: Villa Epecuén, fundada hace exactamente 1 siglo, aunque (casi) nadie la habite hace más de 3 décadas, tras quedar sumergida en aguas de salinidad extrema. Dicho esto sin ir en desmedro del colindante Carhué, paraíso termal y de la pesca de pejerrey, a 540 kilómetros de Capital Federal, cerca del límite con La Pampa, que también fue visitado por la cronista firmante en febrero de 2015, escribiendo entonces para esta revista las líneas que siguen. Aunque en aquella oportunidad no tuvo chance de observar el manto de sal que cubrió su costa hace apenas unos meses, sí pudo observar otros atractivos ineludibles… mientras aventaba toda suerte de insectos.

Restos de Villa Epecuén

En plan “fin de semana largo, nueve horas de ruta en bondi lechero y vamos a un sitio fantasma”, la sed expedicionaria me deposita en Villa Epecuén, pueblo balneario que desapareció bajo el agua en 1985 y que, harto sabido, ha vuelto a resurgir modestamente cual ruina patria. “La Atlantis bonaerense”, le dicen, “el Titanic nacional”. Pues bien, haciendo pie en Carhué, cruzo la imaginaria línea lindera y me embarco en una dirección de tierra donde la sensación sahariana es completada por el escenario de posguerra: el polvo que golpea entre ráfagas, las ráfagas que impiden ver las absurdas canillas al paso que naturalmente no funcionan, los árboles muertos con su piel de albura. No por nada, el nombre en mapuche está avisando: epe, casi; cuén, asar.

Matadero, Salamone

Casi asada, entonces, camino varios kilómetros y, de pronto, asoma la visión: un matadero. O, más bien, “el” matadero, invención de don Francisco Salamone -en años recientes, venerado arquitecto-. Nomás entrar y notar el estado raído de las instalaciones, habitadas por un nutrido ejército de libélulas que entorpecen el paso; las puertas con detalles en cruz, las pintadas de rigor: fantasmas amarillos, un San La Muerte con hoz en mano huesuda y el clásico “Aguante Hurlingham carajo” de algún visitante emocionado. Aguante, loco. Busco refugio en la sombra; me siento sobre una piedra, respiro, relajo… En apenas siete segundos -cronometrados-, tres gusanos han hecho base de operaciones en mi pierna. ¿Cómo demonios…? Me los sacudo una, dos, siete veces, y sigo la cruzada, no sin antes advertir gran movimiento gran por el rabillo del ojo ¿Acaso un animal…? ¿O el espíritu de Esteban Echeverría? Alargando el cogote, registro el vaciamiento total, de ultratumba, de cripta de película de la Hammer. Estoy sola de toda soledad. Rajo a los piques. 

Playa ecológica

El pique me lleva a la “playa ecológica”, título con el que -según informa algún folleto promocional- las autoridades locales han intentado dar un toque moderno, sustentable a la villa. Cuestión que habemus playa; no así bálsamo refrescante. Ni bien atino a poner un pie en la laguna, ya los diviso. Oh, sí, allí están. Como arrocitos vivos e inquietos, se mueven en la orilla: son artemias salinas, bichos que le han valido a Epecuén otra excéntrica chapa, la de presuntamente proveer de materia prima a Estados Unidos para producir los sea monkeys de antaño. ¿Ubican? Cositos secos, tipo polvo, embolsados y en estado de animación suspendida. En condiciones adecuadas, agua mediante, volvían a la vida, para alegría de yanquis y otros terráqueos ochenteros que gustaban de inexplicables mascotas. Los lugareños se adjudican el ingenio, Wikipedia se lo asigna a un inventor alemán; y siguen las firmas... Cuestión que, tras la frustrada zambullida, la insolada voluntad me obliga a próximas instancias.

Epecuén

¿La primera? Los restos del pueblo propiamente dicho que, piolada criolla, pide plata por ingreso. Le doy los pesos de rigor a la solitaria oficinista, encerrada ella en una microcabina con ventilador y heladera. Ante mi aspecto afiebrado, piadosamente me ofrece un néctar: bebida saborizada, finamente gasificada y, punto clave, congelada. Pago. Me da el vuelto y un consejo: “Hacé tres cuadras por esa calle y te chocás con Pablo Novak, el último habitante que queda”. Querría corregirla; decirle que leí Agua Mala, de Josefina Licitra, y que allí se explica que Novak es un chanta que llegó después del desastre y, desde entonces, se adjudica ese título. En consecuencia, los medios internacionales lo entrevistan, sale en documentales, y la fabulación prosigue. “Construcción de mitos marketineros”, pienso en jerga al uso. Me largo silenciosamente y me topo con el viejo -sin mar, pero con perro-, que posa para unas turistas con sombreros de ala grande y cámaras último modelo. Están chochas, salta a la vista; acaban de conocer al sobreviviente que ya es leyenda. Continúo por otras callecitas: lo que, supongo/interpreto/descifro, solía ser el restaurante intitulado “Hola, ¿qué tal?”. Nombre ni siquiera superado por el de “Alfajorlandia” o “Bim Bam Bum Recreo”. Y, más allá, casas donde apenas quedan cimientos, toboganes casi ahogados, ácido, no mucho más.

Cristo de Salamone

La fe, que mueve montañas, me arrima al Cristo del querido Salamone que, resistiendo la inundación, persevera en su pose crucificada, pero con las olas se fueron las manos y hoy son puro muñón. No se registran zombis -¡ay!- en la vedette de la jornada: el viejo cementerio. Allí recibe una virgencita minúscula, sobre lo que supo ser un paredón. Inevitablemente surge el relato urbano: que cuando las aguas malas taparon a los muertos, familiares horrorizados contrataron a buzos para que rescataran lo que pudieran. Y aunque algún cajón flotó más de la cuenta, otros fueron recuperados y devueltos (muchas veces a dueños incorrectos, que aceptaron los restos como propios, tan grande era su devoción). Que, muchos años más tarde, cuando los niveles comenzaron a bajar y las cúpulas de los nichos se hicieron visibles, los lugareños firmaron un referéndum para martillar aquello que sobresaliera, no fuera cosa que el paisaje espantara a quien buscara nadar plácidamente. Todos hechos que se corroboran a simple vista: las cruces partidas, las piedras abiertas, alguna foto obstinada y, por supuesto, perennes flores de plástico. A lo lejos, por detrás de la necrópolis, un grupo inesperado: cinco o seis individuos hacen avistamiento de flamencos rosa furioso; los señalan mientras vuelan sincronizado, acrobacia natural sobre el lago Epecuén.

Afiche en Museo de Villa Epecuén

Lago que, según el análisis físico y químico que provee la folletería local, tiene “agua hipermarina que supera ampliamente la salinidad del mar, siendo un flotario de naturaleza al igual que su homólogo, el Mar Muerto de Israel”. “Colchón hidráulico” que produce “intensa relajación muscular”, cuyo nivel de azufre a nivel cutáneo epidérmico tiene “efectos queratoplásticos y queratolíticos”. “Aguas analgésicas con efectos antiinflamatorios, resultado aptas para afecciones del aparato locomotor: artrosis, artritis, fibromialgia…” ¿Alguien quiere más?

Habría que aventurarse en los baños termales -famosos entre la alta alcurnia a principios del siglo XX- para corroborar dichas bondades. De vuelta a Carhué entonces, donde esperan las correspondientes instalaciones, acompañadas de leyendas que me apuntan directamente: “Usted necesita descansar, está agobiado por las penurias cotidianas. El stress sostenido enferma y mata. Según psicoterapeutas y médicos fisiólogos, los momentos más placenteros de la vida se manifiestan en el agua, ese mar materno que presenta el líquido amniótico. Ese lapso es irrepetible. Al menos deje que las aguas termales lo acaricien sutilmente con remembranza de un tiempo mejor”.

Sin remembranza alguna de un tiempo mejor pero ciertamente relajada, al rato estoy flotando. Literalmente. Por más que intente (e intento), no logro sumergirme, tal es el grado de salinidad. Y con los ojos irritados, el calorcito agradable, las sustancias haciendo su tarea, se me pasan los 30 minutos recomendados. Tic, tac, toc, 40, 45, 50… Hora y diez más tarde, felizmente embriagada, me quito los remanentes y, pulcrísima, me paseo por la noche pueblerina buscando un sándwich que complete la nube de gloria. Pero, claro, ilusa porteña: son las 23 pm, la gente duerme. Salvo los empleados de las heladerías, dispuestos a calentar unas empanadas de cabotaje, de cuyo relleno preferiría no enterarme. Y mientras embucho, comienza a caer… granizo. ¡¿Qué?! La pucha. Panza llena, corazón empapado y un gaucho, Carlos (55), en la puerta del hotel, con demasiadas ganas de conversar. Lo que me faltaba…

Cementerio

Mañana será otro día, un día donde visitaré el espacio multicultural La Dama, en Carhué, y veré una muestra de fotos de los días de gloria y de desgracia de Epecuén antes y durante la inundación, pero no podré completarla porque hay una paloma que se empeña en volar en el recinto, entre las imágenes. Ningún simbolismo: el ave no resigna espacio y yo, levemente amenaza, pienso en Tippi Hedren y vuelvo al pique. También habrá paseo en bicicleta, calles vacías a la hora de la siesta, la Municipalidad de Alsina (más art decó, más futurismo italiano, más funcionalismo salamónico), barro con propiedades místicas. Y una iglesia –Nuestra Señora de los Desamparados- donde una serie de afiches claman: “Mónica L. espera la devolución de su libro El hombre de Dios, tomo 11”. Se dicen los pecados y no el pecador… ¿Dónde lo habrá conseguido si aquí no se avizora ninguna librería? Por fortuna, el santuario cristiano carece de insectos; ningún riesgo de vértigo en mirar el campanario petiso. 

 

Pasadiscos sobreviviente de la inundación. Museo Epecuén

Municipalidad, obra de Salamone

Detalle luz al interior de la Municipalidad

Busto de José de San Martín, interior Municipalidad

Detalle del Matadero

Cine de Carhué

Gatito de Carhué

Cementerio

Evita en Carhué

Árbol pelado por la sal

Villa Epecuén

Villa Epecuén

Todas las imágenes fueron tomadas con el celular que acompañó a la cronista.