Por Gabriela Baby
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El árbol de la vida |
Las novelas no terminadas son
promesas abiertas para siempre. Las promesas se apilan en la mesa de luz.
Sin embargo, a veces hago el
esfuerzo y llego hasta el final. Como a todo el mundo, me intrigan los finales.
La curiosidad de saber a dónde va el relato. Entre las ganancias de llegar
aceleradamente al final, tildo la posibilidad de ver el dibujo completo de la
historia. Las biografías suelen escribirse desde la lápida. Las cosas cuando
terminan se completan, salvo que se trate de un final abierto.
Claro que otras veces – la
mayoría, por suerte – llegar al final no requiere ningún esfuerzo: la lectura
va, el entusiasmo se sostiene, la lectura es felicidad. Y el final llega con
alegría (también están las veces en no quiero que llegue el final, que no
termine nunca, ¡no me quiero salir de este libro!).
Fin de año y los finales. No se
puede dejar un año en la mitad como si fuera una mala novela, aunque hubo años
o períodos de los que hubiera preferido salirme, cerrar el libro, pasar a otro
tema, a otro género incluso, a otro país, a otro planeta. Algo así estos cuatro
años de crueldad política y social a los que hemos sobrevivido. Un fin de etapa
para contar desde el cierre con novedosos pensamientos (nuevas lecturas a cada
momento) y también desde las experiencias: los nuevos dolores del cuerpo, las
rachas de insomnio, algunas preocupaciones insólitas, desgarros y chispazos de
alegría (que siempre se agradecen), certezas también, abrazos sanadores y
apuestas.
El juego de siempre: cerrar un
tiempo para abrir otro.
En la película Melancolía, de Lars Von Trier, los
personajes se entregan (o se resisten) al fin del mundo. Hay psicosis, palabras
de amor, deseos de fugar. Pero no hay otro lugar. La cotidianeidad se interpone
en esa historia mayor y grandilocuente: el fin del mundo se cruza con lo
cotidiano, con el estado del tiempo, la nubosidad variable, el porcentaje de
humedad. Las hermanas Claire y Justine están atrapadas en este mundo y en este
tiempo. Como todos, como todas…
Mi hija menor terminó la escuela
primaria y le dijimos chau para siempre a maestras, maestros, compañeres de
curso, padres y madres aliades en el cada día. El tiempo no para.
Mi hija mayor me propone hacer una
pira en el patio de casa: quemar simbólicamente todo lo malo de este año tan
intenso. Me gusta la idea. Le digo que también podemos quemar lo bueno.
Quemarlo todo. El fuego purificador.
El final de un año, de un ciclo o
de un mundo, está tan pegado, tan colindante con lo que comienza que final y
comienzo se tocan, se rozan, se friccionan, se confunden.
Fin de fiesta, borrachera feliz y
nostalgia en dosis parejas.
El fin del año y el fin del mundo
están por llegar y bailamos para recibirlos. Bailamos toda la noche entre la
excitación del fuego prometido, el abrazo del vértigo y el hasta nunca. Y aún así:
un final sin final.