Por Esther Andradi

Berlin Tiergarten. Un hermoso parque de 216 hectáreas de extensión en el lado occidental de la ciudad sigue verdeando en el límite del verano. Al borde de este oasis vivieron a principios del siglo XX algunas familias acomodadas, artistas y profesionales como el pintor Max Liebermann, la escritora Nelly Sachs, el periodista y escritor Kurt Tucholsky. Llego hasta aquí buscando el lugar donde residió Gabriele Tergit, la más famosa entre los cronistas de Berlín en los años veinte y una magnífica escritora. Reconocida por sus novelas y particularmente famosa por sus crónicas judiciales, su literatura es un asombroso registro de los años de entreguerra.
Su propia historia está signada por el exilio, la huida de Berlín con su
familia, la vida clandestina a salto de mata en decenas de mudanzas y el
retorno a la Alemania de posguerra con una novela bajo el brazo: Effingers.
Un manuscrito que se fue escribiendo en el destierro:
Checoslovaquia, Palestina, Inglaterra. Pero entonces nadie quiso
publicarla. La saga de una familia judía a través de tres generaciones no era
un tema bienvenido en la Alemania de 1948. Se necesitaron casi setenta años
para recuperar esa voz, y celebrarla, abriéndole las puertas al canon.
Menos mal para los lectores. Porque no solo se rescata una escritora del
olvido, sino una forma de contar el mundo, caracterizada por la originalidad,
el humor y la aguda mirada sobre sus contemporáneos. Aunque Gabriele
Tergit ya no esté aquí para disfrutar este renacimiento. Murió en Londres,
en 1982.
Siegmundshof se llama la calle. De solo cien metros de largo, acaba en
un puente sobre el Spree, el río berlinés. Casi todos los edificios han
sido reconstruidos, y un enorme residencial para estudiantes con generosos
espacios verdes y guardería infantil ocupa la mayor parte de la calle a ambos
lados. Busco el número 22, donde Gabriele vivió con su esposo, el arquitecto
Heinz Reifenberg y su hijo Ernst Robert hasta el 5 de marzo de 1933,
cuando una patota de las SA intentó asaltar la vivienda pero no pudo
romper la puerta protegida con barras de hierro.

El número no existe ya. En ese lugar, exactamente en la esquina, se eleva ahora un moderno edificio de oficinas a estrenar con profusión de cristales y mármoles. Un sentimiento de desolación me invade. ¿Ni una marca? ¿Ni una piedra que la recuerde? ¿Y si la calle se prolongase cruzando la avenida, al otro lado del puente de la estación de ferrocarriles? Voy hacia allí. Son las siete y media de la tarde de este septiembre algo otoñal, aún hay buena luz. Debajo del puente tres homeless se alistan para pasar la noche.
Al otro lado hay en efecto una casona de fines del siglo XIX, la única
que parece haber sobrevivido dos guerras, crisis económicas, la división
de la ciudad... pero la calle ya tiene otro nombre y aquí no
vivió Gabriele Tergit.
Nacida en 1894 en Berlín en el seno de una familia judía de buen pasar,
Tergit -que en realidad se llamaba Hirschmann pero decidió ser Tergit-
estudió historia, sociología y filosofía en la Escuela Social Femenina,
algo desacostumbrado para una joven de su rango. Y por si fuera poco, se hizo
periodista. A los 21 años publicó su primer artículo en un periódico. En
1924 el Berliner Tagesblatt le ofreció un contrato estable por el cual se
comprometía a escribir nueve crónicas judiciales mensuales. Un golpe de suerte.
Para Tergit, para sus lectores y para la posteridad, por el impresionante testimonio
que significan esas crónicas, literaria e históricamente.
Vuelvo sobre mis pasos. En el número 21, hay un edificio antiguo venido
a menos. A la izquierda, un restaurante bosnio cerrado quizá definitivamente
por efecto Covid, a la derecha una peluquería para hombres a precios
módicos. No tengo mi barbijo, así que elevo mi voz desde la vereda esperando
que me oigan algunos de los hombres que allá adentro discuten a viva voz
vaya a saber qué en un idioma que ignoro. Tengo suerte. El peluquero
aparece y me cuenta. Sí, el número 22 estaba acá al lado, pero hace dos
años lo demolieron y construyeron este edificio. Hasta ese entonces, cada
tanto me visitaba un señor ya mayor que venía de los Estados Unidos. Me decía
que su abuelo había vivido en ese lugar, pero la casona fue destruida
durante la guerra. Ya no quedaba nada de lo que debe haber sido.
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Guantes de Gabriele Tergit, Museo Judío de Berlín |
Agradezco y camino hacia el final de la callecita, que llega hasta el puente sobre el río Spree. Algunas parejas de jóvenes se apoyan sobre las barandas. Una banda de músicos está pasando en este momento en una lancha bajo el puente, brillan a la luz del atardecer los metales de saxos y clarinetes, algunos hacen unas fotos con sus celulares. Miro extrañada, como si estuviese en el medio de en una escena montada para una película. Pero no hay nadie rodando, esto es Berlín.
El Berlín que me regala Tergit ahora que la fui a buscar.
Ella registró el derrumbe de un mundo.
La reportera judicial Tergit se convirtió en la cronista más exitosa de
su tiempo. Textos cortos de no más de una página o dos, algunos incluso de
media cuartilla, con una prosa ágil, dominio del suspenso y de
los silencios. Su literatura de vanguardia, sólida y ligera a la vez, la
coloca entre las mejores representantes del género.
Sus crónicas muestran una sociedad en decadencia, el abismo entre las
clases, el paulatino deterioro de las condiciones de vida, las pequeñas
revanchas, los gérmenes del odio. Peleas de vecinos, mujeres desairadas,
hombres engañados. Historias de bígamos y abortos, donde el ciudadano común
es protagonista, con sus miedos, sus deseos, pretensiones, resentimientos
y rencores. Y una justicia empeñada en cumplir la ley al pie de la letra.
Una ley que no siempre es justa.

Tergit escribió sobre los más diversos juicios. Nada de lo cotidiano deja de sorprenderla, su mirada está allí donde otros expresan el sobreentendido. No toma partido en sus descripciones; antes bien, se puede saber qué le interesa en los casos que elige para comentar, para ilustrar, para revelar en esa ciudad de Berlín acosada por la inflación desmesurada, la pérdida paulatina de las seguridades esenciales, la ciudad de las colas para hacer compras, de las abismales diferencias, de los rebusques para sobrevivir. La ciudad donde se está gestando el monstruo que hará tabula rasa de cualquier diferencia, de toda diversidad: el nazismo. Ya en los años treinta sus crónicas hablan de los grupos de choque callejeros, cuando todavía eran tema para la justicia. Y fue la cronista del juicio contra Adolph Hitler y Joseph Goebbels por sus ataques a la prensa en el Tribunal del distrito de Moabit. Por sus crónicas sobre el juicio integró la lista negra de los opositores del régimen.
Entre crónica y crónica escribió también novelas. En 1932 publicó Käsebier
conquista la Ku ́damm, la historia de un cantante de
barrio que logra un efímero reconocimiento en el “centro” de la ciudad:
fue best-seller. Tergit criticaba allí la fuerza perniciosa y manipuladora
de la propaganda: “Unos pocos tienen un gran nombre, pero nadie se da
cuenta de que no saben nada. Y muchos son muy capaces, solo que cuando los
demás se enteran, ya es demasiado tarde”.
Ella retrató estas gentes, el río, la pobreza, la mala leche, todas las
envidias y la tragedia de esa República que se le escapaba entre los
dedos. Y antes de perderse con ella, huyó con su familia. “Se olía un odio tan
grande que cuando se liberase, iba a llevar al asesinato”, escribió Tergit
entonces.
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Escenas del trabajo de Gabriele Tergit como cronista judicial, ilustración de Doro Petersen |
Y no se equivocó. Huyó con su hijo de cinco años y su esposo, veinte direcciones distintas en esa travesía, un contrato de arquitectura en Palestina para su marido, mientras ella esperaba en Praga por un tiempo, hasta que la familia pudo reunirse. Después el silencio, los años del horror, el exilio en Londres, donde muere en 1982 a los 88 años.
En 1949 regresó a una Alemania despedazada con el manuscrito de su
novela bajo el brazo. ¿Quién lo quiere? ¿Quién se acuerda de ella? ¿Dónde
está su generación, esa portentosa generación de artistas, músicos,
pintores, filósofos, terapeutas, científicos…? Nada queda de aquello que fue.
Regresa a Londres.
Siempre con esperanza. Nunca se rinde.
Ya está cayendo la noche sobre el puente. Planchas de hierro enrojecido de
dos metros de altura recuerdan en tres idiomas que allí hubo una vez una
sinagoga. Y un colegio secundario para jóvenes. Y una asociación de
mujeres... Se yerguen como llamas esas planchas. Siguen encendidas. Como la
estela de jazz que fue dejando la banda de músicos sobre el Spree.
Ya que en tiempos de pandemia las salas están cerradas; que la música circule sobre el agua.
Rendirse jamás.