Por Moira Soto
Guiso francés de verduras rústico pero no zafio, la ratatouille proviene de la cocina niçoise y se versiona en Occitania y Provenza ofreciendo ligeras variantes en su composición y en sus procedimientos para alcanzar la sublimación de sabores y perfumes. Parienta de la bohémienne, una receta campesina hecha solo de berenjenas, tomates y ajo; de la piperrada vasca (ajíes rojos y verdes, tomates, cebollas, ajo) y de la caponata siciliana (que suma alcaparras en vinagre a las verduras), la ratatouille se puede preparar rehogando por separado los ingredientes y luego reuniéndolos bajo un toque de fuego y el añadido de tomillo, perejil, romero -de ser posible frescos y fragantes-, más sal y pimienta. También hay quienes mandan todas las verduras de una, empezando con la cebolla y el ajo salteados, y dejan cocinar este ragú hasta su total reblandecimiento.
Pero hay una manera intermedia entre el rigor laborioso de los separatistas y el matete de la ley del menor esfuerzo: saltear apenas la cebolla picada con pizca de azúcar, agregar uno o dos dientes de ajo aplastados y enseguida un ají rojo y uno amarillo en cuadritos, dejar cocer suavemente hasta que estos últimos se tiernicen; aparte, saltear 2 berenjenas en cubitos, al ratito, acompañarla de dos o tres zapallitos redondos igualmente cortados, rehogar apenas; por último, tirar en la olla dos tomates perita en cubos (mejor pelados y sin semillas), revolver y dejar en el fuego un minuto. Verter estas verduras sobre la cebolla y los ajíes. Sal, pimienta e hierbas aromáticas al apagar el fuego. Optativo: aceitunas negras descarozadas. La ratatouille se puede comer sola, con un arroz blanco al limón y la cúrcuma, con pescado, pollo, carnes rojas...
Este clásico plato es el que le cocina, con una moderna presentación que alterna prolijamente las verduras en láminas salseadas con tomate, la rata Rémy al crítico gastronómico Anton Ego. Cual magdalena proustiana, los sabores y perfumes trasportan a este personaje amargado, de corazón aparentemente reseco, a su lejana infancia, al gusto de la cocina materna. El tipo taciturno y soberbio, dado al abuso de su poder para juzgar, se derrite ante la obra de arte culinaria, pasa el dedo por el plato y se lo chupa, quiere conocer al chef responsable.
Junto con la cucaracha gigante, la rata es el bicho más detestado en cualquier cocina, pero Rémy tarda en darse por enterado, tan fuerte es su vocación, tan irresistible su deseo de combinar ingredientes, especias. Rata rural primero, Rémy se plantea cuestiones vitales al descubrir sus talentos gustativos y olfativos: “Si uno es lo que come, comamos bien”. Su prosaico padre, en cambio, opina que la comida es simple combustible. Una inundación arrastra hacia París a la gran familia ratonil, nuestro Rémy va sobre el libro del chef Gusteau a guisa de balsa, es separado por la corriente y llega solo a la gran ciudad con todas las luces encendidas. Un París algo anacrónico y romántico de vieja tarjeta postal, más bien una idea de París desplegada en panorámica por el estudio Pixar que evoca claramente en más de una escena el paisaje de Un americano en París, de Vincente Minnelli. A esa visión idealizada se contrapone la precisión de las escenas de la cocina del restaurante Gusteau, adonde Rémy va a parar llevado por el destino. Una cocina perfectamente equipada con sus ollas de cobre, sus hornallas, su gran heladera, donde cada integrante del personal desempeña un rol bien definido. Son cinco, entre los cuales una chica, Colette, que ha logrado sortear todas las vallas (“la alta cocina tiene una jerarquía anticuada, basada en reglas hechas por viejos estúpidos, diseñadas para excluir a la mujer: me costó llegar hasta aquí”).
Después de la muerte de Gusteau, se adueña del restaurante un mercenario que fabrica comida industrial, Skinner. Al lugar llega en busca de trabajo un muchacho larguirucho con nombre de pasta italiana, Linguini, hijo de aquel gran chef. Rémy, que imagina conversaciones con el fantasma de Gusteau, no puede con su genio culinario y mete mano en la sopa que intenta hacer el recién llegado. Entre los comensales está la crítica Soline Leclaire que aprecia mucho la preparación. Linguini salva a Rémy de una condena a muerte dictada por Skinner y el trato queda sellado: Rémy se convertirá en una especie de Cyrano de Bergerac de Linguini, dirigirá la realización de sus comidas. Como la convención indica que la rata entienda el lenguaje del hombre pero no lo pueda hablar (aunque sí lo hace con sus iguales), Rémy encuentra la manera de manejar a su salvador como una marioneta: metido dentro del gorro, le da tirones de pelo que el otro debe saber interpretar.
Los integrantes del equipo técnico del delicioso film de animación Ratatouille siguieron cursos de cocina y también visitaron buenos restaurantes de París para estudiar la decoración y probar sus delicias. Tanto empeño se trasluce en el diseño general de la película, en la perfección con que funciona la cocina, en la erudición de las referencias. La verdad es que Ratatouille merecería figurar a la par de La gran comilona, El festín de Babette, Bigh Night (con la que comparte una idea de ética profesional) y otras películas centradas en celebrar los placeres del cocinar y el buen comer.
Brad Bird y sus colaboradores dan vuelta preconceptos con gracia y efectividad: no solo la rata Rémy es reconocida como artista por el crítico transfigurado, sino que la escena del ejército de ratas invadiendo la cocina (una situación clásica del género de terror) despierta la simpatía del público. Sí, se trata de un film donde se cumplen los sueños de una rata, uno de los villanos se ablanda gracias a un rico plato y la gran familia de Rémy se sienta a la mesa a comer. Una fábula bienhechora para toda edad sobre la solidaridad y la creatividad que pueden surgir de la fuente más inesperada, como dice el crítico derretido por los nobles sabores de la ratatouille: “No todos pueden convertirse en grandes artistas, pero un gran artista puede venir de cualquier parte”.