Conversando finamente con el diapasón bien templado


Probablemente muchas de ustedes creen que esto de platicar, charlar, departir, dialogar, parlotear (y otros sinónimos) es algo que se puede practicar sin mayores requerimientos. Pues, no: para ejercitar el arte de la conversación, “normalmente, lo primero que se necesita es tener voz”: voilà una de las grandes revelaciones de la Enciclopedia de la Educación y Mundología, de Antonio Armenteras (Gasso Hermanos Editores, Barcelona, 1958). ¿Y cómo averiguar, se preguntarán ustedes, si una tiene voz? Más fácilmente de lo que se podría sospechar: “Si usted, al expeler el aire de los pulmones, consigue que, al salir este de la laringe, haga vibrar las cuerdas vocales produciendo un sonido, es que tiene voz”. Una vez comprobada la existencia de este atributo, corresponde cultivarlo, cosa que se ha venido haciendo desde la noche de los tiempos y que ha transformado los sonidos guturales del hombre y la mujer primitivos. Por lo tanto, “la voz de ahora es consecuencia de una enseñanza multisecular (sic) e indica el grado de civilidad que han alcanzado los pueblos”.

“Lo primero que habrá de cuidar toda persona es el tono de voz”, nos adoctrina Armenteras. Pero cuidadito, porque con el tono solo no se consigue nada si “lo aplicamos a pronunciar palabras necias o soeces: aunque se digan con la más angelical de las sonrisas, denunciarán la presencia de un ser estúpido o grosero”.

Todo puede mejorar en materia de voz –”por más atiplada o aguardentosa que ésta sea”– si se procede a cultivarla, para lo cual “deben preocuparnos su diapasón, su tono, que si es bajo, suave, claro y natural, siempre será más agradable. Debemos fijarnos en que las personas esmeradamente educadas no levantan jamás la voz, ni aun cuando se enfadan, porque este tipo de control forma parte de la buena crianza”.

Los pequeños defectos de dicción se pueden corregir sin necesidad de hacer como Demóstenes “que se paseaba solitario por la playa habla que te habla con la boca llena de piedrecitas”. Más sencillo, sobre todo si no tenemos cerca el mar, será “leer frente al espejo las páginas de un libro, lentamente, articulando muy bien, sin dejar de pronunciar ninguna de las vocales ni de las consonantes”.

Y desde luego, como indicaba más arriba Armenteras, es primordial cuidar la refinada simplicidad del lenguaje porque “las palabras altisonantes, las pronunciaciones estudiadas, las expresiones faltas de naturalidad, no tienen cabida en un ambiente distinguido”. Sabias, certeras palabras las de nuestro tutor de pleno siglo XX, porque, la mano sobre el corazón, ¿a qué otra cosa podríamos aspirar con mayor ilusión que a pertenecer a la crème de la crème?