Cuerpo Bonsái

Por Susana Torres Molina

Radiografía de pies que
fueron vendados

Durante 1000 años y hasta mediados del siglo XX existió una costumbre… china: reducir los pies de las mujeres hasta lograr una longitud no mayor de 12 centímetros. ¡El colmo del refinamiento! El calzado que ellas podían usar tenía la forma de una flor de loto. Por eso, a los pies compactados le decían: ¡Pies de Loto Dorado! El martirio se inició en la corte y prosiguió entre las clases aristocráticas para luego extenderse por buena parte de China: el pueblo empezó a imitar esa costumbre como signo de educación y refinamiento, y para facilitarle un buen casamiento a las hijas. Hasta hace poco se pensó que se trataba de un tema puramente estético. Esos pies mortificados, deformados parece que resultaban una atracción erótica para los hombres, que se deleitaban en su contemplación. 

Investigaciones recientes demostraron que era también una práctica, sobre todo en ciertas zonas rurales, para conseguir que desde muy chicas las niñas permanecieran todo el día sentadas ocupándose de las tareas manuales. Fabricando telas, esteras, zapatos, redes de pesca. La realidad era que las familias dependían económicamente de esas extremidades maltratadas. Les era muy redituable que a esas niñas-mujeres les costara caminar o mantenerse mucho tiempo de pie. Nada de paseos o correrías de la mano por los prados, y ni hablar de intentar escapar.

Ya lo sabemos: las prácticas feudales, así como las capitalistas siempre fueron mucho más crueles con los vulnerables. 

Este penoso cuento chino me viene a la mente cuando observo a tantas mujeres que buscan, que intentan ocupar el menor espacio posible. Si pudieran vendarse enteras -como las orientales sus pies- y desaparecer, lo harían. No entiendo bien qué pasa. ¿Qué nos pasa? Sospecho que todavía nos sentimos capturadas por una sensación de amenaza. 

“Mejor lo dejo pasar. No me voy a meter. Se me van a tirar encima. No quiero poner la cara, quedar escrachada. Después viene la descalificación. El maltrato”. Imaginemos que por algún motivo la boca se abre y la lengua se mueve y expresa lo que la cabeza está maquinando, lo que subleva y molesta. Hay una gran probabilidad de que del otro lado comience una catarata de denuestos sobre supuestas falencias mentales o físicas: loca, menopáusica, hacete ver, tenés un ataque hormonal, enferma, necesitás un service urgente...

Entre ellos se insultan y elogian, da igual, con el consabido… ¡hijo de puta! Y ahí nuevamente somos invocadas, esta vez relacionadas a un oficio donde los señores ejercen el dominio porque son los que ponen el capital, entre otras cosas que ponen. Y aunque no exista ningún intercambio oferta/demanda sexual a la vista, igual les encanta llenarse la boca con la palabra ¡puuuta! Es como un comodín. Y muchas veces, la antesala del correctivo. Para algunos puede ser puta la mujer que ocho tipos asaltan y violan por la calle. Convencidos de que ella se lo merece. Sale de noche. Provoca. Se ríe fuerte. Muestra su cuerpo, contenta, orgullosa. ¡Puta! ¡Ahora vas a saber lo que es bueno!

Dicen las entendidas en estos temas que las violaciones son mensajes  enviados entre machos promocionando su potencia sexual. Una especie de merchandising viril. Creímos durante siglos que los violadores eran tipos degenerados, marginales, loquitos sueltos. Pero la realidad nos demuestra que puede ser cualquier hijo de vecino cuando una mujer lo enoja, o rechaza, o humilla; o sea, cuando se siente desafiado en su eficacia y, entonces, ¿qué se le ocurre? Simple: vengarse. Y con lo que tiene más a mano, literalmente.  En grupo, en patota se da ese fenómeno del contagio para competir y demostrar quién es el vencedor del concurso: Míster Testosterona. Quiénes baten récords echándose encima de cuerpos indefensos, con menor fuerza muscular. O agarrando a patadas a alguno, que por esas cosas del destino, no los miró bien. Es así que nosotras, en estos casos de abusos, solo vendríamos a ser el fusible entre dos polos de corriente hombruna.

Una escritora, Rebecca Solnit, creó el término mansplaining: cuando un hombre da por hecho que sabe algo que no sabe, y se lo explica a una mujer que sí lo sabe. Y que hasta puede ser una experta en el tema. Hagamos memoria: cuántas veces nos explicaron algo, con voz segura y tono grandilocuente; algo que si no era un disparate, le andaba cerca. Y nosotras ahí, escuchando con fingida atención, la boca semiabierta por el asombro impuesto, para que el sabelotodo pudiera parlotear a sus anchas, engordando su ego vanidosamente. 


Nos escuchamos decir: “Mejor no llamar la atención. Pasar inadvertidas. No atraer las miradas. O atraerlas, pero solo si son admirativas. Cargadas de deseo y/o aprobación”. La cuestión es que resulta muy difícil navegar por corrientes tan inciertas. Que tiran para un lado y para el otro: “No, no me mires. No existo. Pasá de largo. Sí, mírame todo lo que quieras si me  admitís en tu club.”

Pero como no hay garantías de nada, mejor quedarse en el molde. No despertar sospechas. Porque ya sabemos lo que viene después. La sanción. La expulsión del paraíso. ¡Por tu culpa, por tu grandísima culpa!

Por eso la moralina tradicional recomienda ocupar poco espacio. Hablar solo si preguntan. Moverse lo inevitable. Si te mostrás, te exponés. Y entonces, ¡bancatela! ¿Quién te manda?

Si sos una intelectual, hablarán de tu papada, de tus ojeras. ¿Artista? Que sos una desubicada, de mal gusto. ¿Atractiva? ¿Muy? Caerán en el lugar común de comparar tu cerebro con el de un insecto (chiquito y molesto). Nada nuevo. Lo vienen haciendo desde el origen de los tiempos. Rebanarnos en fetas como a un jamón.

“Sonreí y no hablés. No dejes de sonreír que es lo que mejor hacés. Aunque se te acalambren las mandíbulas, ¡sonreí!”. Sé bella y callate, dice una vieja máxima francesa.

La reprobación es el mejor flit para no animarnos a brillar, mucho menos en espacios donde se juega el Poder, así, con mayúsculas.

Cuerpos como bonsáis. Manipulados para que adquieran la forma y el tamaño impuestos. Con una tijerita les van podando ramas y raíces para que los árboles permanezcan enanos, así como las vendas apretadas sobre los dedos quebrados de las chinas, logran semejantes miniaturas. Pies de muñeca sosteniendo cuerpos con escasa movilidad. En Los cisnes salvajes, saga de tres generaciones de mujeres en la China del siglo XX publicada en 1991, la escritora Jung Chang evoca a su abuela  cuyos pies fueron vendados, y detalla que "la mujer al trotecito sobre sus pies atrofiados se suponía que erotizaba a los hombres por su vulnerabilidad manifiesta que, además, les despertaba sentimientos protectores".

También a muchas niñas, cerca de unos 200 millones, principalmente en África, les quitan una pequeña porción de su cuerpo para que cuando se desarrollen sexualmente, si es que llegan a hacerlo, se les reduzca el placer. ¡Por mi culpa, por mi grandísima culpa! En este caso no se trata de una reducción sino, lisa y llanamente, de una amputación.

Algunas aún podemos creer que es ventajoso asemejarse a una foto. Quedar fija. Congelada. Enchinchada en una pared. No hacer ninguna movida que les recorte la ilusión de ser los reyes de la selva a muchos primates que nos rodean.

Años educándonos para respetar más ciertos mandatos que la propia voz.

Cuántas mujeres trabajaron a la par de sus respectivos compañeros en ciencias, artes, literatura... En creaciones donde su nombre no aparecía. Borrado. Negado. Salvo contadas excepciones como la de Artemisia Gentileschi en el XVII, que casualmente fue violada por un maestro: hubo juicio, y luego ella pudo pintar sus grandiosos cuadros. Pero tantas otras en siglos pasados quedaron entrampadas en vínculos jerarquizados y abusivos, su talento expropiado o reprimido.

Cuántas veces habremos dicho frases como estas: "No estoy a tu nivel pero me encantaría poder ayudarte. ¡Tenés tanto talento!", "¿De verdad te interesa que yo te haga una devolución de tu trabajo? Ay, ¡me siento tan honrada!"  "Cómo desearía que pudieses terminar tu proyecto. ¡Me haría muy feliz!

Claro: me haría muy feliz porque todavía no tuve tiempo ni energía para saber cuál es el mío. Trabajo y aporto al ingreso familiar, a la par. Pero cuando llego a casa él está cansado y, pobre, como tiene menos práctica con las niñas... Para hacer las cosas más rápido, yo me ocupo y cuando finalmente llego a la cama, ya ni sé cómo me llamo. Antes de casarme, yo también quería componer música. Mis profesores decían que tenía oído absoluto. Pero, bueno, ahora siento que me realizo ayudándolo a él con su música. Ya llegará mi momento. Mientras tanto me conformo con que mis hijas estén contentas, que él esté tranquilo, y el perro mueva la cola.

Seamos claras, eso que llaman amor es trabajo no pago. Este aceitado andamiaje del poscapitalismo o neoliberalismo, o como se llame, descansa sobre nuestro trabajo cotidiano que por ser cotidiano es invisible y por ser invisible no es remunerado, y al no ser remunerado no es considerado trabajo. Y claro, qué clase de insensato trabajaría todos los días de la semana, muchas horas, incluyendo sábados y domingos, sin un sueldo, aguinaldo, vacaciones o esperanza de ascenso. ¡Sí, acertaste! ¡Las mujeres! La gran mayoría desde que Eva se mudó del paraíso. Y, también, de paso, nos impusieron la sagrada, honorífica y ulltra ponderada tarea de procrear a los que serán en el futuro laburantes y consumidores para así seguir acrecentando la riqueza de los más ricos.

¿Sabían ustedes que hasta el año 1968, ya bien entrado el siglo XX, se definía a la mujer como incapaz de derecho? O sea, se la consideraba una menor de edad que necesitaba del permiso del padre o del marido para salir del país, para abrir una cuenta bancaria, para disponer de sus bienes. ¡De sus propios bienes!

Y hoy, siglo XXI, las mujeres todavía percibimos un salario 20 % más bajo que el de los hombres. ¿La razón? ¿Incompetencia? No. ¿Falta de experiencia, de dedicación, de responsabilidad, de compromiso, de creatividad? ¡Nooo! ¡Solo se trata del patriarcado puro y duro!

Y, tengámoslo en cuenta: capitalismo, sexismo y racismo van juntos en un combo letal.

Pruebas a la vista. El globo explotando en todos los frentes.

A veces puede suceder que a una mujer de tantas, que vive sus días inmóvil -encogida, muda, intentando ocupar el menor espacio posible-, un perro al acercarse la confunde con un bonsái, y después de husmearla unos segundos… le mea encima.

Pero afortunadamente ya viene sucediendo en todos los rincones de la tierra, en Occidente y en Oriente, que de esos arbustos enanos comiencen a surgir orquídeas, pasionarias, madreselvas, damas de noche… ¡salvajemente exuberantes y expansivas!

¡A lo alto y a lo ancho del deseo indómito!

Si llegamos tan lejos, con pies de miniatura, todo es posible para nosotras.