Por Carol Cukier
Anne Cohen, 1894, conocida como
Londonberry
A esta
aficionada a saltar sin red, el docudrama estrenado
por Netflix El dilema de las redes sociales le llega como
malla al equilibrista, justo cuando casi va promediando las lumbares de
esta columna. Entonces, al mirarlo siento que poca es la distancia entre
los arrepentidos de Silicon Valley y yo, pues se ratifica bastante de lo que
vengo compartiendo desde el atlas de esta sección titulada #llamamealfijo.
Por esa coincidencia será que me invade una cuota de narcisismo infrecuente que contentaría a mi psicóloga, pero no a este grupo de siliconados expertos, creativos y académicos que no paran de dar testimonios acerca de cómo cranearon el desarrollo de tecnologías que sirvieron para -entre mil cosas- manipular opiniones, imponer teorías conspirativas, ganar elecciones, orientar consumos, generar nuevas adicciones, vulnerar privacidades, destruir parejas, familias enteras...
Pero, ¿cómo?: ¿ahora los recreadores de los 7 pecados capitales (Codicia/Linkedin , Vanidad/Facebook , Pereza/Netflix , Gula Instagram, Ira/Twitter , Lujuria/Tinder y Envidia/Pinterest) se arrepienten? Llamen, por favor, al 0-800- Tik –Tok para reversionar la Biblia y denle vacaciones a Google “Delfos” que no encuentra respuesta al dilema del dilema que instalaron estos confesos, antes de que el Big “brother” Data se ponga a hacer dieta cetogénica.
Entonces, ¿será que al final el orden de los factores sí altera el producto? ¿Será que habría que decirlo así: “Hecha la trampa, hecha la ley y, quién sabe, vuelta a hacer la trampa”? Es que me cuesta surfear, siguiendo ciertos principios, la ola de arrepentimientos. Me relajo al recordar que una es de virgo y no puede escapar a su energía solar disponible. Me libero, aún más, cuando, casi promediando el final del documental uno de los entrevistados sostiene que la actitud crítica es impulsora de las mejoras y que los que cultivamos ese don cuasi filosófico, somos también excelsos optimistas.
Entonces, retrocedo a esa parte del documental donde Tristan Harris (ex diseñador ético de Google) proclama: “Nadie se molestó cuando crearon las bicicletas. (…) Todos empezaron a andar en bicicleta y nadie dijo: 'Dios, hemos arruinado la sociedad. Las bicicletas están afectando a la gente, la alejan de sus hijos, están arruinando la democracia, nadie sabe qué es verdad'. Nunca se dijeron esas cosas de las bicicletas”. Pongo stop porque tengo ganas de decirle que no es tan así, sobre todo si opinamos después de sobrevivir esquivando a algunos ciclistas novatos en la actualidad. Sin embargo, lo sigo escuchando: “Si algo es una herramienta de forma genuina, está ahí y espera pacientemente. Si algo no es una herramienta, te exige cosas, te seduce, te manipula, quiere cosas de ti. Y pasamos de un entorno tecnológico basado en herramientas a un entorno basado en la adicción y manipulación. Eso es lo que cambió. Las redes sociales no son una herramienta que espera ser usada. Tienen sus propias metas y sus propios medios de conseguirlas al usar tu psicología en contra de vos”.
“Perdón la interrupción, Tristan”, le digo ansiosa al ex Google, "pero, nobleza obliga, las bicicletas y el teléfono fijo nacieron en el mismo siglo y quién lo hubiera dicho, dos siglos después, ambos inventos son acunados con frenesí en esta pandemia”. Y ahí mismo, sorteando el rebrote de bicisendas, bicicletas y bicicleterías, voy a casa de una amiga para pedirle que me devuelva un libro escrito por la Señorita F. J Erskine, que le presté. Sí, esa autora victoriana cuya única obra conocida es el imprescindible manual para las Damas en bicicleta. Cómo vestir y normas de comportamiento, publicado en 1897. Momentos aquellos en los que algunas intrépidas mujeres del imperio británico se habían lanzado a la aventura rodada, al tiempo que la estadounidense Susan B Anthony en una conversación con la ciclista apasionada Nellie Bly, decía: “El uso de la bicicleta ha hecho más por la emancipación de la mujer que cualquier otra cosa en el mundo”.
Poco antes, en el mismo territorio, Amelia Bloomer había diseñado un pantalón ancho fruncido en el tobillo para difundir las virtudes de dicha prenda para andar en bici o a caballo. Y otra chica aguerrida, Annie Cohen Kopchovsky, a los 24, había partido en bici de Beacon Hill, Massachusetts, el 27 de junio de 1894 con intenciones de dar la vuelta al mundo esponsoreada por la firma Londonberry (de ahí el cambio de apellido). En un rodado Columbia de piñón fijo, con un pequeño equipaje y una pistola con mango de nácar, Annie cumplió el desafío y 15 meses después era recibida con aclamaciones en Chicago.
Coco Chanel hace un siglo,
Biarritz, 1920
Vuelvo al
manual y confirmo la idea de que, aparte del empeño que pusieran las mujeres
para conquistar sus libertades, la Revolución Industrial originó el nacimiento
de la clase media y, con ella el espejismo de que se disponía de “tiempo libre”
para dedicar a todo tipo de actividades “mundanas”. Entre las cuales,
desde luego, estaba el ciclismo. Cualquier analogía con estos tiempos puede
resultar válida. Pero lo cierto es que andar en bicicleta
para las damiselas de 1890, no resultó sencillo porque se desaconsejaba
este invento para ellas, por la postura poco decente que exigía y porque
supuestamente amenazaba la fertilidad. Más aún, según algunos
historiadores hubo quienes llegaron a sugerir que el ejercicio del
ciclismo podía ser sexualmente estimulante para las practicantes, por lo que
surgieron los “sillines higiénicos”, rígidos y sin relleno, con el fin de
evitar que las usuarias sufrieran cualquier tipo de motivación.
Contra todo pronóstico paternalista, las damas decimonónicas hicieron saltar las cadenas de las convenciones imperantes, pedaleando en pos de toda forma de igualdad. La bicicleta ayudó a rodar en esa dirección y en la canasta también se cargaron algunos extras por añadidura: moverse con autonomía, ampliar sus horizontes geográficos y de pensamiento, poner en marcha la musculatura. De los corsés y las largas faldas se pasó -Chanel mediante- a subir los ruedos, simplificar el vestuario, incorporar el pantalón, los cardigans. Con visión futurista, la joven Cocó se apropió de las simples y elegantes líneas masculinas de la ropa de su amante inglés Arthur “Boy” Capel y las aplicó a sus primeros diseños que se impusieron rápidamente a partir de la segunda década del siglo XX. “No es moda si no baja a la calle”, decía Mademoiselle Chanel (1883-1971), quien crearía la pollera plisada y más adelante el tailleur de tweed con 4 bolsillos, el inmortal vestidito negro acompañado de perlas, la carterita matelassé con cadena dorada...
Le pido la bici prestada a un vecino y pongo en un sobre el libro de marras con ánimo de enviárselo por correo a Tristan Harris, mientras ensayo una dedicatoria: “Ojalá que entre la revaloración de algunos inventos y el arrepentimiento por otros, estemos rodando hacia ese cambio favorable para la humanidad que tanto deseamos tantas personas”.