Un abanico: eso le regalé a
Mariana para su cumpleaños. Todas las tardes compartimos la mesa de la radio y nos
apantallamos al mismo tiempo. “¡Dios debe
ser machista!”, se quejó el otro día,
mientras trataba de combatir el bochorno con una hoja de papel doblada a
la mitad. Por sintonía o por
solidaridad, armamos una coreografía. Hay complicidad en esto de los calores,
cierta gracia compartida cuando nos abanicamos al unísono. Así surgió la idea de regalarle un abanico y
de comprar otro para mí. Damiselas del siglo XXI con los mismos males que las
mujeres de la prehistoria.
Escribo esto mientras me abanico y
pienso en la crueldad del término “bochorno”.
La RAE lo define como “calor sofocante”, pero también como “sofocamiento
producido por algo que ofende, molesta o avergüenza”. Ese término ligado a la
vergüenza es el que se utiliza para los calores de la menopausia, una etapa que
se atraviesa como si fuera una enfermedad y no un proceso natural en la vida.
La menopausia sigue siendo un
tabú, como todas las cuestiones que tienen que ver con la sexualidad de las
mujeres. El término proviene del griego, mens o menos, que significa mes, y pausis, que se traduce como cesación. Es el momento de la vida de una mujer en el
que sus periodos cesan, y se diagnostica
una vez que ha pasado doce meses sin menstruación. A partir de allí ya no puede
quedar embarazada.
El climaterio femenino (del griego
klimakter= escalón o peldaño), en cambio, es toda la etapa en la que se produce
la pérdida de la capacidad reproductiva. Es un período largo de modificaciones
paulatinas que terminan con el cese de la función menstrual. Todas las mujeres
llegamos a la menopausia, aunque cada una experimenta el climaterio con
distintos síntomas: irregularidad en los períodos, calores, cambios en el
estado de ánimo, insomnio, sequedad vaginal. Es una etapa que todas vamos a
experimentar en nuestras vidas, aunque conozcamos muy poco de ella.
Muchas de nosotras fuimos educadas
para ocultar cada paso de nuestra sexualidad, pero mientras la menstruación, el
parto y el posparto empezaron a salir del closet en los últimos años, la
menopausia sigue escondida bajo un manto de silencio y vergüenza.
Cuando éramos adolescentes,
solíamos llamar “regla” o “Andrés” a la menstruación para no nombrarla de
manera directa. Las publicidades mostraban sangre azul sobre las toallas
femeninas, y de manera elíptica se referían a “aquellos días”. En los últimos tiempos comenzó a derribarse aquel
tabú: la televisión empezó a mostrarla como un proceso natural, la sangre
recuperó su verdadero color, y el tema se incluyó en la discusión social.
Este año el documental Period. End of Sentence ganó el Oscar y dio visibilidad a las dificultades
sociales y económicas relacionadas con la menstruación en India, donde el
acceso a los elementos de higiene es limitado. ¿Cómo es el tema en nuestro país? La organización Economía Femini(s)ta lleva
adelante la campaña #Menstruacción que da visibilidad al gasto económico que
significa la menstruación para las mujeres.
A precios de Septiembre 2019, el costo promedio por año por persona si
utiliza toallitas es de $2.468 y de $2.966 si utiliza tampones. Este gasto
recae sobre la población femenina sometida a la precarización laboral, la brecha
salarial y el desempleo. Existen tres proyectos de ley en el Congreso que
proponen exenciones impositivas a productos de gestión menstrual y otros nueve
que disponen la distribución gratuita de estos productos.
Pero si el tabú de la menstruación
va cediendo de a poco, la menopausia sigue portando el estigma de la vejez. La ignorancia está relacionada con una doble
discriminación: por edad y por género.
El economista Sebastián Campanario en su libro Revolución Senior – El auge de la generación +45 (Sudamericana,
2019), la llama la “doble Nelson” de la discriminación, en referencia a una
toma del programa de catch Titanes en el
Ring, y afirma: “La discriminación
por edad (“viejismo”, “edadismo” o “ageism”, en inglés) permanece inalterable,
como una de las últimas estigmatizaciones socialmente aceptables (…). Para las
mujeres, la carga de prejuicio es doble: mientras que hay modelos de belleza
masculina vinculados a la madurez como elemento de seducción, las mujeres de
más de 50, como dice la creativa inglesa Cindy Gallop, conforman la capa más imperceptible
de la población. ‘La menopausia es como una pastilla que te vuelve invisible’”.
Esta invisibilidad hace que ni
siquiera estén identificadas las problemáticas que merecen un abordaje de
políticas públicas. Según los últimos estudios, la edad promedio de la entrada
en la menopausia para las argentinas es entre los 51 y 52 años. Si tenemos en
cuenta que la expectativa de vida de esas mismas mujeres es de 80,3 según el
último informe presentado por la OMS, el final de la vida reproductiva está a
casi treinta años del final de la vida. ¿Cómo se viven entonces todos los años
que quedan por recorrer cuando acechan la invisibilidad y la falta de
oportunidades?
Los estereotipos de mujeres
mayores no son demasiado halagüeños.
Las brujas: Mujeres mayores,
arrugadas, con pechos secos, cabello ralo, verrugas y nariz ganchuda. Según las
leyendas ampliamente divulgadas en Occidente, estas mujeres, que habían perdido su capacidad reproductiva,
solían devorar a los niños y atacar a las mujeres más jóvenes. Abundan en los
cuentos tradicionales que nos solían leer cuando éramos chicas con una función
pedagógica: llegar a vieja sin pareja y sin hijos podía convertirnos en seres
abominables.
La suegra: Mujer que dedicó los
años reproductivos a sus hijos. Cuando éstos arman sus propias vidas, se
convierte en un personaje invasivo que, a falta de intereses propios, se
dedica entrometerse en la vida del
prójimo. El nido vacío se completa con
la competencia con la nuera o la hostilidad hacia el yerno.
La solterona: Mujer frustrada
porque no encontró pareja en los años reproductivos. Descarga sus manías, neurosis y malhumor sobre
los (pocos) seres que la rodean y vive condenada a husmear en asuntos ajenos.
La abuela tierna: Mujer angelical,
abnegada y dedicada a la familia que ha renovado su rol maternal criando y
malcriando a sus nietos. Este es el único rol socialmente aceptable: canosa, de
rodete y anteojos, horneará pasteles y galletas para la prole de su prole.
En cuanto a este último
estereotipo, la mirada social positiva se basa en que ha renovado su rol de cuidadora.
Su presencia es funcional porque realiza ese trabajo invisible que permite que
los engranajes del resto de la familia sigan dando vueltas. En este caso, no solo se trata de un estereotipo o fantasía
sino de un rol asignado a muchas mujeres mayores.
En su libro Solas (aún acompañadas) (El Ateneo, 2019), la politóloga Florencia
Freijó escribe: “La situación de
precarizar a otras mujeres se suma cuando damos por sentado que las tías o
abuelas deben cuidar a los nietos o sobrinos cuando nosotras lo dispongamos (…)
¿Quién reconoce que esa abuela está trabajando, quién visualiza que en el período
en que las mujeres deberían descansar, jubilarse, siguen trabajando como
cuidadoras? ¿Por qué los Estados, sin infraestructura para los cuidados, no
generan programas de reconocimiento del trabajo de esas abuelas que hacen de
espalda ante la ausencia de políticas públicas?”
Todos estos estereotipos están
ligados a la capacidad (re)productiva y
consideran que la maternidad es el único destino posible para las mujeres. Cuando
dejamos de cumplir esa función social en la práctica o en potencia, nos
tornamos descartables. Tanto la suegra
como la solterona, son mujeres que no han tenido vida propia más allá de las
expectativas que pesaban sobre ellas de formar una familia y criar hijos. Cuando la edad pone un límite a la capacidad
reproductiva, quedan a la deriva sin una función social para cumplir,
envidiosas y pendientes de las vidas ajenas.
La menopausia implica el fin de la
capacidad reproductiva de las mujeres y el ingreso en estas fantasías
colectivas, que no contemplan aún a las mujeres del siglo XXI. No somos brujas,
ni suegras envidiosas, ni solteronas frustradas, ni abuelitas dispuestas a sacrificar
nuestras vidas. Tal vez haya algo de todo aquello en nosotras, pero también de
vitalidad, de autonomía, de proyectos y ganas descubrir otros caminos.
Es cierto que el espejo acusa
recibo: los kilos se acumulan, las arrugas, el cansancio, el insomnio, los
calores. Ya no atraemos las miradas y nos percatamos de que la belleza es tan
engañosa como fugaz. Es difícil asumir que ya no seremos aquellas que alguna
vez fuimos. Pero aquel espejo de los viejos prejuicios no refleja la vida de
las mujeres de este siglo: mi mamá, que a los setenta y algo, después de haber
criado a sus hijos, empezó a escribir libros; mis amigas, que acumulan
proyectos para cuando se jubilen; mi
cuñada, que sin pareja sigue sosteniendo su empresa y su familia. Las mujeres
que viajan, las que escriben, las que pintan, las que bailan, las que toman
clases de teatro, las que trabajan, las que dan clase, las que sueñan, las que
aman.
Escribo esto mientras leo los
diarios de los últimos días y pienso en otros espejos para reflejarnos. La
esplendida Jane Fonda (81) arrestada por cuarta vez por defender la causa
ambientalista que impulsa la adolescente Greta Thunberg (16). Nancy Pelosi (79)
que apuesta a cambiar la historia impulsando el empeachment a Donald Trump. Margaret Atwood (80) gana el Booker Prize por
su nueva novela Los testamentos,
secuela de El cuento de la criada. Nora Cortiñas (89) recibe en el Senado el
Premio Juana Azurduy por su defensa de los Derechos Humanos.
La novela El intenso calor de la luna (Booket,
Planeta, 2017), de la nicaragüense Gioconda Belli, cuenta la historia de una
mujer atractiva, que encuentra un nuevo amor mientras transita el climaterio.
Aterrada por esta nueva etapa va a consultar a su ginecóloga, que le hace notar
la cantidad de años que aún le quedan por delante, y arriesga que se trata de una sabia jugada de
la naturaleza para darle un tiempo extra para disfrutar de la vida después de
haber criado a sus hijos y cumplido con las exigencias de la etapa
reproductiva. La anima a “descubrir que
tu poder no reside en bailar la danza del apareamiento, ni en tener las plumas
más vistosas”. Y luego agrega:
“No has perdido nada, nada absolutamente. Ya tuviste tus hijos. El
ciclo de la fertilidad ya no es necesario, la regla tampoco. Es tu tiempo
ahora. Y el poder que desarrollaste en todos estos años practicando el amor
hacia afuera está intacto y maduro; es una capacidad extraordinaria que te
afinó como un magnífico instrumento para que ahora vos hagas música por el puro
placer de oírla. ¿Me explico?”
Es hora de empuñar con orgullo
nuestros abanicos.