¿Más
feliz? Sí, hoy: con mis canas crecidas contraviniendo la opinión de amigas
espantadas ante la idea de que abandonara la dependencia de la tintura y
decidiera dejar de teñirme. De canas tempranas, un buen día decidí no esperar a
ser mayor, muy mayor para asumirlas.
Así
fue como -al cabo de un tiempo de tomar la determinación, no sin envalentonarme
antes- me deshice alegremente del pack de la tintura en su envoltorio, los
inevitables guantes, el cuenco de plástico, el pincel... Es decir: todos los
elementos que representan el mandato de pintarse el pelo las mujeres desde que
aparecen las primeras hebras despigmentadas.
Así
pasaron los días y las noches. Las raíces crecían blanquísimas, brillantes,
contrastando con la opacidad del castaño oscuro de la línea cosmética que dice
cuidar tu cabello, mi cabello, para responder al modelo de perenne juventud que
impone el mercado, las revistas femeninas.
Siempre
usé boinas, sombreros. Desde los 30, o quizás antes, porque eso de teñirme cada
veinte días era demasiado. Y entonces boinas, sombreros, pañuelos coloridos,
vinchas, bandeau à cheveux... Nadie supo cuándo la hermosa boina roja -Tolosa Tupida con seda interior, de Casa
Maidana- respondía a mi look un tanto extravagante o cuándo era una práctica
cubre raíces blancas. Comencé a vivir diferente -con placer genuino- la ducha
diaria y el lavado del pelo para verme la nueva cara con el marco níveo. Me
gustaba cada día más. Una seducción visual sumada a una grata comprobación:
¡cada vez menos mechones negros para levantar de la rejilla! Porque el pelo teñido
tiende a caerse en mayor escala, y también -si los hubiera- se deforman con la
tintura los rulos naturales que, en mi caso, fui recuperando encantada. Un plus
al que se sumó el ahorro de tiempo y dinero.
El
día que pasé por aquella perfumería del barrio de Núñez y vi el precio
elevadísimo de las tinturas que solía comprar, con la frente bien alta continué
caminando como una duquesa sobre alfombra persa. No sé bien cómo caminan las
duquesas sobre alfombras persas pero sí supe que había logrado cruzar el límite
impuesto: me sentí entonada, contenta, ganadora.
Hasta
que un día, con la larga cabellera a dos colores, sin boina que pudiera
cubrirme, sin ganas de disimular nada, me animé a cortar unos cuantos centímetros
de opacidad castaña oscura. Me atreví a salir a la calle. Las puntas de mi pelo
corto con los últimos restos de tintura entregadas al movimiento de mi pelo
blanco que le ganaba en protagonismo.
Me
divertía percibir el peso pesado de la mirada de mi vecina, de mis colegas, de
las empleadas del banco... Entretanto, me recreaba descubrir cuál verdad de mí
estaba creciendo sin pausa y con prisa, pues cortaba las puntas en luna
creciente para que de una buena vez me viera nueva y libre ante el espejo.
Elegí
este camino en vez de raparme, como hacen otras, porque me resistí a la cabeza
de ovejita: conozco bien mi ensortijado genuino, el que empezó a desaparecer,
desnutrido, por efectos cosméticos. Fui de a poco y estuvo maravilloso. Parece
que algunas necesitamos cierto tiempo para reconocernos después de añares de
irreflexiva sumisión al precepto (las canas son lindas, distinguidas en los
varones, alguien repite).
Y
aquel poema de Susana Thénon se instaló:
me he casado
me he casado conmigo
me he dado el sí (*)
Por
eso me siento más feliz que hace veinte años, porque la liberté es un concepto
relativo, el uso de la liberté es otra cosa. Sucede un adueñarse, hacer propia
la elección de nuestro cuerpo, desbaratando dictámenes consumistas que nos hacen
dependientes, cada vez más dependientes. Aunque a primera vista pueda parecer
inocuo, tapar nuestras canas es una de las dependencias más peligrosas,
instalada de tal manera que condena a priori. Lo advertí después, recordando mi
compulsión a teñirme cuando apenas asomaban las raíces blancas, censurándome
porque tenía metida una imagen ajena y yo respondía obediente, en forma
maquinal a la coacción a teñirme, ocultarme, taparme, negarme una parte de mí
sin siquiera imaginar cuánto podía gustarme.
Cuando
asomé con mi verdadero color, un amigo dijo: si una mujer cambia su pelo está
cambiando algo profundo en ella misma. Es bastante probable, sobre todo si el
cambio va contra la corriente. Porque hay cierto atrevimiento encantador en
esto de plantarse y decir basta a la coerción y reconciliarse con una zona de
nuestra identidad.
Ahora,
no me dan ganas de usar boinas.
Cuando
me miro al espejo, veo una sonrisa como si fuera otra en la que me reconozco,
soy yo y esto me vivifica, me da seguridad. Me apruebo.
En
algunas reuniones, me miran raro: ¿Es o se hace? , parecen pensar. Respondo
para mí: soy, y me hago como me da la gana.
(*)
canto nupcial (título provisorio) 10-IV-1986 (La
Morada Imposible. Tomo I. Recopilación y edición a cargo de Ana María Barrenechea
y María Negroni)