Me parece que allí comenzó todo

Por Rubén Szuchmacher

Alicia Alonso en Giselle
Cada vez que voy al Teatro Colón, no puedo dejar de recordar la primera vez que estuve allí. Fue en 1954: por aquel entonces, yo tenía 3 años. Es bastante probable que toda mi familia también estuviera. Pero mis padres, mis  hermanas  no aparecen con nitidez en mi imagen de aquella noche (¿o fue una tarde?), en ese espacio al que entré muy impresionado por su magnificencia.

Mis padres llevaban adelante un taller de “tejido de punto”, que en la jerga de los textiles significaba la confección de prendas tales como camisetas, bombachas y anatómicos (nombre que se le daba a los calzoncillos) de algodón. El taller de la calle Boyacá, en una zona intermedia entre Flores y Paternal, ocupaba la parte delantera de una casa chorizo, mientras que la familia vivía en la zona posterior. De esa casa recuerdo una higuera y un limonero en el patio del fondo.

No éramos una familia con grandes recursos económicos, eso era evidente. Y si bien mis padres tenían amigos de ambos sexos actores, poetas, cuentistas y músicos, no desarrollaban ninguna actividad artística, ni siquiera como hobby. Sin embargo, afortunadamente para mis hermanas y para mí, la cultura y el arte ocupaban un lugar muy importante en sus vidas. Quizás la razón de esa relación con la literatura, el teatro, las artes plásticas proviniera del hecho de que ellos -mi padre, un polaco judío escapado del hambre y de la guerra; mi madre, nacida en San Luis en el seno de una familia de inmigrantes catalanes y franceses- pertenecieran desde siempre al Partido Comunista. Por eso íbamos infatigablemente a los teatros independientes de la época, a los conciertos de los músicos de “el partido”,  a ver películas soviéticas como, por ejemplo, El lago de los cisnes interpretado por el Bolshoi o el Kirov que la distribuidora Artkino presentaba en algún cine del centro. En casa, se leían libros y revistas de todo tipo, y se escuchaba mucha música en discos de 78 revoluciones por minuto, primero, y de 33 rpm después. Discos que mi padre compraba los primeros sábados de cada mes, a pesar de que el dinero no sobrara.

En mi casa de infancia podía no alcanzar para comer copiosamente pero jamás iba a faltar plata para algo que nos hiciera un poco más felices. Quizás ese haya sido el motivo por el cual mi padre compró las entradas para ir al Colón, a una función de ballet.

Con el tiempo pude reconstruir algo de ese día (o de esa noche) y saber con precisión qué era lo que habíamos visto: el ballet Giselle, con música de Adolphe Adam sobre un libreto en el que participó Théophile Gautier inspirado en Heinrich Heine y Victor Hugo, coreografía de Marius Petipa (posterior a la de su estreno en París, en 1841).  La protagonista era la gran bailarina cubana Alicia Alonso.

Como si fuera un sueño, aún recuerdo el lugar desde donde veíamos el escenario: un palco bajo, el 18 o el 20 (ahí mi memoria no me es totalmente fiel; tampoco fueron atesoradas las entradas de esa noche). Un palco a la derecha de la sala, mirando al escenario desde el fondo de la platea. Un palco del lado de la calle Tucumán, como se dice en los laberintos del Teatro. Explico: en los grandes teatros de la ciudad no se habla de derecha o de izquierda como marcas espaciales, sino que se señalan esos sectores o direcciones mencionando las calles que circundan el edificio. De esa manera, tan sencilla y con tanto sentido común, se evitan las confusiones a la hora de dar una indicación: Violeta Valery, también conocida como La Traviata, va hacia Viamonte para recibir a sus invitados;  Carmen hace su entrada en la hostería de Lillas Pastia desde Tucumán, y así sucesivamente.  Pero esta regla no escrita del teatro la aprendí muchos años más tarde, cuando habría de entrar allí como figurante en una puesta de La Bohème, de Giacomo Puccini, en el año 1973, durante mi primer año de estudiante de Régie en el Instituto Superior de Arte.

Pero vuelvo al momento de aquella velada en la que tengo mis brazos y mi mentón apoyados en el borde aterciopelado del palco bajo, mirando azorado todo lo que sucede en ese escenario enorme, fastuoso, mientras suena una orquesta metida en un pozo (luego aprendería que se llama foso) del que brotan muchas lucecitas que iluminan los movimientos de los ejecutantes, que por momentos me resultan tan atractivos como los de las bailarinas y los bailarines de la escena. La ventaja de estar en un palco es que se puede ver de manera simultánea el escenario y a la orquesta, una verdadera fiesta.

De aquella función no recuerdo a la magnífica Alicia ni su traje de adolescente campestre del primer acto ni el de willi del segundo. Algunas imágenes me aparecen, pero como la memoria siempre hace trampa, el cuerpo de la Giselle no es el de esa función, sino de otras que vi de más grande y que me llevaron a admirar a esa artista superlativa por su enorme capacidad expresiva, por su técnica tan depurada. Tampoco me acuerdo de quién era el partenaire de Alonso que bailaba el Albrecht, ese príncipe que le hace creer a la pobre Giselle que está enamorado de ella, cuando en realidad es el novio de Bathilde, una chica de familia noble que se hace la tonta sobre los amores de su fiancé con la paisanita. Y esta, la Giselle del título, que sufre problemas cardíacos (sic) al enterarse de que ese muchacho, que ella cree otro paisanito bueno y trabajador llamado Loys, en realidad es Albrecht, duque de Silesia, heredero del reino. Giselle se vuelve loca  (antológica la coreografía del ataque con la espada de un cortesano que la enamorada levanta del suelo), le da un patatús y se muere.

Intervalo.

Cuando se abre el telón del segundo acto, lo primero que aparecen son cuatro amigos del príncipe, que, candiles en mano, lo buscan incansablemente. Es increíble, pero de ellos me acuerdo perfectamente, sus mallas pegadas a las piernas, sus chaquetas de colores verde, azul, bordó y violeta. Ellos tratan de saber dónde está Albrecht, que salió del palacio para tratar de ver a Giselle en el reino de las willis, un lugar adonde van a parar los espíritus de las chicas que han muerto vírgenes. Allí hay una especie de jefa llamada Myrtha (nombre poco balletístico si los hay) que es muy estricta y tiene dos secuaces que no dejan a las chicas ni a sol ni a sombra, más sombra que sol porque solo se las puede ver por las noches. Es importante señalar que si uno quiere introducirse en el mundo del ballet tiene que saber que las willis se distinguen por sus tutús blancos largos, y que no se deben confundir con los tutús cortos, como los que usan los cisnes en el antes citado Lago. Lo cierto es que cuando aparecen las willis, los muchachos, nada valientes, salen a las apuradas.

Hasta allí mis recuerdos. No puedo visualizar nada del final del ballet, ni siquiera volver a oír los sonidos de la ovación que sin duda debe haber tenido lugar al final de la función. También es probable que me haya quedado dormido después de tanta nocturnidad sumada a la monotonía de la música de Adam. Sin embargo, me gusta pensar que ese día comenzó mi vida artística. Con la visión de esta obra de la llamada danza clásica, cumbre del repertorio romántico, en ese espacio enorme, rojo, iluminado por lámparas encerradas en tulipas cinceladas, con esos cuerpos torneados, armónicos, prodigiosamente ágiles, con decenas de instrumentistas que hacían sonar su música iluminados por unas luces que parecían luciérnagas prendidas de sus atriles.

En ese teatro, colmo del arte burgués, un chico de una familia comunista, entre sueños, piensa que será artista y que quizás alguna vez estará sobre ese escenario. Creo que lo que soy se lo debo a Alicia Alonso, que me acompaña desde ese momento.

 Y hoy, 17 de octubre de 2019, me entero de que murió en La Habana y no puedo dejar de hacerle un homenaje a una de las artistas más importantes que tuvo el siglo XX. Gracias, Alicia.