Este es mi pelo, sin boinas

Por María Neder

¿Más feliz? Sí, hoy: con mis canas crecidas contraviniendo la opinión de amigas espantadas ante la idea de que abandonara la dependencia de la tintura y decidiera dejar de teñirme. De canas tempranas, un buen día decidí no esperar a ser mayor, muy mayor para asumirlas.

Así fue como -al cabo de un tiempo de tomar la determinación, no sin envalentonarme antes- me deshice alegremente del pack de la tintura en su envoltorio, los inevitables guantes, el cuenco de plástico, el pincel... Es decir: todos los elementos que representan el mandato de pintarse el pelo las mujeres desde que aparecen las primeras hebras despigmentadas. 

Así pasaron los días y las noches. Las raíces crecían blanquísimas, brillantes, contrastando con la opacidad del castaño oscuro de la línea cosmética que dice cuidar tu cabello, mi cabello, para responder al modelo de perenne juventud que impone el mercado, las revistas femeninas.

Siempre usé boinas, sombreros. Desde los 30, o quizás antes, porque eso de teñirme cada veinte días era demasiado. Y entonces boinas, sombreros, pañuelos coloridos, vinchas, bandeau à cheveux... Nadie supo cuándo la hermosa boina roja -Tolosa Tupida con seda interior, de Casa Maidana- respondía a mi look un tanto extravagante o cuándo era una práctica cubre raíces blancas. Comencé a vivir diferente -con placer genuino- la ducha diaria y el lavado del pelo para verme la nueva cara con el marco níveo. Me gustaba cada día más. Una seducción visual sumada a una grata comprobación: ¡cada vez menos mechones negros para levantar de la rejilla! Porque el pelo teñido tiende a caerse en mayor escala, y también -si los hubiera- se deforman con la tintura los rulos naturales que, en mi caso, fui recuperando encantada. Un plus al que se sumó el ahorro de tiempo y dinero.

El día que pasé por aquella perfumería del barrio de Núñez y vi el precio elevadísimo de las tinturas que solía comprar, con la frente bien alta continué caminando como una duquesa sobre alfombra persa. No sé bien cómo caminan las duquesas sobre alfombras persas pero sí supe que había logrado cruzar el límite impuesto: me sentí entonada, contenta, ganadora.

Hasta que un día, con la larga cabellera a dos colores, sin boina que pudiera cubrirme, sin ganas de disimular nada, me animé a cortar unos cuantos centímetros de opacidad castaña oscura. Me atreví a salir a la calle. Las puntas de mi pelo corto con los últimos restos de tintura entregadas al movimiento de mi pelo blanco que le ganaba en protagonismo.

Me divertía percibir el peso pesado de la mirada de mi vecina, de mis colegas, de las empleadas del banco... Entretanto, me recreaba descubrir cuál verdad de mí estaba creciendo sin pausa y con prisa, pues cortaba las puntas en luna creciente para que de una buena vez me viera nueva y libre ante el espejo.

Elegí este camino en vez de raparme, como hacen otras, porque me resistí a la cabeza de ovejita: conozco bien mi ensortijado genuino, el que empezó a desaparecer, desnutrido, por efectos cosméticos. Fui de a poco y estuvo maravilloso. Parece que algunas necesitamos cierto tiempo para reconocernos después de añares de irreflexiva sumisión al precepto (las canas son lindas, distinguidas en los varones, alguien repite).

Y aquel poema de Susana Thénon se instaló:

me he casado
me he casado conmigo
me he dado el sí (*)

Por eso me siento más feliz que hace veinte años, porque la liberté es un concepto relativo, el uso de la liberté es otra cosa. Sucede un adueñarse, hacer propia la elección de nuestro cuerpo, desbaratando dictámenes consumistas que nos hacen dependientes, cada vez más dependientes. Aunque a primera vista pueda parecer inocuo, tapar nuestras canas es una de las dependencias más peligrosas, instalada de tal manera que condena a priori. Lo advertí después, recordando mi compulsión a teñirme cuando apenas asomaban las raíces blancas, censurándome porque tenía metida una imagen ajena y yo respondía obediente, en forma maquinal a la coacción a teñirme, ocultarme, taparme, negarme una parte de mí sin siquiera imaginar cuánto podía gustarme.

Cuando asomé con mi verdadero color, un amigo dijo: si una mujer cambia su pelo está cambiando algo profundo en ella misma. Es bastante probable, sobre todo si el cambio va contra la corriente. Porque hay cierto atrevimiento encantador en esto de plantarse y decir basta a la coerción y reconciliarse con una zona de nuestra identidad.

Ahora, no me dan ganas de usar boinas.

Cuando me miro al espejo, veo una sonrisa como si fuera otra en la que me reconozco, soy yo y esto me vivifica, me da seguridad. Me apruebo.

En algunas reuniones, me miran raro: ¿Es o se hace? , parecen pensar. Respondo para mí: soy, y me hago como me da la gana.


(*)  canto nupcial (título provisorio) 10-IV-1986  (La Morada Imposible. Tomo I. Recopilación y edición a cargo de Ana María Barrenechea y María Negroni)